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"Un pesimista" |
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Biografía de Ciro Bernal Ceballos | |
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Música : Bartok - Seven Sketches, Op. 9b (Sz.44) - 7: Poco lento |
Un pesimista |
Reclinado en un banco de hierro, el más solitario del paseo, meditaba Tiburcio, procurando desenredar la maraña de sus cavilaciones con una psicología endiablada y no pose extravagante. Hallábase en uno de los esos momentos en que el ánimo se agobia porque el dolor de vivir se impone brutalmente en todo el ser. Hacía una laboriosa recopilación de las notas más interesantes de su vida y después de aventurar la memoria en las pesadillas del pasado, encontraba su biografía ocurrida en blanco, plagada de trivialidades y minúsculas anécdotas, sin un solo caso que disculpar pudiese ante sus ojos el objeto de su individuo en la social farándula. ¿Qué enfermedad era esa tan rara y tan infame que así dañaba todos los deseos que hacían vibrar sus sentidos por efímeros períodos? Veía con envidia a los paseantes, adivinando que todo ellos eran tipos de una novela más o menos interesante, figurantes de poco o mucho carácter en el complicado y fanambulesco escenario donde sus apatías y divagaciones le habían obligado a ser un mito. ¿Por qué era tan desdichado si lo mismo que los demás tenía derecho a una porción de los goces que la Tierra, la Madre de todos, está obligada a proporcionar a los vivientes?... Aquella interminable caravana de afortunados que pasaba frente a él, era algo como una burla a las penas que en ese instante, como punzantes cilicios se enroscaban en su ser. Esos burgueses barrigudos, que paseaban con gozo de bestias su porcino bienestar, le injuriaban exhibiendo sus novias, sus esposas, sus hijos, sus carruajes, sus vestidos y su lujo chocante y burdo, le ofendían a él, a Tiburcio, ¡que jamás vio tocada su frente por los labios de una madre, ni estrechó en sus brazos a una enamorada joven ni se emborrachó de agrios deleites en el tálamo del contubernio, ni fue rico, ni elegante, ni amado, ni nada! En el libro de su vida había apuntado la suerte muy fuertes partidas al crédito y ni siquiera unas cuantas cifras al débito. ¡Estaba en quiebra! ¿Qué haría para ser dichoso un poco? ¿Imitar a los demás? No podría. Las doncellas casaderas le parecían estupendamente tontas, los placeres ilícitos le chocaban en el acto mismo de embriagarse en ellos; casarse no lo haría mientras tuviese una partícula de substancia gris en su cerebro. La Hembra es el enemigo malo; cada ejemplar femenino significa una resurrección de la carne con todas sus crueles y morbosas taciturnidades. ¡La carne! El enemigo malo es la Hembra; todas las crueles y morbosas taciturnidades de la carne significan una resurrección en cada ejemplar femenino. Alfredo de Vigny, en un arranque de gran videncia dijo que la mujer es una criatura impura de cuerpo y alma. Sus impurezas son contagiosas y excitan al pecado. De la vida común no debe hacerse cómplice ningún hombre civilizado; el matrimonio acarrea como fatal consecuencia la sucesión, y mientras sobre cada sepulcro escriba el Gran Fundidor un signo de interrogación, la progenitura será una delincuencia porque los hijos, por su condición genésica, traerán siempre a la existencia el fardo de amarguras que abruma con un peso a la familia humana. El Dolor, el Perdurable Verdugo, para consuelo de sus victimarios, debe fenecer, aunque sea degollado por la segur de lo invencible. Si él llegara a formarse un mundo a su antojo, si fuese un hombre superior, uno de esos raros a quienes unos nunca entienden los otros porque son mineros de los mundos internos y persiguen ideales imperceptibles a los estrabismos de la multitud… entonces… entonces… sería también desgraciado… lo presentía por adivinación. Los artistas sufren más en ese sentido que el ignorante vulgo porque las sensaciones que se engendran en sus temperamentos son más delicadas y hacen tremar sus espíritus con mayores sensibilidades. Labrunié… Maupassant… Goncourt… y aun el mismo Byron, ese Lord fantástico que hizo de su vida una dramática odisea y de su muerte una