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Biografía de Gustavo Adolfo Bécquer en Albalearning | |
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Un boceto del natural |
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I Me encontraba accidentalmente en un puerto de mar, durante la estación de baños. Merced a mi antiguo conocimiento con una familia que, aunque establecida en la corte, acostumbraba pasar dos o tres meses del verano en aquel punto, había logrado hacerme en pocos días de algunas agradables relaciones entre las personas más distinguidas de la población. Después de haber sufrido en materia de amores, no diré desengaños, sino alguna que otra contrariedad, explotaba por aquella época el filón de las amistades femeninas. Entre las varias mujeres con que había intimado, fiel a mi propósito de cultivar ese género de relaciones que se mantienen en el justo medio de las simpatías, se contaban dos hermanas, las dos bonitas, las dos discretas, a pesar de que la una pecaba un poco de aturdida, mientras la otra tenía de cuando en cuando sus puntas de sentimentalismo. Esta misma diferencia de caracteres era para mí uno de los mayores alicientes de su trato; pues cuando me sentía con humor de reír, me dedicaba a pasar revista a todas las ridiculeces de nuestros compañeros de temporada en unión con Luisa, que así se llamaba la más alegre de genio, y cuando, por el contrario, sin saber por qué ni por qué no, me asaltaban esas ideas melancólicas de las que en vano trata uno de defenderse cuando se encuentra entre personas de diverso carácter, daba rienda suelta a mis sensiblerías, charlando con Elena, que éste era el nombre de la otra, de vagos presentimientos, pesares no comprendidos, aspiraciones sin nombre, y toda esa música celeste del sentimentalismo casero. Así, bromeando y riendo a carcajadas con ésta, cuchicheando a media voz con aquélla o hablando indiferentemente con las dos de música, de modas, de novelas, de amor, de viajes, comunicándonos nuestras impresiones, revelándonos nuestros secretos, revelables entre amigos, refiriéndonos nuestras aventuras o echando planes sobre el porvenir, pasábamos la mayor parte del tiempo juntos, ya en su casa, donde comía algunas veces, ya en los paseos que proyectábamos a los alrededores de la población o en el camino del baño, adonde las acompañaba todas las tardes. Una de estas tardes, que fui como de costumbre en su busca para acompañarlas al baño, encontré la casa removida, los criados revueltos, un saco de noche por aquí, una maleta por allá, todas las señales, en fin, que indican un viaje próximo. - ¿Qué es eso? - pregunté a Luisa, que fue la primera que salió a recibirme- . ¿Se marchan ustedes? - No - me contestó- ; es que acaba de llegar mi prima Julia, que viene a pasar una temporada con nosotras. - Siendo así - dije, tendremos una nueva compañera de tertulias y de excursiones. - Seguramente - añadió Luisa, tendremos una nueva compañera, aunque bastante original. Y al decir esto acompañó sus palabras con una sonrisa maliciosa. - Pero... pase usted - se apresuró a añadir, viendo que yo permanecía irresoluto y aún con el sombrero en la mano en el dintel de la antesala- ; pase usted al gabinete, que aun cuando no salimos esta tarde, charlaremos un rato y conocerá usted a Julia, que está en el tocador con Elena, y pronto acabará de vestirse. Esto diciendo, hizo señas a un criado para que me tomase el sombrero, me condujo al gabinete y haciéndome una graciosa reverencia me dijo con coquetería: - Ahora va usted a dispensarme si le dejo a solas un ratito porque yo también tengo que arreglarme un poco. - ¡Una compañera original! - exclamé ya maquinalmente cuando hubo desaparecido Luisa- . ¿Qué entenderá ésta por original? ¿Será original por la figura o por el carácter? Tengo deseos de conocerla. ¡Original! Precisamente eso es lo que no me parece ninguna de las que conozco. ¿Será fea? ¿será tonta? Pero nada