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Biografía de Gustavo Adolfo Bécquer en Albalearning | |
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Música: Nocturno, Op.62, No2 de Chopin |
¡Es raro! |
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II Sería enfadoso explicar cómo, pero es el caso que Andrés mejoró algo de posición, y viéndose con algún dinero, dijo: -¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener una mujer es preciso mucho; los hombres como yo, antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle, y hacer un paraíso de Madrid cuesta un ojo de la cara... Si pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo! No hay animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo había de querer mi perro, cómo se divertirían el uno con el otro y yo con los dos! Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función dirigiose maquinalmente al corral, donde esperaban ensillados los que habían de salir a la lidia. No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí puedo asegurarles que, sin creerme tan sensible como el protagonista de esta historia, he tenido algunas veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la lástima que me ha dado de ellos. Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al encontrarse en aquel sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los huesos y la crin sucia y descompuesta, aguardaban inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa muerte que había de poner término, dentro de breves horas, a la miserable vida que arrastraban; otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre y comían, o, hiriendo el suelo con el casco y dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos. ¡Cuántas manos aristócratas habrían acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado en su carrera, y ahora todo era juramentos por acá, palos por acullá, y por último, la muerte, la muerte con una agonía horrible, acompañada de chanzonetas y silbidos! -Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su confusa inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y expiran con una contracción espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre es algunas veces inconcebible. De estas reflexiones vino a sacarle la aguardentosa voz de uno de los picadores, que juraba y maldecía mientras probaba las piernas de uno de los caballos, dando con el cuento de la garrocha en la pared. El caballo no parecía del todo despreciable; por lo visto, debía de ser loco o tener alguna enfermedad de muerte. Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería de costar mucho; pero ¿y mantenerlo? El picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a salir; nuestro joven vaciló un instante y le detuvo. Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto de hora convenció al jinete para que lo dejase, buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con él. Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros. Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar loco. -Mucha leña en él -le dijo un inteligente. -Poco de comer -le aconsejó un mariscal. El caballo seguía en sus trece. -¡Bah! -exclamó al fin su dueño-: démosle de comer lo que quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El caballo no era viejo, y comenzó a engordar y a ser más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y que nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía éste: -Así no me lo pedirán prestado, y en cuanto a rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de tal modo, que Andrés sabía cuando el caballo tenía ganas de hacer una cosa y cuando no, y a éste le bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse o partir al escape, rápido como un huracán. Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse de tal modo con su nuevo camarada, que ni a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto, cuando se perdía al escape entre una nube de polvo por el camino de los Carabancheles, y su perro le acompañaba, saltando y se adelantaba para tornar a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle, Andrés se creía el más feliz de los hombres. |
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