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Julia de Asensi

"La vocación"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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La vocación
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El coco azul
Las buenas hadas
Los fantasmas del bosque
El gato negro
Ginesillo el tonto
El pozo mágico
 
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Abril. El campo de Daniel
Mayo. Las flores
Junio. La noche de San Juan
El estío
Julio. El sueño del segador
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Septiembre. La cazadora
 
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I

El cura del pueblo de C... vivía con su hermano, militar retirado, con la mujer de este, virtuosa señora sin más deseo que el de agradar a su marido, y con los tres hijos de aquel matrimonio, de los que el mayor, Miguel, contaba apenas diez y seis años.

El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia sobre la familia, que nada hacía sin consultarle y al que miraba como a un oráculo; a él estaba encomendada la educación de los niños, él debía decidir la carrera que habían de seguir, tuviesen vocación o no, y en cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino se comprometía a costear la enseñanza de sus sobrinos y abrirles un hermoso y lisonjero porvenir.

Una noche se hallaba reunida la familia en una sala pequeña que tenía dos ventanas con vistas a la plaza; el militar leía en voz baja un periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba los cristales de sus gafas y Javier y Mateo, los dos hijos menores, trataban en vano de descifrar un problema difícil, mientras Miguel, con una gramática latina en la mano, a la que miraba distraído, soñaba despierto escuchando una música lejana, que tal vez ninguno más que él lograba percibir.

–¡Qué aplicación! –exclamó de repente don Antonino.

Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier echó un borrón de tinta en el cuaderno que tenía delante, Mateo dio con el codo a su hermano para advertirle que prestase más atención, y Miguel leyó algunas líneas de gramática conteniendo a duras penas un bostezo.

–Tengo unos sobrinos que son tres alhajas –prosiguió el buen sacerdote.

Juan, el militar retirado, suspendió la lectura, miró a su prole, cuya actitud debió dejarle satisfecho, y esperó a que su hermano continuase hablando.

–Es preciso pensar en dar carrera a estos chicos, dijo D. Antonino; veamos, Mateo, ¿qué desearías tú ser?

–Yo –respondió el niño algo turbado–, quisiera ser médico, si no tiene V. inconveniente en ello.

–¿Y por qué?

–¿Por qué? repitió el muchacho; mire V., yo no sé bien porqué, pero se me figura que es porque los médicos se hacen ricos, y algunos hasta gastan coche.

–¿Y tú, Javier?

–Yo tío, con permiso de V., quisiera ser poeta.

–¿Qué carrera es esa, niño?

–Yo no sé decir a V.; pero debe ser buena porque ellos cantan el cielo, la tierra, el mar y otras cosas más extrañas, y prueban a veces que ven lo que nadie ha visto, y que saben lo que los demás ignoran.

–¿Y tú, Miguel?

–Yo –exclamó alzando los ojos–, quiero ser militar como mi padre.

–¿Y por qué?

–Para alcanzar gloria, aturdirme con el estruendo de las batallas y llevar con honra el nombre de ustedes, que es el de muchos valientes.

Don Antonino movió la cabeza en señal de desaprobación.

–He aquí –dijo al cabo–, tres chicos que no conocen su verdadera vocación. He visto los progresos que han hecho en sus diversos estudios, y aseguro que Mateo hará un excelente arquitecto, Javier un erudito maestro de escuela y Miguel un buen sacerdote. Estas son las carreras que debéis seguir, si vuestro padre no se opone a ello, que no creo me dé ese disgusto.

–Hágase todo como deseas –contestó Juan.

Mateo y Javier parecieron conformarse y volvieron a estudiar su problema; en cuanto a Miguel, cogió con distracción su libro, en el que no fijó los ojos, clavando su mirada no en el cielo, para ganar el cual, su tío iba a educarle, sino en la ventana de una casita en la que brillaba una luz y en cuyo interior sonaban todavía los dulces acordes de un piano.

Entretanto decía el buen cura:

–Ya ves, Juan, qué contentos están los chicos; he acertado su vocación.

II

No era costumbre desobedecer a Don Antonino, y los niños siguieron los estudios elegidos por él, sin que ninguno de ellos replicase; pero si el sacerdote hubiese visto a solas a los muchachos, hubiera observado que Mateo se escapaba de su casa para ir al Hospital a acompañar al médico en sus visitas diarias, que Javier emborronaba cuartillas escribiendo renglones desiguales, y que Miguel vestía el viejo uniforme de su padre, que manejaba sus armas, y, lo que más le hubiera alarmado, que trazaba en las paredes y en el suelo con la punta de la espada un nombre de mujer: Margarita.

