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Julia de Asensi

"La Noche-Buena"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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La Noche-Buena
OBRAS DEL AUTOR
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El coco azul
Las buenas hadas
Los fantasmas del bosque
El gato negro
Ginesillo el tonto
El pozo mágico
 
Las estaciones
La primavera
Abril. El campo de Daniel
Mayo. Las flores
Junio. La noche de San Juan
El estío
Julio. El sueño del segador
Agosto. La procesión
Septiembre. La cazadora
 
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El día de los difuntos
El lunes de carnaval
El reloj del abuelo
La cigarra y la hormiga
Las golondrinas
Lo que son las flores
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I

Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre de 1867. Las calles de Madrid llenas de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas iluminadas, asombro de los lugareños que vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban un aspecto bello y animado. En muchas casas se empezaban a encender las luces de los nacimientos, que habían de ser el encanto de una gran parte de los niños de la corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia la cena, compuesta, entre otras cosas, de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable besugo.

En una de las principales calles, dos pobres seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes sexos, pálidos y andrajosos, vendían cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal se presentaba la venta aquella noche para Víctor y Josefina; solo un borracho se había acercado a ellos, les había pedido dos cajas a cada uno y se había marchado sin pagar, a pesar de las ardientes súplicas de los niños.

Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices lavanderas, ambas viudas, que habitaban una misma boardilla. Víctor vendía arena por la mañana y fósforos por la noche. Josefina, durante el día ayudaba a su madre, si no a lavar, porque no se lo permitían sus escasas fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada por el viento. Las dos lavanderas eran hermanas, y Víctor, que tenía doce años, había tomado bajo su protección a su prima, que contaba escasamente nueve.

Nunca había estado Josefina más triste que el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la quería tiernamente, pudiera explicarse la causa de aquella melancolía. Si le preguntaba, la niña se contentaba con suspirar y nada respondía. Llegada la noche, la tristeza de Josefina había aumentado y la pobre criatura no había cesado de llorar, sin que Víctor lograse consolarla.

–Estás enferma –dijo el niño–, y como no vendemos nada, creo que será lo mejor que nos vayamos a descansar con nuestras madres.

Josefina cogió su cestita, Víctor hizo lo mismo con su caja, y tomando de la mano a su prima, empezaron a andar lentamente.

Al pasar por delante de una casa, oyeron en un cuarto bajo ruido de panderetas y tambores, unido a algunas coplas cantadas por voces infantiles. Las maderas de las ventanas no estaban cerradas y se veía a través de los cristales un vivo resplandor. Víctor se subió a la reja y ayudó a hacer lo mismo a Josefina.

Vieron una gran sala: en uno de sus lados, muy cerca de la reja, un inmenso nacimiento con montes, lagos cristalinos, fuentes naturales, arcos de ramaje, figuras de barro representando la sagrada familia, los reyes magos, ángeles, esclavos y pastores, chozas y palacios, ovejas y pavos, todo alumbrado por millares de luces artísticamente colocadas.

En el centro del salón había un hermoso árbol, el árbol de Navidad, costumbre apenas introducida entonces en España, cubierto de brillantes hojas y de ricos y variados juguetes. Unos cincuenta niños bailaban y cantaban; iban bien vestidos, estaban alegres, eran felices.

–¡Quién tuviera eso! –murmuró Josefina sin poder contenerse más.

–¿Es semejante deseo el que te ha atormentado durante el día? –preguntó Víctor.

–Sí –contestó la niña–; todos tienen nacimiento, todos menos nosotros.

–Escucha, Josefina: este año no puedo proporcionarte un nacimiento porque me has dicho demasiado tarde que lo querías, pero te prometo que el año que viene, en igual noche, tendrás uno que dará envidia a cuantos muchachos haya en nuestra vecindad.

Se alejaron de aquella casa y continuaron más contentos su camino. Cuando llegaron a su pobre morada, las dos lavanderas no advirtieron que Josefina había llorado ni que Víctor estaba pensativo.

