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Capítulo 52
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Biografía de Jane Austen en AlbaLearning | |
Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108 |
Orgullo y prejuicio |
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Elizabeth tuvo la satisfacción de recibir inmediata respuesta a su carta. Corrió con ella al sotillo, donde había menos probabilidades de que la molestaran, se sentó en un banco y se preparó a ser feliz, pues la extensión de la carta la convenció de que no contenía una negativa. «Gracechurch Street, 8 de septiembre. »Mi querida sobrina: Acabo de recibir tu carta y voy a dedicar toda la mañana a contestarla, pues creo que en pocas palabras no podré decirte lo mucho que tengo que contarte. Debo confesar que me sorprendió tu pregunta, pues no la esperaba de ti. No te enfades, sólo deseo que sepas que no creía que tales aclaraciones fueran necesarias por tu parte. Si no quieres entenderme, perdona mi impertinencia. Tu tío está tan sorprendido como yo, y sólo por la creencia de que eres parte interesada se ha permitido obrar como lo ha hecho. Pero por si efectivamente eres inocente y no sabes nada de nada, tendré que ser más explícita. »El mismo día que llegué de Longbourn, tu tío había tenido una visita muy inesperada. El señor Darcy vino y estuvo encerrado con él varias horas. Cuando yo regresé, ya estaba todo arreglado; así que mi curiosidad no padeció tanto como la tuya. Darcy vino para decir a Gardiner que había descubierto el escondite de Wickham y tu hermana, y que les había visto y hablado a los dos: a Wickham varias veces, a tu hermana una solamente. Por lo que puedo deducir, Darcy se fue de Derbyshire al día siguiente de habernos ido nosotros y vino a Londres con la idea de buscarlos. El motivo que dio es que se reconocía culpable de que la infamia de Wickham no hubiese sido suficientemente conocida para impedir que una muchacha decente le amase o se confiara a él. Generosamente lo imputó todo a su ciego orgullo, diciendo que antes había juzgado indigno de él publicar sus asuntos privados. Su conducta hablaría por él. Por lo tanto creyó su deber intervenir y poner remedio a un mal que él mismo había ocasionado. Si tenía otro motivo, estoy segura de que no era deshonroso... Había pasado varios días en la capital sin poder dar con ellos, pero tenía una pista que podía guiarle y que era más importante que todas las nuestras y que, además, fue otra de las razones que le impulsaron a venir a vernos. »Parece ser que hay una señora, una tal señora Younge, que tiempo atrás fue el aya de la señorita Darcy, y hubo que destituirla de su cargo por alguna causa censurable que él no nos dijo. Al separarse de la familia Darcy, la señora Younge tomó una casa grande en Edwards Street y desde entonces se ganó la vida alquilando habitaciones. Darcy sabía que esa señora Younge tenía estrechas relaciones con Wickham, y a ella acudió en busca de noticias de éste en cuanto llegó a la capital. Pero pasaron dos o tres días sin que pudiera obtener de dicha señora lo que necesitaba. Supongo que no quiso hablar hasta que le sobornaran, pues, en realidad, sabía desde el principio en dónde estaba su amigo. Wickham, en efecto, acudió a ella a su llegada a Londres, y si hubiese habido lugar en su casa, allí se habría alojado. Pero, al fin, nuestro buen amigo consiguió la dirección que buscaba. Estaban en la calle ––. Vio a Wickham y luego quiso ver a Lydia. Nos confesó que su primer propósito era convencerla de que saliese de aquella desdichada situación y volviese al seno de su familia si se podía conseguir que la recibieran, y le ofreció su ayuda en todo lo que estuviera a su alcance. Pero encontró a Lydia absolutamente decidida a seguir tal como estaba. Su familia no le importaba un comino y rechazó la ayuda de Darcy; no quería oír hablar de abandonar a Wickham; estaba convencida de que se casarían alguna vez y