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Vicente Blasco Ibáñez

"La devoradora"

Capítulo 5

Biografía de Vicente Blasco Ibáñez en Wikipedia

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
La devoradora
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El milagro de San Antonio
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El parásito del tren
El premio gordo
El sapo
El último león
En la boca del horno
En la puerta del cielo
Golpe doble
La condenada
La corrección
La devoradora
La paella del "roder"
La pared
Noche servia
Primavera triste
Tristán el sepulturero
Un beso
Un funcionario
Un idilio nihilista
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V

Boris pasó a ser la preocupación especial del curioso Briansky.

La vida presente de la bailarina había vuelto a ser idéntica a la que llevaba en los tiempos de Cirilo Nicolás. Renovación de la servidumbre, otra vez lujosa y bien cuidada, como la que vivía en torno al gran duque. Expulsión de toda aquella domesticidad rusa, de carácter adventicio, que Olga había ido admitiendo al iniciarse su ruina. Todos recibían una indemnización y la orden de partir inmediatamente. Ella y su amante temían ser entendidos, cuando hablaban en ruso, por estos compatriotas agriados, propensos a la murmuración y al espionaje. Ahora todos los criados de la casa y hasta el chófer eran franceses, precaución que estorbaba las averiguaciones de Briansky.

Ya no vendía su «villa» la Balabanova, y los temibles usureros habían recibido el importe de sus hipotecas para que no siguiesen incubando sobre ellas nuevos enjambres de intereses. Un joyero de Niza trabajaba de tal modo para la antigua bailarina, que no le era posible aceptar nuevos encargos. Ahora las alhajas de moda eran las pulseras, y la Balabanova le hacía incrustar en aros de platino diamantes sueltos y esmeraldas encontrados inesperadamente en el fondo secreto de ciertos muebles. ¡El gran duque era tan olvidadizo y la había rodeado a ella durante la primera parte de su vida de tan estupendas riquezas!…

No se daba por convencido Briansky al oír estos detalles que le iban explicando algunas amigas envidiosas de Olga para justificar el renacimiento de su lujo. Todas ellas acababan por admitir lo que decía el viejo malicioso. El autor de esta nueva prosperidad no podía ser otro que aquel Abraminovich que vivía con ella. Damas antiguas de la corte imperial sentíanse indignadas por la insolente buena suerte de la bailarina.

—¡Un hombre rico, y además joven!… Verse sostenida de tal modo a una edad en que otras tienen que pagar a los danzarines para que las saquen…

Briansky le creía unas veces judío millonario de Sebastopol que se pagaba la satisfacción de ser amante de una beldad admirada en su niñez; otras le tenía por minero siberiano que había situado a tiempo sus riquezas en Europa, antes de la revolución comunista. Luego desechaba ambas suposiciones, aferrándose a otra más atrevida.

Encontraba algo de anormal, de improvisado, en la opulencia de este millonario. Hacía memoria de sus primeros días en Montecarlo, cuando era visible para todos su torpeza en los usos corrientes de la clase social que se denomina a sí misma «gran mundo», su timidez al moverse entre personas que hasta poco antes le parecían extrañas y tal vez enemigas. Había sorprendido en repetidas ocasiones a la Balabanova adoptando a su lado una actitud de maestra. La fría corrección de que alardeaba ahora este gentleman, su asistencia a todas las fiestas, la puntual disciplina con que se endosaba a las siete de la tarde el smoking o el frac, como si toda su vida hubiese hecho lo mismo, no desorientaban al «Boyardo» en sus apreciaciones.

Conocía bien el ansia de gozar, el alma hambrienta de placeres que duerme en el fondo de sus compatriotas, sin diferencias de raza ni de religión. Recordaba a Gaponi, el pope revolucionario que había capitaneado, después de los desastres de la guerra rusojaponesa, la primera manifestación en las calles de San Petersburgo contra el absolutismo zarista.

Huído luego a la Europa Occidental, le atraía inmediatamente la Costa Azul, con sus Carnavales ruidosos, sus veladas elegantes, y sobre todo, las aventuras del juego. «El Boyardo» había visto cómo el sacerdote popular se lavaba su originaria suciedad, recortándose las negras barbas de profeta, despojándose de la sagrada y aceitosa melena.