grandiosa pose, fueron también inconscientes víctimas de esa diátesis que a Tiburcio aniquilaba. Y después de todo, no era la dicha completa lo que él anhelaba; el Walhala está muy lejos; necesitaba una tranquilidad mística, la paz con todas las punzadoras voluptuosidades del olvido; necesitaba una anestesia de las facultades pensantes que inyectara con jugo de adormideras todas sus vísceras sensibles y trocara sus degenerados nervios en cuerdas insonoras. El objeto de existir sería excelente para los buenos vividores; pero en sus fines concretos nada valía al condensarse en ese jeroglífico de lo desconocido que apesadumbra sin cesar a los necios y a los sabios. Maldita la gota seminal que fecundó al vientre de la que lo hizo hombre y lo crió a sus pechos, maldita esa hora gloriosa en que el himno erótico elevado en alas de Afrodita robó a los Ebieternos Misterios un alma para hacerla inquilina de su cuerpo, malditos ellos, malditos hasta la consumación de las edades. Y ni siquiera le estaban permitidos los delirios del creyente, porque todos los ritos religiosos habían resbalado sobre su epidermis sin dejarle huellas interiores. La más hermosa de las sectas le había producido una emoción mezquina. ¿Jesús qué hizo? Poseía sin duda un cosmopolitismo elevado a las más imponderables excelencias; predicó doctrinas anárquicas y disolventes; bendijo al lecho de la paria, la estera del paralítico y la abyección de los levitas; con sus sabias y desconsoladoras parábolas, infundió en la muchedumbre el germen de todas las rebeliones y a la inmortal proclamación de su evangelio surgieron los mártires del cristianismo y las fieras hambrientas de Tiberio. Era altruista y su exótico lirismo lo arrojó con el peso de una acusación infame al pretorio de los judíos. Pilatos se lavó las manos y fue tan cobarde que estando convencido de su inocencia lo abandonó a las cóleras de una soez turbamulta. Pasó por la calle de la Amargura con la cruz al hombro. Era su arma. Allí fue escupido, calumniado, abofeteado, flagelado, befado e injuriado por la plebe y los escribas; sudor candente brotaba de su rostro, sus plantas desnudas sangraban en los guijarros del camino, su vestidura grana estaba desgarrada y con manchas de cieno, sus carnes magulladas por los golpes, sus músculos exangües, la corona de espinas acribillaba en un círculo de púas su cráneo de vidente. Ashaverus le negó su puerta. Lo sacrificaron entre dos ladrones. En los tremendos instantes de la agonía tuvo sed y pidió agua. Sus labios mortecinos chuparon entonces una esponja empapada en vinagre. Después, sus increíbles padecimientos se convirtieron en un divino símbolo que profanaron todos. Su efigie fue el emblema que puso el pontífice blanco en su bandera negra. Presidió los crímenes de la Inquisición. Acompañó a los delincuentes al cadalso. Sirvió para consumar los juramentos. Arrancó a la mujer del hogar para envilecerla en el claustro y al varón de la estepa para hacerlo eunuco en la celda. Y en la edad hierática los campos quedaron yermos y las hembras no parieron. Sufrió con santa paciencia, dolores, martirios, ingratitudes y escarnios porque amaba a la humanidad y quería regenerarla. Hizo mal. Si hubiera predicado el embrutecimiento universal los hombres se habrían redimido. ¿Qué ha sobrevivido a tantas epopeyas? ¡Nada! La sangre corrompida será el óleo que unja a la legión de vengadores que después de producido un cataclismo sin igual levante sobre ruinas hedentes a pólvora quemada las cinco letras de su trágica palabra: Nihil. Demolerlo todo será preparar el perfeccionamiento por medio de la evolución. Hay una sabia justicia que desenmaraña los cabellos de Medusa y con hebras invisibles sabe unir las causas con las consecuencias para encender la aureola del martirio en la frente de Valjean el galeote y salvar de la torpe ley mosaica a la mujer adúltera. Ya muy tarde, cuando el paseo estaba completamente solitario se levantó Tiburcio, y contemplando las estrellas que abrían su luminoso cáliz, gritó con voz siniestra: –¡La anarquía! Y se aventuró a las tinieblas como si allí estuviese oculto el secreto de la victoria. |
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