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Vicente Blasco Ibáñez

"La devoradora"

Capítulo 4

Biografía de Vicente Blasco Ibáñez en Wikipedia

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
La devoradora
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El milagro de San Antonio
El maniquí
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El parásito del tren
El premio gordo
El sapo
El último león
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En la puerta del cielo
Golpe doble
La condenada
La corrección
La devoradora
La paella del "roder"
La pared
Noche servia
Primavera triste
Tristán el sepulturero
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Un funcionario
Un idilio nihilista
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IV

El cínico y alegre Briansky olvidó las preocupaciones de su pobreza y las numerosas vidas ajenas que excitaban su interés, para concentrar toda su atención en la Balabanova.

Meses antes había empezado a darse cuenta de que la célebre bailarina tocaba ya «el fondo del saco». No más fichas de mil francos, puesta mínima en su juego. Ahora su unidad monetaria era la pieza de cien francos, manejada con una timidez y una parsimonia nunca vistas en ella. «El Boyardo» la había sorprendido varias veces en las salas públicas del Casino, confundida con el ávido y mediocre mujerío que juega en dichas mesas, y apuntando con fichas rojas de un simple luis.

Ya no cambiaba rápidamente de alhajas. Llevaba siempre las mismas, y las defendía con tenaces regateos de los israelitas que tienen sus establecimientos en la plaza del Casino o en la avenida Massena, de Niza.

—El día que venda las últimas —decía «el Boyardo»— tendrá que ponerse joyas falsas, como muchas otras mujeres.

Sabía también que la lujosa «villa» de Cap d’Ail estaba hipotecada dos veces, y para que la danzarina la abandonase definitivamente sólo faltaba que llegase a un acuerdo con cierto millonario americano, deseoso de adquirirla. El precio de venta era calculado en millones; pero el día que recibiese éstos, sólo iba a quedar en sus manos una mínima parte. Los dos usureros que le habían hecho préstamos intervenían en sus asuntos y dirigían la operación de la venta, para reembolsarse de sus hipotecas con todo el acompañamiento de múltiples y exagerados intereses.

Olga hablaba ya de la monotonía de su existencia en la Costa Azul, de los terribles recuerdos que despertaba en ella. Prefería marcharse a París… Y Briansky se regocijaba al oír esto, aceptándolo como una confesión de su derrota.

No era «el Boyardo» mejor ni peor que los demás; pero la caída de las gentes que había conocido triunfantes y orgullosas de su prosperidad le producía un regocijo malsano, dándole nueva resignación para sobrellevar su miseria.

De pronto empezó a ver a la Balabanova en los salones del Casino acompañada por un joven ruso. En vano se aproximaba disimuladamente para sorprender sus conversaciones en el idioma natal: simples recuerdos de allá, alusiones al pasado, criticas de los europeos occidentales, diálogos en broma, por el placer de recordar las agudezas de la lengua rusa.

Se habían conocido en el Casino. Briansky presenció sus primeros encuentros: una vecindad de jugadores sentados a la misma mesa; la repentina confianza al saberse compatriotas; las atenciones crecientes de dos personas del mismo país que se encuentran todos los días.

El curioso «Boyardo» empezó a comunicar sus impresiones a las gentes que venían a sentarse al lado suyo en un diván de las salas privadas.

—Nueva conquista de la Balabanova. Ese pobre joven parece entusiasmado con ella. ¡Y pensar que ya está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta!… Pero es indudable que se arregla muy bien… Sabe guardar ese airecito de niña tímida que engaña a cualquiera, viéndola de lejos. Conserva su agilidad de bailarina.

Y daba irreverentes detalles sobre los medios empleados por Olga para la conservación artificial de su belleza. Todos los años iba a París en busca de un especialista americano, que le estiraba la piel del rostro, haciéndole varios tajos en las sienes. Los dos bucles laterales de su peinado, a estilo de muchacho, ocultaban junto a las orejas las cicatrices de tal operación. Luego pretendía explicar el entusiasmo amoroso del joven:

—Es ruso, y debe dehaberla visto de niño, cuando bailaba en el Teatro Imperial. ¡Ay, los entusiasmos y fantasmagorías de la adolescencia, que nos acompañan hasta la vejez y la muerte!

Comparaba las mujeres con los paisajes. Éstos nos interesan más cuando tienen una historia, cuando ha pasado algo importante en ellos. La belleza esplendorosa de muchas jóvenes es semejante a los paisajes vírgenes de América: muy hermosos, pero extinguida la primera impresión de su descubrimiento, «no dicen nada»… Nada ha pasado en ellos.

No le parecía extraordinario ver a jóvenes enamorados de mujeres célebres y viejas.

—Las han admirado en una fotografía de escaparate o en un periódico, cuando eran colegiales. Son la primera ilusión de una adolescencia que despierta. Las conocieron en el crítico momento que empieza a subir la savia por el árbol humano, haciendo surgir las primeras flores del deseo.

Briansky no se equivocaba en sus apreciaciones. Boris Satanow, después de vivir en París y Londres en trato disimulado con sus camaradas, había sentido la atracción de la Costa Azul.