le tenía sin cuidado saber cuándo. En vista de esto, Darcy pensó que lo único que había que hacer era facilitar y asegurar el matrimonio; en su primer diálogo con Wickham, vio que el matrimonio no entraba en los cálculos de éste. Wickham confesó que se había visto obligado a abandonar el regimiento debido a ciertas deudas de honor que le apremiaban; no tuvo el menor escrúpulo en echar la culpa a la locura de Lydia todas las desdichadas consecuencias de la huida. Dijo que renunciaría inmediatamente a su empleo, y en cuanto al porvenir, no sabía qué iba a ser de él; debía irse a alguna parte, pero no sabía dónde y reconoció que no tenía dónde caerse muerto. »El señor Darcy le preguntó por qué no se había casado con tu hermana en el acto. Aunque el señor Bennet no debía de ser muy rico, algo podría hacer por él y su situación mejoraría con el matrimonio. Pero por la contestación que dio Wickham, Darcy comprendió que todavía acariciaba la esperanza de conseguir una fortuna más sólida casándose con otra muchacha en algún otro país; no obstante, y dadas las circunstancias en que se hallaba, no parecía muy reacio a la tentación de obtener una solución inmediata. »Se entrevistaron repetidas veces porque había muchas cosas que discutir. Wickham, desde luego, necesitaba mucho más de lo que podía dársele, pero al fin se prestó a ser razonable. »Cuando todo estuvo convenido entre ellos, lo primero que hizo el señor Darcy fue informar a tu tío, por lo cual vino a Gracechurch Street por vez primera, la tarde anterior a mi llegada. Pero no pudo ver a Gardiner. Darcy averiguó que tu padre seguía aún en nuestra casa, pero que iba a marcharse al día siguiente. No creyó que tu padre fuese persona más a propósito que tu tío para tratar del asunto, y entonces aplazó su visita hasta que tu padre se hubo ido. No dejó su nombre, y al otro día supimos únicamente que había venido un caballero por una cuestión de negocios. »El sábado volvió. Tu padre se había marchado y tu tío estaba en casa. Como he dicho antes, hablaron largo rato los dos. »El domingo volvieron a reunirse y entonces le vi yo también. Hasta el lunes no estuvo todo decidido, y entonces fue cuando se mandó al propio a Longbourn. Pero nuestro visitante se mostró muy obstinado; te aseguro, Elizabeth, que la obstinación es el verdadero defecto de su carácter. Le han acusado de muchas faltas en varias ocasiones, pero ésa es la única verdadera. Todo lo quiso hacer él por su cuenta, a pesar de que tu tío ––y no lo digo para que me lo agradezcas, así que te ruego no hables de ello–– lo habría arreglado todo al instante. »Discutieron los dos mucho tiempo, mucho más de lo que merecían el caballero y la señorita en cuestión. Pero al cabo tu tío se vio obligado a ceder, y en lugar de permitirle que fuese útil a su sobrina, le redujo a aparentarlo únicamente, por más disgusto que esto le causara a tu tío. Así es que me figuro que tu carta de esta mañana le ha proporcionado un gran placer al darle la oportunidad de confesar la verdad y quitarse los méritos que se deben a otro. Pero te suplico que no lo divulgues y que, como máximo, no se lo digas más que a Jane. »Me imagino que sabrás lo que se ha hecho por esos jóvenes. Se han pagado las deudas de Wickham, que ascienden, según creo, a muchísimo más de mil libras; se han fijado otras mil para aumentar la dote de Lydia, y se le ha conseguido a él un empleo. Según Darcy, las razones por las cuales ha hecho todo esto son unicamente las que te he dicho antes: por su reserva no se supo quién era Wickham y se le recibió y consideró de modo que no merecía. Puede que haya algo de verdad en esto, aunque yo no dudo que ni la reserva de Darcy ni la de nadie tenga nada que ver en el asunto. Pero a pesar de sus bonitas palabras, mi querida Elizabeth, puedes estar segura de que tu tío jamás habría cedido a no haberle creído movido por otro interés. »Cuando todo estuvo resuelto, el señor Darcy regresó junto a sus amigos