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Emilia Pardo Bazán en AlbaLearning

Emilia Pardo Bazán

"La ventana cerrada"

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La ventana cerrada
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-Si alguna febril curiosidad he padecido en mi vida -declaró Pepe Olivar, el original escritor que hizo ilustre el prosaico seudónimo de Aceituno-; si me convencí prácticamente de que por la curiosidad se puede llegar a la pasión, fue debido al enigma de una ventana cerrada siempre, y detrás de la cual supuse que vivía, o más bien que moría, una mujer a quien no conseguí ver nunca... ¡Nunca!

-Eso parece leyenda de antaño, cuento misterioso de la época romántica -exclamó uno de nosotros.

-¿Y tú te figuras, incauto -repuso Aceituno sarcásticamente-, que ha inventado algo el Romanticismo? ¿Supones que no hubo románticos sino allá por los años del treinta al cuarenta? ¿Desconoces el romanticismo natural, que no se aprende? ¿Piensas que la imaginación puede sobrepujar a la realidad? Las infinitas combinaciones de los sucesos producen lo que ni aún entrevé la inspiración literaria. De esto he tenido en mi vida muchas pruebas; pero la historia de la ventana... ¡ah!, esa pertenece no al género espeluznante, sino a otro, poco lisonjero ciertamente para mí... Con todo, no careció de poesía: poesía fueron, y poesía de gran vibración, las violentas emociones que logró producirme.

Supón que yo era muy muchacho: iba a cumplir los diecinueve, y desde C*** acababa de trasladarme a Madrid para completar mis estudios en la Facultad de Medicina y despabilarme (así decía mi padre, que me tenía por un rapaz encogido y torpe). Es frecuente que los chicos, por exceso de sensibilidad, parezcan lerdos; así me pasaba a mí; andaba por el mundo como dormido, mientras en mi interior se representaban novelas, dramas y tragedias, siempre con el mismo protagonista, siempre con el mismo protagonista: el pobre estudiante de Medicina, que desde el balcón de una casa de huéspedes de las más baratas miraba pasar el torbellino de la corte, el descenso de los elegantes trenes hacia el paseo y los toros, el movimiento incesante, vertiginoso, de una de las grandes arterias madrileñas.

Dominaba mi balcón del cuarto piso no sólo la ancha calle que sabéis, sino las estufas, dependencias y jardines de cierto magnífico palacio. Cuando el bullicio callejero me aburría; cuando, rendido de estudiar para prepararme a los exámenes o de tragar libros y almacenar conocimientos, o de darme un atracón de versos, soñaba con siestas en el campo y excursiones al través de las rientes campiñas galaicas reposaba fijando la vista en lo que familiarmente llamaba «mi jardín». Dada la penuria de vegetación del interior de Madrid, el tal jardín se me figuraba un oasis consolador de la estrechez de mi cuarto, del tiesto de albahaca tísica que cultivaba mi patrona, de la falta de dinero para salir al campo los domingos. Frondosos y crecidos eran los árboles que sombreaban la fachada del palacio; pero, en otoño, los de hoja caduca, al despojarse de su rozagante vestido verde, me descubrían, en el segundo piso, en el ángulo del edificio, muy distinta del pórtico por donde salían los carruajes, «la ventana»...

Al pronto no extrañé que aquella ventana, alta y rasgada, fuese la sola que jamás se abría, la única que, protegida siempre por el abrigo de su tupido cortinaje de seda, permanecía velada como un santuario y cerrada como la reja de una prisión. Así que caí en la cuenta, lo único que me atraía del palacio espléndido era la ventana dichosa. Mi vista, que antes registraba afanosamente los dorados salones, las bien decoradas estancias, los gabinetes llenos de delicados chirimbolos, el lujo severo del comedor, con sus bandejas de plata repujada, y sus flamencos tapices -cosas que daban idea de una vida superior, desconocida para mí-, ahora desdeñaba tal espectáculo, y «atraída por un imán más poderoso», como dice Hamlet, no se apartaba del ángulo del edificio, de la ventana nunca abierta.

Con insinuantes preguntas a mi patrona, haciendo charlar a mis compañeros de hospedaje y café, que se jactaban de conocer a fondo la crónica madrileña, quise averiguar la biografía de los moradores del palacio. Si bien todos afirmaban saberla a ciencia cierta y con pelos y señales, al precisar solo obtuve datos truncados y hasta contradictorios, que me pusieron en mayor confusión.

