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Vicente Blasco Ibáñez

"La devoradora"

Capítulo 3

Biografía de Vicente Blasco Ibáñez en Wikipedia

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
La devoradora
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El sapo
El último león
En la boca del horno
En la puerta del cielo
Golpe doble
La condenada
La corrección
La devoradora
La paella del "roder"
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Noche servia
Primavera triste
Tristán el sepulturero
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Un funcionario
Un idilio nihilista
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III

El hombre de carácter más grave y bien equilibrado de todo el Comité, que se reunía en el palacio de la Balabanova, era Boris Satanow.

Dicho Comité, cuyas funciones eran múltiples y mal definidas, estaba compuesto, en su mayoría, por jóvenes que antes de la revolución se dedicaban a perseguir inútilmente la gloria en los campos de las Letras o de las Artes. En realidad, los organismos directivos de la República de los Soviets los habían ido eliminando, hasta aislarlos en este Comité sin finalidad determinada, a causa de la versatilidad de su carácter o su sensualismo extremado. Dicho sensualismo, franco y ruidoso, era incompatible con la austeridad de aquéllos, preocupados únicamente de brutales descuajamientos y supresiones crueles para implantar la soñada reforma social.

No tenía el grupo instalado en el palacio de la Balabanova ningún poder ejecutivo. Sus órdenes carecían de curso al llegar a las otras organizaciones. Las quejas de sus miembros las acogían los personajes importantes de la revolución con la sonrisa del padre que escucha a un hijo travieso incapaz de trabajos serios.

Casi todos ellos eran antes de la caída del zarismo oscuros periodistas, escultores y pintores, más aficionados a exponer a gritos sus teorías artísticas, extremadamente raras, que a una labor seria y continua. Al verse investidos de autoridad, como delegados del pueblo, querían someter las Letras, y especialmente las Artes, a nuevos procedimientos, asombrando al resto de la tierra con sus innovaciones.

Guiados, sin saberlo, por un oscuro instinto de «artistas a la antigua» que aún dormitaba en su interior, habían escogido como residencia el palacio de la Balabanova, regalo del difunto zar, construcción de estilo «versallesco», cuyos salones guardaban aún muebles y telas adquiridos en la época de la gran Catalina.

Algunas de dichas tapicerías irritaron al Comité. Eran del siglo XVIII, con damas de amplia faldamenta danzando sobre praderas de violetas, acompañadas por los violines de unos músicos con peluca blanca y en mangas de camisa, teniendo sus ricas casacas caídas en el césped. El Comité echó abajo muchas estatuas y rasgó estos tapices, recuerdos del zar, escogidos especialmente como una alusión a las habilidades artísticas de la mujer a quien regalaba el palacio. Después de tal destrozo adornaron los salones con simple tela roja, símbolo de la revolución. Y si dichos tapices, convertidos en trapos, no se perdieron para siempre, fue por la intervención del compañero Lunatcharsky, comisario del pueblo, algo así como ministro de Bellas Artes, al cual odiaban los del Comité por su manía reaccionaria de conservar las obras del pasado, sin tener en cuenta su significación.

En los primeros tiempos del régimen comunista, este grupo de jóvenes había adoptado el proyecto de erigir en una de las plazas de Petrogrado una estatua colosal de Luzbel, ángel de la rebeldía. El boceto lo ejecutó a golpes de mazo cierto individuo del Comité, cuyas obras escultóricas ofrecían la rudeza brutal del arte primitivo. Pero tuvieron que desistir del citado proyecto en vista de que otros camaradas habían lanzado la idea de elevar un monumento a Judas Iscariote, confesándose, finalmente, vencidos en esta continua persecución de la paradoja. Luego siguieron reuniéndose para hablar de todo sin ningún propósito determinado, con la facundia dulce de los rusos, y para quejarse de que la revolución no era revolución, ya que los mantenía a ellos relegados en aquel palacio.

Boris Satanow se mostraba el más silencioso. No bebía; escuchaba a todos con los ojos vagos y un aire distraído, como si su pensamiento estuviese siempre a enormes distancias.