Resulta difícil permanecer en el ambiente de los ricos sin verse conquistado por sus placeres. En fuerza de contemplar anuncios colorinescos de Niza, Cannes, Montecarlo o Mentón en todos los hoteles donde residía, en fuerza de escuchar proyectos de inmediatos viajes en las conversaciones de las gentes que le rodeaban, había acabado por sentir un deseo vehemente de conocer dicha orilla del Mediterráneo, Campos Elíseos malditos donde venían a reposar o entregarse a sus diversiones con mayor intensidad todas las clases sociales dominadoras, por cuyo exterminio había él trabajado.

Estando en el Casino de Montecarlo se reconoció una afición que nunca había llegado a sospechar. Amaba las peripecias del juego con un ardor de hombre casto y sobrio. No sintiendo predilección por el vino ni los deleites carnales, estaba preparado, de larga fecha, para las emociones de la lucha del azar, de la batalla tenaz y silenciosa contra la suerte.

Allí vió de cerca, mientras jugaba, a la mujer que tantas veces había pasado por sus recuerdos, y oyó su voz, siendo finalmente tratado por ella como un igual.

En el primer momento, la novedad se la hizo apreciar tal como era. ¡Cuán distinta de aquella mariposa divina, envuelta en luz de oro, que revoloteaba entre jardines de ensueño!… Luego, sus ojos se acostumbraron a la hábil pintura de aquel rostro; a la mirada, seductora por costumbre, de aquellas pupilas artificialmente misteriosas en el fondo de una aureola azul; a las entonaciones infantiles de su voz dulce y acariciadora, que persistía en guardar la misma entonación de los años primaverales.

Despertó además la bailarina en su interior una vanidad de plebeyo, una ambición igualitaria, semejante a la envidia vengadora que lleva provocadas tantas revoluciones. Esta hembra costosa había recibido en su lecho al emperador y pontífice de más de cien millones de seres, dueño absoluto de sus vidas y sus almas, y también a grandes personajes de su corte, generales o ministros. Un gran duque había hecho de ella casi su esposa… Sería curioso que él, descendiente de pobres mujiks, fuese el sucesor del que llamaban sus padres, quitándose el gorro de pieles al nombrarlo, «nuestro padrecito el zar».

Que estuviese ella cerca de su ocaso no disminuía la satisfacción vanidosa de dicho triunfo. Además, estas mujeres de lujo parecen de una juventud inmortal. Pueden dedicar a la defensa de su belleza todas las energías de su voluntad, todos los recursos de su espíritu. Sólo las pobres envejecen.

Satanow sentíase otro hombre al entrar en la antigua «villa» de Cirilo Nicolás, primeramente como amigo de confianza; luego como amante joven, admirado en silencio por su vigor y por una generosidad que le parecía a Olga extraordinaria después de varios años de apuros pecuniarios y de una ruina lenta y en apariencia irremediable. Al fin, Boris había acabado por abandonar su hotel de Montecarlo, instalándose en la principesca vivienda de la bailarina.

La confianza mutua que inspiran las intimidades amorosas rompió al poco tiempo la reserva natural de Boris, aquel laconismo que le acompañaba hasta en los momentos más expansivos de su existencia. La Balabanova supo quién era su amante y cuál el motivo de su permanencia en la Europa Occidental.

Esto no le produjo sorpresa alguna. Estaba acostumbrada a la alta categoría de sus amantes. Todos los hombres más poderosos de allá la habían buscado, y le pareció lógico que los dominadores del presente repitiesen los mismos gestos.

Hasta se exageró a sí misma la importancia de Satanowentre los revolucionarios, haciendo de él algo equivalente a un gran duque de la República de los Soviets. Sólo el recuerdo de sus noches la impidió lamentarse de que este joven, de nombre oscuro entre los suyos, no fuese el enfermo y envejecido Lenin, venido de incógnito a la Costa Azul.

Algo más que la vida anterior de él, abundante en miserias y persecuciones, y los desmanes de aquel Comité instalado en su palacio —allá en la ciudad que ahora se llamaba Leningrado—, preocupó a Olga en sus conversaciones con el bolchevique. Mostró una ardiente curiosidad por conocer la pedrería que había traído disimulada dentro de bombones de chocolate hasta la Europa Occidental.

Boris consultó las notas que llevaba escritas, como honesto y fiel administrador del pueblo, consignando las cantidades en signos, únicamente comprensibles para él. Camaradas de París y Londres le habían servido de mediadores en las ventas de algunas de dichas piedras preciosas, entregando luego su producto a otros camaradas para sostenimiento de periódicos o para preparar una revolución que nunca llegaba a hacerse visible.

La bailarina se llevó ambas manos a la cabeza, tonsurada por detrás, hundiéndolas luego en sus bucles delanteros, para hacer más patente el escándalo y la indignación que provocaban en ella dichas ventas.

—Te han engañado… ¡Esos judíos! Tú eres un niño y no sabes nada de tales cosas. Déjame a mí. Todos los grandes joyeros del mundo me conocen… ¡He tenido con ellos tantos negocios!

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