PCierto balneario hubo de adquirir, para fines estrictamente propagandísticos, un lote de sirenas. Traídas en peceras anchas y altas, las distribuyeron por todas las piscinas. Para que no extrañaran su lugar de origen, también se compraron pececillos dorados, caballos de mar y uno que otro tritón. El siguiente paso fue ahondar las albercas y colocar un letrero luminoso que hasta la fecha anuncia a las bellas y sugestivas sirenas e indica tarifas.
Ninguno nada por admirarlas. Su belleza es elocuente. Pero como lanzan al viento su voz que encanta a los humanos hasta cautivarlos y hacerles olvidar a la mujer y a los hijos, es indispensable tener dos o tres salvavidas —cuyas orejas estén tapadas con cera dulce— dispuestos a evitar que alguna persona se ahogue al arrojarse tras ellas.
La clientela —masculina en su totalidad— abarrota las piscinas desde entonces. Los balnearios cercanos, sin recursos económicos suficientes para contrarrestar la hábil propaganda, tuvieron que cerrar por quiebra, ya que sus albercas se habían secado de soledad.
(El pez grande se traga sin remedio al pequeño.) |