De sus camaradas apreciaba con bondadosa predilección al más loco y peligroso, joven poeta que había adoptado como nombre definitivo el pseudónimo con que firmaba sus versos, Floreal, sacado del calendario de la Revolución francesa.

Tampoco Satanow se llamaba así. Su verdadero apellido era Abraminovich, y había nacido judío, lo mismo que otros directores de la revolución comunista, aunque no eran éstos tantos como se imaginaban en el resto de la tierra. Acostumbrado a firmar con el pseudónimo de Satanow sus artículos subversivos, había acabado por adoptarlo como nombre, viendo en él un recuerdo de sus persecuciones y sufrimientos en la época del zarismo. Siendo todavía niño lo hirieron en un motín. Repetidas veces se había visto llevado a la cárcel. Conocía los tormentos del hambre, del frío, y después de la victoria de los suyos continuaba sin esfuerzo amigo de la pobreza.

Este revolucionario de veintiocho años admiraba a los directores del gran trastorno, detrás del cual esperaba ver surgir una Humanidad completamente nueva. Quería imitar a Lenin, dueño de toda Rusia, que se alimentaba parcamente, siendo el primero en respetar las restricciones dictadas en vista de la miseria general. Junto a él encontraba a muchos, igualmente de gustos ascéticos, imponiéndose con el ardor del fanático todas las privaciones que consideraban necesarias, por creer que siendo duros con ellos mismos podrían serlo con los demás, haciendo triunfar finalmente sus doctrinas. Pero veía también, dirigiendo la vida de Rusia, como innoble levadura de toda revolución, un gran número de ambiciosos y de sensuales, anhelantes de gozar, y muchos fracasados del antiguo régimen, que sólo buscaban en la nueva era roja la satisfacción de sus agrios rencores.

Apreciaba a Floreal por ser un instintivo. Un sincero e irrazonado amor al pueblo había empujado a la revolución a este poeta. Además, sentía la necesidad de expansionar en las revueltas populares sus gustos salvajes, exacerbados por el alcohol. Los otros individuos del Comité se gozaban en embriagarlo, envidiosos de su fama popular como versificador. En el palacio de la Balabanova tenía vodka en abundancia, y apenas empezaba a dominarle la embriaguez, despertaban en su interior las almas de cien abuelos mujiks que habían vivido en servidumbre milenaria, aguantando latigazos, y querían a su vez vengarse destruyendo.

Bebía y bebía hundido en un sillón de madera dorada tapizado de seda rosa. Su cuerpo joven y vigoroso se elevaba repentinamente del suelo con simiesco salto; sus manos se agarraban a una gran araña de cristal; ésta, no pudiendo resistir la pesadez de su cuerpo, se desprendía del techo, y el poeta rodaba sobre la rica alfombra —abundante ya en manchas y jirones—, bajo una lluvia de cristales y pedazos de metal, que le herían, haciendo correr su sangre.

En otras ocasiones era un espejo lo que caía con él, ó los transparentes cuarterones de una vidriera. Necesitaba estrépito, destrucción, algo que se derrumbase con él, haciéndole derramar sangre: un simulacro en pequeño del cataclismo revolucionario.

Al ver sus manos y su rostro cubiertos por las crecientes ondulaciones del líquido escarlata, exigía a gritos una pluma. Necesitaba escribir. Había llegado el momento de la inspiración. Sus versos sólo le parecían buenos escritos con sangre, e insensible al dolor, sin permitir que su amigo Boris le vendase, iba trazando sobre el papel estrofas rojas a la gloria de la humanidad futura, ó simples versos de amor a mujeres que habían huido de él, cansadas de recibir golpes casi mortales y verle luego a sus pies derramando lágrimas, llamándolas «madrecita» para conseguir su perdón.

El silencioso Satanow presenciaba con cierta repugnancia las embriagueces de sus compañeros y sus violencias carnales. Obsesionado por sus doctrinas, crueles y humanitarias a un mismo tiempo, no había dejado lugar en su existencia a los goces de la sensualidad. La comunión de los sexos sólo la había conocido en su vida muy contadas veces, y éstas más por curiosidad que por deseo, cumpliendo la función genésica distraídamente. Vivía más en su pensamiento que en la realidad. Como decía Floreal, su abstención de alcohol y su ascetismo para alimentarse hacían de él una especie de misógino. Prefería las mujeres miradas de lejos a como eran en una intimidad real.

