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Emilia Pardo Bazán en AlbaLearning

Emilia Pardo Bazán

"Martina"

Cuentos de amor

Biografía de Emilia Pardo Bazán en AlbaLearning

 
 
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Música: Mozart Concierto para violín y orquesta nº 3
 
Martina
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Hija única de cariñosos padres, que la habían criado con blandura, sin un regaño ni un castigo, Martina fue la alegría del honrado hogar donde nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó a decir que era bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de Martina, atraídos por la juventud y la buena cara, unidas a no despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la anatomía de sus pretendientes, obedeciendo a ese instinto de hostilidad burlona que caracteriza el primer período de la juventud.

Así pasaron tres o cuatro inviernos; en Marineda empezó a susurrarse que Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media naranja le sería difícil.

Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de Artillería Lorenzo Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien un poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por parecer ameno y expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido y de un respeto a sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en afectación; sin que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su cara morena, de oscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay más de lo necesario para sorber el seso a una niña provinciana, hasta sin pretenderlo, como, en efecto, no lo pretendía Mendoza al principio. Las bromas de los compañeros, la fama de «picar alto» de Martina y también su atractivos y gracias, su belleza en plena florescencia entonces impulsaron a Mendoza a acercársele, a preferir su conversación y, poco a poco, a cortejarla.

El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha, pudo tomar a Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir que su sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como ardiente rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas.

Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía alternativamente roja y pálida; sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos, enfriábanse sus manos de emoción; y a las primeras palabras del capitán, un gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de éxtasis.

Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para esconder un sentimiento puro y legítimo. Si no fue la envidia, fue la curiosidad la que escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una casa para encontrar un arma oculta y herir con ella. Y averiguose sin gran esfuerzo, porque casi todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin ilación lógica que Mendoza, al venirse, había cortado una de esas historias pasionales, borrascosas, largas, complicadas; un imposible adorado y funesto, de esos lazos que obligan a huir a los confines del mundo y que, elásticos a medida de la ausencia, no siempre se rompen por mucho que se estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al vulgo, opinaban los curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado inmediatamente a su tirana, la cual, sobre costarle desazones y amarguras sin cuento, ni era niña ni hermosa. Al lado de aquel capullo, de aquella Martina cándida y radiante como un amanecer y que llevaba en sus lindas manos un caudal, ¿qué podía echar de menos el bizarro capitán de Artillería?

Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia vieja al padre de Martina, seguros de que él, solícito e inquieto, a su hija se lo había de contar. No se equivocaban; una noche, en el paseo del terraplén, a la hora en que la salitrosa brisa del mar refresca el rostro y vigoriza el ánimo, y en que la música militar, sonora y vibrante, cubre la voz y sólo permite el cuchicheo íntimo y dulce de los enamorados, Martina preguntó lealmente y Lorenzo contestó turbado y sombrío... ¿Quién se lo había dicho?... Tonterías. Eran cosas pasadas, bien pasadas; muertas y bien muertas. Mendoza no comprendía ni por qué las recordaba nadie, ni a santo de qué las sacaba a relucir Martina... Y ella, alzando los ojos llenos de lágrimas y relucientes de pasión, sonriendo de aquel modo extático suyo, olvidando el lugar donde se encontraban, murmuró hondamente:

-No me he de casar con otro sino contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo estorbe.

Conmovido, sin darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó y buscando disimuladamente la mano de la muchacha y estrechándola con apretón furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales expansiones, le murmuró al oído:

-Pues no hay nada.... y por mí que sea prontito... ¡Te quiero!

Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que venía detrás, exclamando:

-No estoy bien... Llévame a sentarme... ¡El brazo!

Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño rara vez; y de allí a dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era noticia oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía el mobiliario y alojamiento de los novios.

Se fijó la ceremonia para fines de septiembre. ¿Qué falta hacía esperar? El amor que está en sazón debe cogerse como la fruta madura. Iban llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de joyas. En la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha mesa; amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban censuraban y salían contentos, displicentes o taciturnos, según su carácter más o menos generoso. Martina, todas las mañanas arrancaba triunfalmente una hoja del calendario, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Qué pocas hojas faltan! ¡Diez.... ocho.... una semanita no más! Este domingo es el último de soltera.... cuatro días... Mañana... Sí, mañana; a las ocho; ahí están el vestido blanco, los guantes blancos, el abanico, el azahar que llegó de Valencia y que embalsama el ambiente. Lorenzo venía por la noches a hacer tertulia a su novia y se mostraba galán, aunque siempre grave.

