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Gustavo Adolfo Bécquer

"Un boceto del natural"

3

Biografía de Gustavo Adolfo Bécquer en Albalearning

 
 
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Un boceto del natural
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III

El poco resultado de mi estratagema me puso de tan mal humor que so pretexto de que la recién llegada necesitaría descansar de las fatigas del camino, abrevié la visita y me marché a la calle.

Necesitaba respirar un poco el aire libre, coordinar mis ideas, darme cuenta a mí mismo de lo que me estaba pasando. Luisa, al despedirme de ella, me había encargado mucho que no dejase de buscarlas a la mañana siguiente para dar un paseo por la orilla del mar. Aunque no me dijo nada de si asistiría o no Julia a este paseo, yo supuse que, fatigada del viaje, no se encontraría de humor para madrugar tanto, y esta idea me animó a acudir a la cita.

A decir verdad, tenía como miedo de volver a encontrarme frente a frente con aquella mujer sin que me diesen primero algunos pormenores sobre su carácter y su historia, y esto nadie podría hacerlo mejor que Luisa, que ya la había calificado de original al anunciármela.

Aquella noche la pasé en claro revolviendo en la fantasía tanto disparate, que apenas comenzó a azulear en las vidrieras de mi balcón la primera luz del día, salté de la cama, me vestí apresuradamente y salí por las calles a esperar la hora señalada, paseándome al fresco y tratando de desechar las ideas absurdas que hervían en mi cabeza.

No sé cuánto tiempo anduve vagando de un lado a otro como un sonámbulo, hablando a solas y tropezando con todo el mundo; lo que puedo decir es que cuando llegué a casa de mis compañeros de temporada, ya estaban vestidos y esperándome, según me dijeron, hacía cerca de una hora.

- Y la primita, ¿descansa aún? - pregunté a Elena.

- No tal - me contestó- ; viendo que se retardaba la hora de salir, se ha decidido a levantarse para acompañarnos.

En aquel momento llegó Julia; parecía otra mujer; nada más ligero y elegante que su sencillo traje color de rosa; nada más fresco y gracioso que su sombrero de paja de Italia, cuyas anchas cintas de gro blanco se anudaban debajo de su barba con un gran lazo de puntas sueltas y flotantes. Estaba descolorida como el día anterior; pero sus facciones eran tan delicadas que la luz parecía transparentarse a través de ella. Sus inmensos ojos, cuyas pupilas se dilataban desmesuradamente en la misteriosa sombra del crepúsculo, estaban entonces entornados, como defendiéndose de la deslumbradora claridad del día. En sus labios delgados y encendidos, en los cuales creí observar en mi primera entrevista una expresión irónica, brillaba una sonrisa tan ingenua e inocente como la de los niños cuando se ríen durmiendo, porque según sus madres ven pasar a los ángeles sobre su cabeza.

Esta inesperada transformación echó por tierra todos los castillos en el aire que había formado hasta allí, tomando por base su desdeñoso ademán, su altivo silencio y la fantástica y extraña expresión de su rostro. Yo esperaba encontrar a la misma mujer impasible y misteriosa de la tarde anterior, y al ver a la Julia de leyenda, súbitamente convertida en una muchacha risueña, de fisonomía simpática y maneras aniñadas y graciosas, más bien que sereno y animado, me sentí nuevamente sobrecogido y temeroso.

Decididamente, aquella mujer se había atravesado en mi camino para confundirme y desesperarme.

Emprendimos nuestro paseo en dirección a la playa. Durante el camino hablamos de cosas indiferentes. Mi idea era hacer que Julia tomase parte en la conversación de un modo indirecto. Para esto hice todo lo posible por no dirigirle la palabra a fin de que no trasluciera mi deseo de oírla hablar; pero este ardid no me valió tampoco. Casual o deliberadamente, Julia no despegó sus labios, a pesar de que en varias ocasiones vi que los movía con intención de pronunciar algunas palabras arrepintiéndose antes de decirlas.