que seguían en Pemberley, pero prometió volver a Londres para la boda y para liquidar las gestiones monetarias. »Creo que ya te lo he contado todo. Si es cierto lo que dices, este relato te habrá de sorprender muchísimo, pero me figuro que no te disgustará. Lydia vino a casa y Wickham tuvo constante acceso a ella. El era el mismo que conocí en Hertfordshire, pero no te diría lo mucho que me desagradó la conducta de Lydia durante su permanencia en nuestra casa, si no fuera porque la carta de Jane del miércoles me dio a entender que al llegar a Longbourn se portó exactamente igual, por lo que no habrá de extrañarte lo que ahora cuento. Le hablé muchas veces con toda seriedad haciéndole ver la desgracia que había acarreado a su familia, pero si me oyó sería por casualidad, porque estoy convencida de que ni siquiera me escuchaba. Hubo veces en que llegó a irritarme; pero me acordaba de mis queridas Elizabeth y Jane y me revestía de paciencia. »El señor Darcy volvió puntualmente y, como Lydia os dijo, asistió a la boda. Comió con nosotros al día siguiente. Se disponía a salir de Londres el miércoles o el jueves. ¿Te enojarás conmigo, querida Lizzy, si aprovecho esta oportunidad para decirte lo que nunca me habría atrevido a decirte antes, y es lo mucho que me gusta Darcy? Su conducta con nosotros ha sido tan agradable en todo como cuando estábamos en Derbyshire. Su inteligencia, sus opiniones, todo me agrada. No le falta más que un poco de viveza, y eso si se casa juiciosamente, su mujer se lo enseñará. Me parece que disimula muy bien; apenas pronunció tu nombre. Pero se ve que el disimulo está de moda. »Te ruego que me perdones si he estado muy suspicaz, o por lo menos no me castigues hasta el punto de excluirme de Pemberley. No seré feliz del todo hasta que no haya dado la vuelta completa a la finca. Un faetón bajo con un buen par de jacas sería lo ideal. »No puedo escribirte más. Los niños me están llamando desde hace media hora. »Tuya afectísima, M. Gardiner.» El contenido de esta carta dejó a Elizabeth en una conmoción en la que no se podía determinar si tomaba mayor parte el placer o la pena. Las vagas sospechas que en su incertidumbre sobre el papel de Darcy en la boda de su hermana había concebido, sin osar alentarlas porque implicaban alardes de bondad demasiado grandes para ser posibles, y temiendo que fueran ciertas por la humillación que la gratitud impondría, quedaban, pues, confirmadas. Darcy había ido detrás de ellos expresamente, había asumido toda la molestia y mortificación inherentes a aquella búsqueda, imploró a una mujer a la que debía detestar y se vio obligado a tratar con frecuencia, a persuadir y a la postre sobornar, al hombre que más deseaba evitar y cuyo solo nombre le horrorizaba pronunciar. Todo lo había hecho para salvar a una muchacha que nada debía de importarle y por quien no podía sentir ninguna estimación. El corazón le decía a Elizabeth que lo había hecho por ella, pero otras consideraciones reprimían esta esperanza y pronto se dio cuenta de que halagaba su vanidad al pretender explicar el hecho de esa manera, pues Darcy no podía sentir ningún afecto por una mujer que le había rechazado y, si lo sentía, no sería capaz de sobreponerse a un sentimiento tan natural como el de emparentar con Wickham. ¡Darcy, cuñado de Wickham! El más elemental orgullo tenía que rebelarse contra ese vínculo. Verdad es que Darcy había hecho tanto que Elizabeth estaba confundida, pero dio una razón muy verosímil. No era ningún disparate pensar que Darcy creyese haber obrado mal; era generoso y tenía medios para demostrarlo, y aunque Elizabeth se resistía a admitir que hubiese sido ella el móvil principal, cabía suponer que un resto de interés por ella había contribuido a sus gestiones en un asunto que comprometía la paz de su espíritu. Era muy penoso quedar obligados de tal forma a una persona a la que nunca podrían pagar lo que había hecho. Le debían la salvación y la