de esto es raro, sino por desgracia harto común. ¡Señor! ¿Qué particularidad tendrá esa mujer que tan esencialmente la diferencia de las otras mujeres? Y embebido en estas ideas, me puse a hojear distraídamente el álbum de Elena que encontré sobre un velador. En aquel álbum, y entre un diluvio de muñecos deplorables y de versos de pacotilla, vi algunas hojas en las cuales las amigas de colegio de Elena, como para dejarle un recuerdo, habían escrito sus nombres, éstas al pie de una mala redondilla, aquéllas debajo de tres o cuatro renglones de mediana prosa, en que ponderaban su amistad y la hermosura de la dueña del álbum, o aventuraban uno de esos pensamientos poéticos de que todas las niñas románticas tienen como una especie de troquel en la cabeza. Ya iba a dejar el álbum sobre el velador, cuando al volver una de sus hojas fijé casualmente la vista en unos garrapatos, hechos tan a la ligera, que sólo merced a un detenido examen pude averiguar que aquellas líneas extrañas tenían la pretensión de ser letras y que el todo formaba el nombre de una mujer. En efecto, en aquella hoja, la prima de Elena, contrastando en su laconismo con el fárrago de inocentadas de sus otras compañeras de pensión, se había limitado a poner Julia; ni más verso, ni más prosa, ni apellido, ni rasgo de firma: Julia, y esto así, de una vez, como quien escribe sin mirar; más con la intención que con la mano; sin otros perfiles ni adornos que algún borrón suelto o esos salpicones de tinta que deja la pluma cuando, llevada con descuido y velocidad, parece como que va saltando sobre el papel. Yo he leído en alguna parte que hay ciertas reglas sacadas de la observación para conocer el carácter de la persona por sólo su escritura. Dificulto que esto pueda constituirse, como la frenología o la fisionomía, en una ciencia, ni aun por sus más adictos partidarios; pero no hay duda que, por un sentimiento vago e instintivo, siempre que vemos un autógrafo cualquiera, se nos antoja que conocemos ya, aunque de un modo confuso, la persona a quien pertenece. No obstante que yo sabía que las personas que hacen las letras de tal hechura es porque son nerviosas, y las que no porque son linfáticas, y que los melancólicos escriben de esta manera y los alegres de la otra, toda mi pericia caligráfico-moral se estrellaba en el análisis de aquel nombre compuesto de cinco letras, de las cuales ésta era estrecha y tendida, la otra redonda y grande, mientras las de más allá tenían forma apenas, o se adivinaban más por la intención que por los rasgos. A primera vista, y juzgando por la impresión, cualquiera hubiese dicho que la persona que había puesto su nombre en aquella hoja de aristol no sabía escribir. Pero quedarse en este punto de la inducción sería quedarse en la superficie de la cosa. Yo me engolfé en el terreno de las suposiciones y creí ver en aquellos rasgos desiguales la señal evidente de que Julia escribía poco, y escribía, no como por un mecanismo, sino con el mismo desorden, la lentitud o la prisa del que habla: al escribir, entre sus manos, sus facciones y su inteligencia, debían existir movimientos armónicos. Al ver detrás de tanta y tanta majadería como se encontraba en el álbum de Elena aquella inmensa página en blanco con cuatro letras borrajeadas de cualquier modo, diríase que un genio superior, Byron o Balzac, por ejemplo, instado por una señorita impertinente, y no pudiendo eludir el compromiso, había trazado allí con desdén su nombre. No hay duda - exclamé arrojando el libro sobre el velador- , si continúo media hora más tratando de resolver este enigma, acabaré por fingirme en la imaginación alguna locura de las que yo acostumbro... Afortunadamente la realidad está cerca. Y al decir esto, me levanté para saludar a mis amigas, cuyos elegantes trajes de seda oía crujir en la sala, y cuyos menudos pasos sentía aproximarse en dirección al gabinete. |
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