La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples, dejó sola a su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto una pena agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo horrible a algo que no se explicaba ni se fundaba en nada racional. Tardaba ya Mendoza. Sonó la campanilla y, por instinto, Martina se lanzó a la escalera. El criado le presentó una carta que acababa de traer «el asistente del señorito». ¡Una carta! Las piernas de Martina parecían de algodón; creyó que nunca podría andar el trecho que separaba la antesala del gabinete. Se acercó a la lámpara, rompió el sobre, leyó... Antes que sus ojos la había leído su corazón, fiel zahorí.

Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquella mentiras con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina desde una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha bien sabía Martina que no eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían decirse; pero que explicaban a la vez el viaje y la continua tristeza, invencible, misteriosa, de su futuro... Llamábale otra vez el abismo; resucitaba lo que sin duda no había muerto. Martina cayó desplomada en el sofá; no lloraba, gemía bajito, como quien reprime la queja de mortal dolor. Sin embargo, la misma violencia del golpe, la indignación -mil sentimientos confusos- la impulsaron a levantarse, tomar un fósforo, pegar fuego a la carta, abrir la ventana y echar a volar las cenizas, cual si temiera que la delatasen. Buscando luego a sus padres, les declaró con voz firme y serena que había renunciado por su gusto y deliberadamente, a casarse con Lorenzo Mendoza, al cual no volverían a ver más, porque salía aquella noche en el tren correo hacia Madrid.

Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de la ciudad, y en ella se ocultaron con su hija para dejar disiparse la primera polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina parecía contenta. Le hablaron de viajes a la corte, al extranjero; rechazó la idea con disgusto. Vino la primavera, y ya no pensaron en dejar la residencia campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron a Martina, y pidió, por favor, encarecidamente, un año más de soledad.

La misma escena se repitió al siguiente; los padres empezaron a impacientarse; les parecía que ya era hora de que su hija volviese al mundo y se le buscase otro novio formal y auténtico, que borrase de su memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que enfermaron los viejos, y con distancia de pocos días se los llevó el sepulcro: al padre, una fiebre reumática, y a la madre, un inveterado padecimiento del corazón. Martina, sola ya, de luto riguroso, negose a recibir pésames, a admitir consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes de su tapia y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo. En Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían maniática. No la trataba nadie.

***

Una tarde resonó el aldabón de la portalada con los golpes que daba un jinete, que regía un caballejo castaño. El hortelano salió a abrir, y contestó la frase sacramental: la señora no estaba, y, además, no acostumbraba recibir visitas.

-Dígale usted -objetó el jinete apeándose- ¡que es don Lorenzo Mendoza!... Puede ser que entonces...

A los diez minutos volvía el hortelano con respuesta negativa, terminante. Mendoza bajó la cabeza e hizo ademán de volver a montar. De pronto, como si variase de parecer y obedeciese a una inspiración súbita, arrollando al hortelano, cruzó la puerta, se metió patio adentro, subió una escalera exterior tapizada de madreselvas, que daba acceso a la casa, y entró en una sala oscura, de vidriera entornada, silenciosa. Oyó un grito de mujer; fue derecho a donde sonaba y estrechó a Martina en los brazos. No hubo palabras; todo se expresó con halagos, inarticulados sones, caricias insensatas por parte de él; primero, rechazadas, débilmente, y pagadas, luego. Después vinieron las excusas, los ruegos, las explicaciones que Mendoza dio casi de rodillas y ella oyó trémula, desfallecida, reclinada la cabeza en el hombro del suplicante. Y siguieron las promesas, los juramentos, las protestas de enmienda y lealtad, los plazos de ventura que Mendoza desarrollaba risueño, enclavijando sus dedos en los de Martina, que no oponían resistencia. La noche caía; la luna llena se alzaba blanca y apacible; las madreselvas exhalaban su balsámico aroma. Los antiguos novios eran ya amantes; la primavera se trocaba en estío, y el enajenado Mendoza no echó de ver que Martina, en medio de su delirio, a veces gemía muy bajo, como quien reprime la queja de mortal dolor, como había gemido años antes al recibir la carta de despedida.

A la mañana siguiente, cuando despertó Mendoza, no vio a Martina..., la llamó a voces y no contestó nadie. Por fin acudieron los criados; sabían que su ama se había marchado tempranito, pero ignoraban adónde.

En Marineda se supo sin asombro, a la semana siguiente, que Martina vivía reclusa, como «señora de piso», en un convento de Compostela. Lo que nunca se divulgó fue que hubiera adoptado tal resolución para evitar el sonrojo de sentirse morir de felicidad cerca de «aquel» que un día la engañó y vendió.

 

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