El dueño del palacio era un opulento magnate que había pasado larguísimas temporadas en el extranjero desempeñando altos puestos diplomáticos. Por su alejamiento de la Patria y por su carácter reservado y altanero, tenía en Madrid, escasos amigos y contadas relaciones, y era de los que ni se dejan ver ni quieren gente. Al tratarse de la familia del señorón, empezaban las opuestas versiones y las noticias novelescas. Según unos, el magnate estaba viudo de cierta bellísima inglesa, y tenía consigo a una hija no menos hermosa, único fruto de su enlace; según otros, la inglesa no había muerto y residía en el palacio secuestrada por los bárbaros celos del esposo... Gentes de imaginación volcánica aseguraban que la dama emparedada del palacio no era sino una odalisca robada en Constantinopla, y muchos la convertían en princesa circasiana venida de los países donde es más puro el tipo humano en la raza blanca, y donde la mujer, satisfecha con tener a su lado al señor y dueño, no aspira ni a sentar en las losas de la calle su diminuta babucha bordada de perlas... Estas suposiciones, me derramaron en las venas vitriolo y fuego. ¡Recuerdo que frisaba yo en los veinte años, y que no había amado aún! Noches enteras me pasé fantaseando la ventana cerrada que guardaba, a mi parecer, la clave de mi destino. Con el corazón palpitante espiaba la aparición de la mujer que alguna vez, fatalmente entreabriría el cortinaje y pagaría mis miradas con una sola, resumen de la dicha... No me cabía duda; la primera ojeada de la cautiva sería chispa de rayo, premio de mi insensata y romancesca devoción... Me procuré unos gemelos marinos para mejor escrutar el arcano de la ventana. Conté las mallas del encaje del transparente, las bellotas de pasamanería del cortinaje doble, los arabescos del brocado... Cuando se encendían dentro las lámparas, yo veía pasar y repasar una sombra gallarda, esbelta, ya arrastrando flotante bata, ya ceñida por severo traje oscuro; sombra divina, cuerpo de mi ensueño loco... ¿Lo creerán o dirán que exagero? Hasta tal punto me sacaban de quicio la dama invisible y la ventana cerrada, que eran indiferentes a mi juventud fogosa todas las mujeres y se me hacía aborrecible la lectura como no encontrase en los libros alguna situación semejante a la mía...

¡Los planes que forjé! ¡Los delirios que se me ocurrieron! ¿Por qué secuestraban a aquella mujer celestial? ¿Qué tirano, qué verdugo era el magnate? ¡Qué nombre daba a sus derechos? ¿Padre? ¿Marido? ¿Raptor y amante celoso? ¿Había yo de tolerar el crimen? ¿No podía el oscuro estudiante, el cero social, libertar a la prisionera? ¿Tanto costaba escalar la tapia, salvar la puerta, aprovechar descuidos de los servidores, deslizarse escalera arriba, aparecer de súbito en el cuarto de la hermosa, caer a sus pies y decir en voz conmovida: «Aquí me tienes; el cielo te depara un redentor»?

Sólo que del pensamiento al hecho... A pesar de mi fiebre amorosa y heroica, el aspecto señorial del palacio, la gravedad del portero de librea de gala, lo sólido del enverjado, los ladridos roncos del colosal dogo de Ulm, la saludable memoria del Código y también la certidumbre de mi bolsillo vacío (no hay cosa que así cohíba), hacía que mis propósitos se desvaneciesen como el humo. Y quiso la pícara casualidad que una mañana que me levanté muy resuelto, al mirar al jardín y al palacio, pensé que me daba un accidente... La ventana, la ventana estaba abierta de par en par.

Exhalé un grito, asesté los gemelos... La habitación, un elegante y muelle boudoir femenino, se encontraba vacía, desierta, solitaria... Recorrí las demás ventanas del palacio, todas abiertas, y en los salones ni alma viviente... El portero, ya sin librea, fumaba en el jardín; dos mozos retiraban plantas y jarrones a la estufa. Bajé mis cuatro pisos, crucé la calle, me llegué a la verja, tiré de la campana, pregunté... los señores, la víspera, se habían marchado a Berlín.

-¿Y llegaste a averiguar, ¡oh insigne Aceituno!, quién era la dama secuestrada?

Pepe Olivar sonrió con ironía y humorismo, no sin mezcla de tristeza y nostalgia, su sonrisa propia, la marca de su estilo.

-Reíos también, ¡es muy chusco! Era la esposa del magnate una inglesa... y secuestrada, ya lo creo..., pero por su propia voluntad, único medio de que no rompa sus hierros una mujer. Esta padecía una enfermedad de la piel; una de esas afecciones tercas que desfiguran el rostro. De flor de Albión se había convertido en berenjena madura..., y como la prescripción era evitar la más leve corriente del aire, no salía del tocador... Por otra parte, no quería que la viese nadie con la cara echada a perder. Un doctor alemán restauró las rosas y la nieve de aquella faz, que yo adoré sin haberla visto.

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