¿Quién era Margarita? Una joven, casi una niña, que vivía en la casa que miraba siempre Miguel, hija de un antiguo profesor de piano, actual organista de la iglesia de C... Se habían conocido hacía pocos meses y los dos se amaban sin darse cuenta de lo que sentían.

A pesar de que su pasión era un misterio para Miguel, que creía querer a la joven con un afecto fraternal, se oponía a la voluntad de su tío y pensaba rebelarse contra ella en cuanto se presentase una ocasión.

Así se pasaron los días, los meses y aún los años, y llegó una noche en la que Margarita y Miguel se declararon que se amaban y advirtieron con placer que el padre de la joven, lejos de oponerse a aquellos amores, los patrocinaba.

–Yo iré mañana a ver a tu padre para que te permita seguir la carrera que deseas y te cases con mi hija, puesto que os queréis, le dijo.

Aquella noche D. Antonino llamó a su sobrino mayor y le habló de esta manera:

–Ya has estudiado en C... cuanto podías para seguir la carrera eclesiástica; ahora es menester que partas para que acabes tus estudios.

–Tío, –replicó con firmeza el joven–, tiempo es ya de que V. se desengañe y sepa que he hecho esos estudios por complacerle y que estoy decidido a no ser sacerdote.

–¿Cómo? ¿He escuchado bien? –preguntó el cura.

–No tengo vocación para serlo; además estoy enamorado y quiero casarme con la mujer a quien amo.

–¿No hay más, piensas tú –prosiguió D. Antonino–, que decir eso para abandonar tu carrera? Nos has engañado vilmente, me has obligado a gastar mis ahorros y ese es un robo que has hecho a tus padres, a tus hermanos y a mí. ¿Qué carrera emprenderás ahora que nos has dejado sin recursos?

–Una que no costará a V. nada; mañana sentaré plaza de soldado. Quedo profundamente reconocido a las bondades de V., pero no me encuentro con valor para renunciar al mundo. Tío, V. nació para ser eclesiástico y yo no; deje V. que cada cual
siga sus inclinaciones y vaya por el camino que ellas le tracen.

–Tus hermanos tampoco querían ser lo que serán y me han obedecido.

–Tío, Mateo no será jamás arquitecto ni Javier maestro de escuela; el tiempo lo dirá.

Y el tiempo se encargó, en efecto, de realizar la profecía de Miguel.

III

Juan se encolerizó con su hijo apenas supo su determinación, no porque le desagradase que Miguel fuese soldado, sino porque al serlo desobedecía a Don Antonino. La madre quiso disuadir al joven de su empeño, pero tampoco logró nada. En cuando al organista y a su hija, no se atrevieron a rogarle que se quedase en el pueblo, porque al complacer al cura tenía que renunciar para siempre a Margarita.

Esta y Miguel se juraron un amor eterno, y el joven se alejó del lugar, prometiendo a su amada no volver hasta que fuese digno de alcanzar su mano.

Una semana después, Javier abandonaba su casa huyendo a la corte en busca de aventuras. Mateo era, por lo tanto, el único hijo que le quedaba al desgraciado Juan.

Este y su mujer, alarmados por la ausencia de Miguel y la fuga de Javier, decidieron dejar a Mateo seguir la carrera que desease, y el muchacho, al cabo de algunos años, fue médico, contra la voluntad de su tío, que sostenía siempre que el chico tenía disposición para ser un gran arquitecto.

Miguel escribía con frecuencia a sus padres y a Margarita. Gracias a su trabajo y a su buen comportamiento, el joven había llegado a ser oficial, y sólo esperaba ganar el grado de capitán para volver a su pueblo y casarse con la hija del organista.

En cuanto a Javier, nadie había vuelto a saber de él, ni aun su hermano Mateo, por el que tenía marcada predilección.

Hacía bastantes años que ambos jóvenes habían abandonado su país, cuando llegó a este una nueva, que llenó de espanto a Juan y a su familia. Había estallado la guerra civil, y uno de los regimientos mandados para apaciguar la insurrección era aquel del cual era Miguel teniente.