Todas las tardes, al anochecer, se ponía el smoking para jugar en los salones del Casino. Un enjambre de cocottes, atraídas por la celebridad y el dinero abundante, rodeaba al antiguo levita. Los Comités revolucionarios le enviaban fondos incesantemente para su sostenimiento; pero él necesitaba cada vez más en esta nueva y deslumbradora existencia, que nunca había sospechado.

El gran duque Cirilo Nicolás se cruzaba con él algunas veces en el Casino. Nada de extrañeza ni de gestos hostiles. El gigante rubio amante de Olga hasta parecía sonreír en las profundidades de su barba dorada. El pope sonreía igualmente con una expresión de compadre de clase inferior.

Algunos curiosos llegaban a decir que los dos personajes, al rozarse, juntaban sus manos instantáneamente, cambiándose entre ellas un pequeño papel, casi invisible por sus dobleces. El tío del zar contribuía a los despilfarros del pope. La Balabanova debía conocer dicho secreto. Cirilo Nicolás se lo contaba todo, y seguramente estaba enterada de las cantidades que llegaban de allá para el agitador corrompido por los placeres de la Costa Azul. Tampoco debía ignorar los informes que proporcionaba éste a la policía imperial, vendiendo a sus más fieles compañeros.

De pronto Briansky dejó de ver al famoso Gaponi. Lo habían llamado sus amigos de Rusia. Tal vez se ocultaba cerca de la frontera, preparando un nuevo levantamiento popular.

Un día lo encontraron ahorcado dentro de una casa. Los revolucionarios, enterados de su traición, lo habían hecho volver al país con promesas engañosas. Luego comparecía ante un tribunal, compuesto de antiguos amigos, que lo sentenciaba a morir inmediatamente.

Ahora, este compatriota, que había devuelto a la Balabanova su antigua opulencia y conservaba cierto encogimiento revelador de su origen, le hacía recordar a Gaponi. Emprendió averiguaciones para conocer su verdadera personalidad, apelando al auxilio de los numerosos náufragos del zarismo que vivían como obreros o simples mendicantes de buen aspecto en Niza y en Marsella. Algunos habían sido altos funcionarios de la Ochvana, o sea de la policía imperial, hábiles en el espionaje; pero ninguno pudo llegar en sus averiguaciones más allá de las cosas vagas que había sospechado Briansky.

El joven Abraminovich era un personaje de existencia impenetrable. Vivía siempre al lado de la Balabanova, y ésta, por su parte, parecía protegerlo, estableciendo en torno de él un aislamiento que repelía toda curiosidad. Lo único que pudieron sacar en limpio de sus averiguaciones fue que todos los rusos —hasta los rojos— ignoraban el pasado de este joven. Los simpatizantes con la revolución residentes en la Costa Azul jamás habían hablado con él.

Sólo cuando las averiguaciones de los amigos del «Boyardo» llegaron hasta París y Londres, empezaron aquéllos a darse cuenta de que tal vez dicho individuo podía ser cierto enviado de los Soviets, que durante un corto espacio de tiempo había vivido en relación con los comunistas de las mencionadas capitales.

Briansky, sin necesidad de más datos, mostró la certeza de que la inesperada opulencia de la bailarina procedía de Rusia. Luego, los informes de un antiguo jefe del espionaje imperial, que ahora tenía un cafetucho en el puerto de Niza, se enteró de que el tal Abraminovich quizá era un llamado Boris Satanow, que estaba en relación con el gobierno de Moscú.

Interesándose cada vez más en tales averiguaciones, procuró «el Boyardo» reanudar su antigua amistad con la Balabanova, como en los tiempos en que aún vivía cerca del gran duque. Juzgaba agradable ser amigo de Satanow. La pobreza le había hecho escéptico. Todos resultaban iguales para él. La vida era un simple espectáculo, con personajes ridículos o terribles, pero siempre interesantes. ¡Quién sabe si llegarían a tocarle algunas gotas de aquel chaparrón misterioso de riquezas que parecía caer sobre la bailarina!…

Pero se vió repelido por Olga con una indiferencia cortés, y el tal Satanow, siempre taciturno y silencioso, rechazó también sus exageradas amabilidades, mostrándose finalmente hostil, en vista de su insistencia. Tal vez lo tomaba por un espía. ¡Había tantos en la Costa Azul!…

Continuó examinando de lejos a esta pareja en apariencia feliz. Como su curiosidad acababa por hacerle conocer, más o menos pronto, todo lo que ocurría en Montecarlo, se enteró de los viajes realizados por famosos traficantes de piedras preciosas, desde Londres y Amsterdam, para avistarse con la famosa bailarina en su casa de Cap d’Ail y examinar gemas raras, de altísimos precios.