Muchas veces, hallándome con personas que bien por diferencias de carácter, de educación o de aspiraciones, estaba seguro que al decirles ciertas cosas que asaltaban mi imaginación, no habían de comprenderlas, me había sucedido detenerme de pronto antes de hablar, y guardando a mi vez un silencio que acaso parecería desdeñoso. ¿Será que esa mujer cree que su inteligencia está por cima de la esfera vulgar en que nos agitamos, que no hay entre nosotros quien la pueda apreciar en lo que vale? Esta pregunta, que no pude menos de dirigirme al ver frustrados todos mis planes, hirió mi amor propio y, sin saber por qué, me sentía confuso y humillado. «No hay duda - dije- , yo estoy combatiendo con armas desiguales; Julia me oye hablar de bagatelas y majaderías con sus primas que, después de todo, no son más que unas mujeres tan vulgares como todas y desde lo alto de su superioridad me juzga o tan materialmente prosaico como Luisa, o tan ridículamente sensible como Elena. ¡Oh, si pudiera hablarla a solas, si pudiera hacerla comprender que yo tengo aquí dentro del corazón y la cabeza algo que no sé si es grande, pero de seguro no es vulgar!

En esto llegamos al término de nuestro paseo, que era un pequeño caserío blanco como la nieve y situado en una altura donde se dominaba parte de la costa y del mar, que se dilataba inmenso a nuestros ojos hasta tocar y confundirse con el cielo.

- Mire usted - me dijo Luisa apenas hubimos llegado, señalándome con el dedo el horizonte- . ¡Mire usted qué cosas tan preciosas hace el sol en el agua! Si parece que todo el mar está lleno de pedacitos de oro que van saltando.

- ¡Qué hermoso es el mar! - exclamó a su vez Elena- . Yo le digo a usted francamente que pasaría gustosa toda mi vida en este caserío escuchando el murmullo del oleaje y respirando este viento que parece que acaricia cuando pasa.

En efecto, el espectáculo que ofrecía a nuestros ojos era magnífico.

Yo tendí la mirada por aquel mar sin límites y, sintiéndome lleno de su inmensa poesía, estuve a punto de prorrumpir en un himno. Por fortuna, en aquel instante me asaltó a la imaginación el recuerdo de Julia y me pareció verla aún sonreírse con aquella sonrisa irónica que tanto me había herido en una ocasión semejante, y me contuve y fijé en ella la mirada para sorprender sus impresiones en la expresión de su rostro.

Julia se había quitado el sombrero; parte de su cabello oscuro, descuidadamente recogido, flotaba a merced del aire. Su rostro había sufrido una nueva transformación, sus desmesurados ojos habían vuelto a abrirse de par en par, sus luminosas pupilas se habían dilatado otra vez y su mirada flotaba, sin fijarse en un punto, entre el vapor de fuego que cortaba el horizonte como una línea de oro.

¡Un himno al mar!, necio de mí; yo haber creído un momento que podía hacerse, que había palabras bastantes; pero no. El verdadero himno, el verbo de la poesía hecho carne, era aquella mujer inmóvil y silenciosa cuya mirada no se detenía en ningún accidente, cuyos pensamientos no debían caber dentro de ninguna forma, cuya pupila abarcaba el horizonte entero y absorbía toda la luz y volvía a reflejarla. Hasta que no las vi unas enfrente de otras, no se me revelaron en toda su majestad aquellas tres inmensidades: el mar, el cielo y las pupilas sin fondo de Julia. Imágenes tan gigantescas sólo podían copiarlas aquellos ojos. «¡Oh! - pensaba yo mirándola- , ¡quién fuera un dios para poder sentir bajo su frente las vibraciones de la inteligencia embriagada de inmensidad, de luz y de armonía!»

Julia se mantenía aún inmóvil y en silencio; yo la contemplaba absorto, cuando Elena se le acerca y, sacándola de su éxtasis, le dijo con cierto énfasis:

- Y a ti, ¿te gusta el mar?

Yo creí que no contestaría. La pregunta aquella, dirigida a una mujer de sus condiciones, no merecía verdaderamente más contestación que el silencio. Julia, en efecto, pareció dudar un instante; pero después, tornando a sonreírse con aquella sonrisa extraña que le era peculiar, se limitó a responder:

- Sí; me parece bonito.

¡Bonito el mar! ¡Qué inmensa ironía no revelaba esta frase! Al oírla, comprendí cuán pequeño me habría considerado al decirme la tarde anterior: «Yo entiendo poco de música».

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