Muchas promesas hizo la madre, no pocas hizo la novia para que la Virgen le librase; y la primera noticia que de él tuvieron fue que en un encuentro habido con las tropas rebeldes se había portado con tanto valor, que había obtenido el deseado grado de capitán.

IV

Poco después fue adversa la suerte al pobre joven. Hecho prisionero en una emboscada que hábilmente preparó el enemigo; él y muchos de sus compañeros fueron traidoramente encarcelados, juzgados en consejo de guerra y sentenciados a muerte, debiendo ser fusilados en una explanada dos días después de dicha sentencia. La víspera por la noche, Miguel y sus compañeros, que eran en su mayor parte soldados, se hallaban reunidos en la habitación más elevada de un castillo. Algunos escribían a sus familias y sus novias, otros meditaban tristemente: los menos, dormían.

Miguel, asomado a una ventana, apoyadas las manos en los cruzados hierros, pensaba en su tranquila infancia, en sus padres, en sus hermanos, en su tío, en la mujer por la que había buscado la gloria y ambicionado la fortuna, en su risueño hogar, en todo aquel pasado tan hermoso.

–¡Y morir así, murmuraba, prisionero, sin hallar quien me defienda ni me ampare, ver insultado mi nombre por el enemigo! Si hubiera muerto en una acción de guerra, no me lamentaría de mi suerte. Eso buscaba: o la muerte o la fama. ¡Padre, padre!–prosiguió–, yo no fui para ti el hijo sumiso que anhelabas, falté a tu voluntad, me opuse a tus deseos, y Dios me castiga cruelmente. Y tú, madre de alma, ¿cómo resistirás esta pena? ¿Pasaste tanto por mí, para que hallase tan triste desenlace mi existencia? ¿No he de encontrar un medio de morir con honra?

Y el joven sacudía los barrotes de la ventana, contemplando con envidia el abismo que se abría bajo ella. Allí pasó la noche, pálido, agitado, sin escuchar apenas al sacerdote enviado para prepararle a morir.

Al fin la luz del alba, que empezaba a iluminar débilmente la tierra, le sacó de su estupor; entregó al cura las cartas que la tarde anterior había escrito para su familia y aguardó con indecible angustia que fueran a buscarle para la terrible ejecución. La hora se acercaba, ya no había medio de salvarse.

–¡Madre de los Desamparados, santa patrona de mi bendita tierra –pronunció en voz baja y con acento desesperado–; si me libras de esta muerte ignominiosa, prometo consagrarme para siempre a tu Divino Hijo!

Después se quedó sereno y esperó con más resignación la hora de su muerte.

Las seis sonaron en el reloj del castillo, entraron en él algunos soldados y dieron orden a los prisioneros de ponerse en marcha. Todos obedecieron, mudos y sombríos, atravesaron corredores, bajaron estrechas escaleras, salieron de la prisión y se dirigieron a la explanada, en la que aguardaban más soldados y oficiales rebeldes.

Debían fusilar primero a los jefes, y Miguel estaba designado para morir el cuarto.

Vendaron los ojos a los dos primeros, uno después de otro; hicieron fuego, y cayeron aquellos valientes; iban a hacer lo propio con el tercero, cuando llegó un ordenanza con un pliego que entregó a un oficial. El contenido de éste era que las tropas leales se acercaban para salvar a seis compañeros indefensos; y era menester prepararse todos para el combate.

–Que tomen las armas contra los suyos –gritó un oficial–; vuelvan a su prisión entre tanto.

Así se salvó Miguel, pero lejos de combatir contra sus hermanos, halló medio de evadirse con otros soldados, y ayudó con su arrojo a librar a los infelices prisioneros.

Aún tomó parte en varios combates, y un año después de haberse salvado de una muerte segura, volvió al pueblo, donde participó a sus padres y a su tío su resolución de ser sacerdote. Viviendo en aquel lugar Margarita, Miguel no quería verla, para no desmayar en el cumplimiento de su deber, y así, mientras Mateo y su madre permanecieron en C..., Juan, D. Antonino y el joven salieron de allí por algún tiempo.

V

Una noche de estío se hallaban Mateo y su madre en una habitación del piso bajo de su casa, en aquella misma donde el anciano sacerdote decidió el porvenir de sus tres sobrinos al empezar esta historia. Como entonces, se oía a lo lejos el piano de Margarita, pero nadie lo escuchaba. Mateo leía y su madre hacía labor, sentados ambos junto a la mesa.