reputación de Lydia. ¡Cuánto le dolieron a Elizabeth su ingratitud y las insolentes palabras que le había dirigido! Estaba avergonzada de sí misma, pero orgullosa de él, orgullosa de que se hubiera portado tan compasivo y noblemente. Leyó una y otra vez los elogios que le tributaba su tía, y aunque no le parecieron suficientes, le complacieron. Le daba un gran placer, aunque también la entristecía pensar que sus tíos creían que entre Darcy y ella subsistía afecto y confianza. Se levantó de su asiento y salió de su meditación al notar que alguien se aproximaba; y antes de que pudiera alcanzar otro sendero, Wickham la abordó. ––Temo interrumpir tu solitario paseo, querida hermana ––le dijo poniéndose a su lado. ––Así es, en efecto ––replicó con una sonrisa––, pero no quiere decir que la interrupción me moleste. ––Sentiría molestarte. Nosotros hemos sido siempre buenos amigos. Y ahora somos algo más. ––Cierto. ¿Y los demás, han salido? ––No sé. La señora Bennet y Lydia se han ido en coche a Meryton. Me han dicho tus tíos, querida hermana, que has estado en Pemberley. Elizabeth contestó afirmativamente. ––Te envidio ese placer, y si me fuera posible pasaría por allí de camino a Newcastle. Supongo que verías a la anciana ama de llaves. ¡Pobre señora Reynolds! ¡Cuánto me quería! Pero me figuro que no me nombraría delante de vosotros. ––Sí, te nombró. ––¿Y qué dijo? ––Que habías entrado en el ejército y que andabas en malos pasos. Ya sabes que a tanta distancia las cosas se desfiguran. ––Claro ––contestó él mordiéndose los labios. Elizabeth creyó haberle callado, pero Wickham dijo en seguida: ––Me sorprendió ver a Darcy el mes pasado en la capital. Nos encontramos varias veces. Me gustaría saber qué estaba haciendo en Londres. ––Puede que preparase su matrimonio con la señorita de Bourgh ––dijo Elizabeth––. Debe de ser algo especial para que esté en Londres en esta época del año. ––Indudablemente. ¿Le viste cuando estuviste en Lambton? Creo que los Gardiner me dijeron que sí. ––Efectivamente; nos presentó a su hermana. ––¿Y te gustó? ––Muchísimo. ––Es verdad que he oído decir que en estos dos últimos años ha mejorado extraordinariamente. La última vez que la vi no prometía mucho. Me alegro de que te gustase. Espero que le vaya bien. ––Le irá bien. Ha pasado ya la edad más difícil. ––¿Pasaste por el pueblo de Kimpton? ––No me acuerdo. ––Te lo digo, porque ésa es la rectoría que debía haber tenido yo. ¡Es un lugar delicioso! ¡Y qué casa parroquial tan excelente tiene! Me habría convenido desde todos los puntos de vista. ––¿Te habría gustado componer sermones? ––Muchísimo. Lo habría tomado como una parte de mis obligaciones y pronto no me habría costado ningún esfuerzo. No puedo quejarme, pero no hay duda de que eso habría sido lo mejor para mí. La quietud y el retiro de semejante vida habrían colmado todos mis anhelos. ¡Pero no pudo ser! ¿Le oíste a Darcy mencionar ese tema cuando estuviste en Kent? ––Supe de fuentes fidedignas que la parroquia se te legó sólo condicionalmente y a la voluntad del actual señor de Pemberley. ––¿Eso te ha dicho? Sí, algo de eso había; así te lo conté la primera vez, ¿te acuerdas? ––También oí decir que hubo un tiempo en que el componer sermones no te parecía tan agradable como ahora, que entonces declaraste tu intención de no ordenarte nunca, y que el asunto se liquidó de acuerdo contigo. ––Sí, es cierto. Debes recordar lo que te dije acerca de eso cuando hablamos de ello la primera vez. Estaba ya casi a la puerta de la casa, pues Elizabeth había seguido paseando para quitárselo de encima. Por consideración a su hermana no quiso provocarle y sólo le dijo con una sonrisa: ––Vamos, Wickham; somos hermanos. No discutamos por el pasado. Espero que de ahora en adelante no tengamos por qué discutir. Le dio la mano y él se la besó con afectuosa galantería, aunque no sabía qué cara poner, y entraron en la casa. |
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