—¡El dinero que debe estar haciendo esa mujer! —Pensaba con envidia.

Un día supo, por aquel amigo que tenía un cafetín en el puerto de Niza, la llegada a la Costa Azul de dos revolucionarios jóvenes, amigos de Satanow. La antigua policía del Imperio guardaba misteriosas relaciones con la nueva policía roja de la Tcheka. Bien podía ser que estos dos sovietistas viniesen a pedir cuentas a su camarada. Allá en Moscú debían sentir extrañeza viendo transcurrido más de un año sin que Satanow saliese de las inmediaciones de Montecarlo, dejando olvidada su misión. Necesitaban enterarse además del reparto de aquel depósito que el pueblo le había confiado.

Vio Briansky una tarde a los dos emisarios en el atrio del Casino. Intentó ponerse en relación con ellos hablándoles en ruso; pero la sonrisa burlona e insolente de este par de jóvenes, el laconismo grosero con que le contestaron, le obligó a retirarse. También lo tomaban por espía.

En las tardes siguientes encontró a Olga y a Boris. Sin duda necesitaban venir a los salones de juego, aburridos de permanecer encerrados en su «villa» lujosa. Querían ver gente, y al mismo tiempo miraban en torno con cierta inquietud, temiendo un encuentro molesto. Ella parecía mostrar en su ágil pequeñez cierta arrogancia ofensiva; una resuelta voluntad de defender a su joven amante, de evitarle todo contacto con sus nuevos amigos.

Transcurrieron varias semanas sin que «el Boyardo» volviese a ver a la opulenta pareja. Pensó que tal vez se habían ido a París, creyendo evitar más fácilmente en una ciudad enorme el contacto con aquellos emisarios. Una noche encontró a la bailarina en los salones privados del Casino.

—¿Sola? —preguntó con exagerada extrañeza—. ¿Y el amigo Boris Abraminovich?… ¿Está enfermo?

—Se ha ido —contestó ella con una expresión que repelía toda insistencia en las preguntas—. Sus negocios le han obligado a trasladarse allá, y tardará un poco en regresar. ¡Es tan terrible un viaje a nuestra antigua patria!…

Nunca pudo saber el viejo curioso cómo había sido este viaje. Tal vez Satanow, en una reversión a su antiguo fervor revolucionario, siguió voluntariamente a sus dos camaradas después de escucharlos. Había pecado, y debía expiar.

Además, era posible que los suyos le perdonasen si hablaba con franqueza, pues ninguno de ellos creía en la perfectibilidad humana. Por no existir tal perfección los hombres habían esclavizado a los hombres durante miles y miles de años. Ni los de arriba ni los de abajo llegaban nunca a poseer la pureza absoluta de alma, gracias a la cual podrán los humanos vivir felices en lo futuro. Unos y otros eran víctimas del egoísmo ancestral que todavía renace, como un chisporroteo diabólico, en la vida de los más limpios…

Y si le imponían un castigo supremo, para ejemplo de los demás; si lo sentenciaban a muerte, ¿qué hacer?… Nitchevo. Ya había vivido bastante, viendo en su corta existencia un mundo nuevo, el mundo rojo de la aurora, acabado de nacer entre llantos y estremecimientos, y un mundo viejo que se extinguía con los esplendores deslumbrantes y la dulzura melancólica de las puestas de sol. Este mundo lleno de injusticias y desigualdades tenía, no obstante, cosas seductoras. Él podía afirmarlo.

Luego sospechó Briansky que tal vez la Balabanova no era extraña a tal desaparición. ¡Quién podría saber nunca con qué enrevesadas combinaciones de su egoísmo, devorador de hombres, había impulsado al revolucionario a que fuese al encuentro de los que debían juzgarle, mientras el infeliz creía moverse por su propia inspiración!…

Ya no volvió a saber más de Boris Satanow. ¡Perdido para siempre, más allá de la frontera rusa, igual a un muro infranqueable! Sus amigos del cafetín del puerto de Niza, que se imaginaban saberlo todo, nunca tuvieron noticias de él. A pesar de esto, «el Boyardo» habló de su muerte como si la conociese con toda exactitud.

—Lo mismo que Gaponi… Éste no hizo traición a nadie. Murió puro… pero ¡dejó olvidadas en esta Costa Azul tantas riquezas!

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