Serían las diez cuando un hombre se detuvo delante de la ventana, miró el interior de la pieza desde la plaza, obscura y solitaria, y murmuró con voz apenas perceptible el nombre de Mateo.

El médico lo oyó y también su madre; el primero se puso en pie tratando de reconocer aquel acento, la segunda no vaciló un instante y corrió hacia la ventana con los brazos abiertos, pronunciando estas palabras:

–¡Hijo mío!

Poco después Javier entraba en la casa y estrechaba contra su pecho a su madre y a su hermano.

Luego que escuchó la historia de Miguel, empezó la suya en estos términos:

–En busca de aventuras, soñando con la gloria, sin dinero, pero lleno de esperanzas e ilusiones partí de mi pueblo a pie, y me marché a Madrid, no sé cómo. ¿Quién recuerda ya las privaciones que pasé y los desengaños que sufrí? Trascurrió el tiempo, escribí, mis obras alcanzaron buen éxito: ¡fui poeta! Vosotros, encerrados en este lugar, no sabéis lo que embriagan los laureles, las alegrías que causa la vanidad satisfecha, el deseo realizado. Un día me acordé de que en este rincón del mundo, mis padres y mis hermanos llorarían mi ausencia: perdonadme si no fue en las horas felices de mi vida, sino en una en que sufrí una derrota, la primera, una de esas caídas de las que difícilmente se levanta uno. He venido aquí a buscar vuestro cariño, vuestros consuelos; madre, soy desgraciado.

–¡Tú también! –exclamó ella–; sin embargo, has hecho tu gusto, ¿dónde está, pues, la felicidad?

–Los tres hermanos –prosiguió Javier–, teniendo en cuenta nuestras aspiraciones, hemos seguido la senda que nos habíamos trazado. Miguel ha sido militar, Mateo médico, yo poeta; el primero ha trocado el uniforme por la sotana, impulsado por los sucesos; el segundo es un pobre doctor de aldea, que nunca irá en el coche con que soñó; yo un poeta escarnecido hoy, olvidado mañana; esto me prueba, madre mía, que la vocación no sirve para nada sin la bendición de los padres y la ayuda de la Providencia, y que bien dijo el que aseguró que la suerte no es de quien la busca, sino de quien la halla.

VI

Algunos años después murió D. Antonino, y Miguel fue nombrado para sustituirle, cura párroco de C... Dos días hacía que había llegado, cuando le llamaron para una boda; las amonestaciones habían corrido en vida del otro cura, y no quería el novio aplazar el casamiento por el cambio de sacerdote.

Cuando este salió al altar, los novios esperaban ya en el templo. La novia, si bien era muy hermosa, no se hallaba en la primera juventud. Iba vestida sencillamente de negro y estaba extraordinariamente pálida. El novio era un rico labrador de fisonomía bastante vulgar.

Decíase que el matrimonio se hacía por conveniencia, porque la desposada había quedado huérfana y sin amparo.

Cuando estuvo todo dispuesto, los novios se acercaron al párroco; ella alzó los ojos, fijándolos por un momento en el cura, llevó sus manos al corazón como queriendo contener sus latidos y se apoyó en el brazo de la madrina, que apenas tuvo tiempo de sostener a la joven para que no cayese al suelo. Miguel la miró un instante, en sus ojos brilló un fuego extraño, pero calmó en seguida su emoción y esperó, al parecer tranquilo, que pasase el desvanecimiento de Margarita, pues era ella, para empezar la ceremonia.

La novia también se dominó por fin y se puso de rodillas junto a su prometido, que no observó que las manos de la joven temblaban, y que casi no se oía su voz ahogada por el llanto. El cura de C... casó a la única mujer que había amado en la tierra, y cuando hubo consumado el sacrificio, se retiró a su casa y se encerró en su cuarto.

Sacó un libro de oraciones para fortalecer su espíritu, y luego, en voz muy baja, como no queriendo escucharse ni él mismo, murmuró:

–Hoy he apurado el cáliz de la amargura uniendo a Margarita a otro hombre. Al hacerlo, he comprendido que ella me quiere todavía y que yo no la he olvidado todo lo que debiera. Es preciso que no nos veamos más en este mundo. El espíritu es débil en el hombre, que ha nacido para los goces de la tierra y anhela conseguir los del cielo. Mañana partiré de este lugar. ¡Madre de los Desamparados, santa patrona de mi bendito pueblo, creo que estarás contenta de mí!

 

 

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