Muchas veces le recordó el palacio de la Balabanova uno de los sucesos más interesantes de su adolescencia. Una noche, siendo estudiante de Liceo, había conseguido penetrar en un teatro, durante una fiesta de caridad en la que danzaba la dueña de este edificio, la amiga del emperador.

Era la visión de un mundo en el que Satanow no había entrado nunca; mundo de ociosidad dulce, de opulenta riqueza, de placeres desconocidos para los que viven abajo. Y la Balabanova quedaba en su memoria como un cuerpo inmaterial, hecho de oro fluido, semejante al surtidor de luz que acompañaba sus ligeros saltos, envolviéndola en un halo de gloria.

Tal recuerdo le hizo evitar más de una vez, con disimulada prudencia, la destrucción del palacio de la Balabanova, como si aún quedase algo de ella en aquel dormitorio lujoso por donde Floreal y otros camaradas habían hecho pasar a sus diversas amigas. En otros momentos, al acordarse de que el emperador había regalado este palacio, acogía con indiferencia todas sus devastaciones.

Dos sucesos trastornaron en pocas semanas la vida de Boris. Su amigo Floreal murió en una de sus embriagueces rojas. Tal vez, dedicado a escribir versos con sangre, se olvidó de que ésta seguía manando de sus venas cortadas, sumiéndose finalmente en una inconsciencia mortal… Y como si la desaparición del borracho inspirado se llevase la única razón de existencia del menospreciado Comité, éste fue disuelto. Otro organismo más activo y enérgico tomó posesión del palacio de la Balabanova, y el grupo de artistas paradójicos, viéndose sin local, se esparció, uniéndose fragmentariamente a nuevos núcleos.

Satanow, muy apreciado por los «padres graves» del comunismo, a causa de sus austeras costumbres y su prudencia silenciosa, recibió el encargo de una misión importante en la Europa burguesa.

Rusia se veía traicionada por muchos de sus enviados, que al vivir en la abundancia al otro lado de las fronteras, olvidaban la causa del pueblo, pensando sólo en sus propios goces. La República de los Soviets tenía el deber de provocar el levantamiento de los trabajadores en todas las naciones de la tierra.

Boris, que había hecho estudios en el Barrio Latino de París y viajado poco antes de la guerra por una gran parte de la Europa del Sur, debía fomentar la revolución comunista en dichos países, especialmente en Francia, llevando instrucciones a los camaradas de allá y medios materiales para su ejecución.

La Tesorería de Moscú, pobre en dinero acuñado, era enormemente rica en joyas. La revolución había hecho suyas todas las alhajas que la aristocracia rusa, ostentosa y dilapidadora, pudo reunir en el curso de dos siglos. Las piedras más preciosas de las minas de Asia, e innumerables joyas, obra de los más célebres orfebres de París y Londres, habían ido acumulándose en la corte de los zares. Durante los primeros meses de anarquía comunista, muchas de dichas alhajas desaparecieron. Luego los directores de los Soviets se habían dado cuenta del valor de estos despojos de la Rusia antigua, reuniéndolos para sus necesidades futuras, especialmente para la propaganda exterior.

Un viejo camarada, gran amigo de Lenin, especie de iluminado, humanitario y terrible, que vivía como un asceta, daba de comer a los animales errantes y había ordenado el tiro en la nuca para centenares de personas, explicó al joven el encargo que debía cumplir. Dicho personaje, llamado por unos «el Santo ateo» y por otros «el Inquisidor rojo», hizo ver a Satanow toda la importancia de su misión cuando le aconsejó que fuese pródigo, y llevase una existencia opulenta. Debía vivir como un ruso de la época despótica, como uno de aquellos partidarios de los zares que corrían el mundo ostentosamente. Esto serviría para ocultar mejor su carácter de enviado del pueblo.

La República de los Soviets no había sido reconocida aún por ninguna cancillería europea. Un bloqueo económico hacía sufrir al país enormes miserias. Todos los que inspiraban sospechas de bolchevismo se veían perseguidos en el resto de Europa. Cuantos envíos hacia el gobierno ruso al extranjero eran decomisados.

Satanow debía instalarse en grandes hoteles, llevar la existencia cómoda de un burgués millonario. Esto le permitiría entenderse más fácilmente con los camaradas de cada país que esperaban las órdenes de Moscú. Los comisarios del pueblo tenían confianza en Boris, revolucionario puro, incapaz de olvidar el origen de las riquezas confiadas a su prudencia. Pertenecían a todos, y por lo mismo debía administrarlas con probidad.

Después de hablar así el terrible personaje de voz dulzona y sonrisa patriarcal, le entregó un cofrecito elegante lleno de bombones de chocolate, confeccionados por un antiguo confitero que había sido proveedor del zar y ahora acataba servilmente las órdenes de la policía roja a cambio de un puñado de arenques dos veces por semana y un pan con más tierra que harina.

Estas cápsulas dulces, oscuras, perfumadas, ocultaban cada una de ellas una piedra preciosa: brillantes de numerosos quilates, esmeraldas, zafiros, toda la pedrería desmontada de joyas famosas que habían usado las damas de la familia imperial, las grandes duquesas y las esposas de ciertos personajes enriquecidos en las minas de Siberia.

—Llevas ahí por valor de muchos millones; no sé cuántos. Encontrarás en todas partes algún camarada que entienda de estas cosas y te ayude para su venta. Ya sabes cómo debes emplear el dinero. No olvides nunca que te he recomendado para esta misión de confianza, porque creo conocerte.

Se imaginó Boris, al verse fuera de Rusia, haber retrocedido varios años en su pasado, como si no hubiera ocurrido la gran revolución, como si aún estuviese en tiempo de los zares, cuando era un pobre estudiante, lo vigilaba la policía de todas las capitales, y se veía en la obligación de vagabundear empujado por constantes persecuciones y por la escasez de dinero. Ahora era rico. Se había despojado de su blusa con cinturón de correa y de sus altas botas, uniforme popular que todos los de su clase adoptaron desde los primeros días de la revolución comunista. Iba vestido con la elegancia improvisada y algo vulgar del «nuevo rico», lo que le proporcionaba el verse aceptado en todas partes con mayores halagos que los otros viajeros.

Corrió el riesgo de que le descubriesen al pasar de su país a las naciones colindantes. Luego la policía pareció convencerse de la irrealidad de sus sospechas, y dejó de espiarle.

Boris, sereno y silencioso, despistaba toda vigilancia. Sus papeles estaban en regla; vivía en los hoteles más elegantes, donde sólo se albergaban gentes que prorrumpían en gritos de horror y ponían sus ojos en alto al hablar de los Soviets. Tomaba el té por las tardes en los dancings de moda, siguiendo atentamente las diversiones de un mundo en apariencia feliz, a cuya muerte había asistido allá en su tierra.

Al llegar a todo hotel colocaba ostensiblemente sobre un mueble su elegante cofrecillo de bombones. Varias veces se dió cuenta de que alguien había registrado sus maletas, pero nunca tocaron dicha cajita. Era un compañero de viaje, natural en un joven que no fumaba ni bebía.

En un hotel de Praga notó la desaparición de uno de los bombones. Quedó perplejo. Tal vez la policía había penetrado en su cuarto estando él ausente, y a estas horas examinaba la pequeña cápsula de chocolate, quedando descubierto su secreto.

Luego, la turbación de una criada gorda y rubiaza, que se ruborizó bajo sus fríos ojos inquisitivos, le hizo sospechar que era ella la autora de dicha ratería. Indudablemente, llevaba en el fondo de su estómago más de medio millón de francos sin saberlo. ¿Qué hacer?… No iba a abrirla el vientre. No podía tampoco revelarle su secreto. La valiosa piedra podía volver a salir en una expulsión digestiva, sin que la paciente se diese cuenta de tal pérdida. También podía ocurrir que permaneciese enredada en sus entrañas, originando mortales accidentes.

La prudencia le aconsejó marcharse cuanto antes. Además, deseaba llegar a Francia. Esta vida de comodidades le hacía ver bajo una nueva luz esplendorosa aquel París que había conocido en los tiempos más míseros de su juventud.

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