II

Desde el año siguiente Víctor fue a trabajar a casa de un carpintero, donde estaba ocupado la mayor parte del día. Josefina iba siempre al río con su madre y crecía cada vez más débil y más pálida. Pasaba las primeras horas de la noche al lado de su primo; pero ya no vendían juntos cajas de fósforos, sino que se quedaban en su boardilla enseñando la lectura el niño a la niña, la que hacía rápidos progresos.

Apenas Josefina se acostaba, Víctor sacaba de un baúl viejo una gran caja y hacía, con lo que guardaba en ella, figuritas de madera o de barro, que luego pintaba con bastante acierto. Al cabo de algunos meses, cuando ya tuvo acabadas muchas figuras, se dedicó a hacer casas, luego montañas de cartón; por último, una fuente. Víctor había nacido artista; pintó un cielo claro y transparente, iluminado por la blanca luna y multitud de estrellas, brillando una más que todas las otras, la que guió a los Magos al humilde portal.

El maestro de Víctor no tardó en señalarle un pequeño jornal, del que la madre del niño le daba una cantidad insignificante para su desayuno, encontrando él, gracias a una increíble economía, el medio de ahorrar algunos cuartos para comprar varios cerillos y velas de colores.

Todo marchaba conforme su deseo, cuando al llegar el mes de Noviembre cayó Josefina gravemente enferma. El médico que por caridad la asistía, declaró que el mal sería muy largo y el resultado funesto para la pobre niña.

Víctor, que pasaba el día trabajando en el taller, no supo la desgracia que le amenazaba, porque su madre se la calló con el mayor cuidado.

III

Llegó el 24 de Diciembre de 1868. Durante el día Víctor buscó por los paseos ramas, hizo con ellas graciosos arcos y al anochecer los llevó a su vivienda, que estaba débilmente iluminada por una miserable lámpara. Una cortina vieja y remendada ocultaba el lecho donde se hallaba acostada Josefina.

Víctor formó una mesa con el tablado que le servía de cama, abrió el baúl, colocó sobre las tablas los arcos de ramaje, las montañas, la fuente, a la que hizo un depósito para que corriese el agua en abundancia, las graciosas figuritas; poniendo por dosel el firmamento que él había pintado y detrás una infinidad de luces que le daban un aspecto fantástico.

Todo estaba ya en su lugar, cuando empezaron a sonar en la calle varios tambores tocados con estrépito por los muchachos de aquel barrio.

–¿Qué día es hoy? –preguntó Josefina.

–El 24 de Diciembre –contestó su madre, que se hallaba junto a la cama.

La niña suspiró, tal vez recordando el nacimiento del año anterior, tal vez presintiendo que no vería otra Noche–Buena.

Víctor se acercó a su prima muy despacio, descorrió la cortina y miró a Josefina para ver el efecto que en ella causaba su obra. La niña juntó sus manos, lo vio todo, contemplándolo con profunda admiración, y rompió a llorar de alegría y de agradecimiento...

El médico entró en aquel instante.

–¡Qué hermoso nacimiento! –exclamó.

–Lo ha hecho mi hijo –contestó la lavandera.

–Muchacho –dijo el doctor–, si me lo vendes te daré por él lo que quieras. Tengo una hija que será feliz si se lo llevo, pues ninguno de los que ha visto le satisface y ella deseaba que fuera como es el tuyo.

–No lo vendo, señor –replicó Víctor–, es de Josefina.

El médico pulsó a la enferma y la encontró mucho peor.

–Volveré mañana... si es preciso –dijo al salir.

–Víctor, canta algo para que sea este un nacimiento alegre como el de aquellos niños que vimos el año pasado, murmuró con voz débil Josefina.

El niño obedeció y empezó a cantar coplas dedicadas a su prima, que improvisaba fácilmente; solo que en lugar de cantarlas delante del nacimiento lo hacía junto a la cama, teniendo una mano de Josefina entre las suyas.

Poco a poco la niña se fue durmiendo, las luces del nacimiento se apagaron y Víctor advirtió que la mano de su prima estaba helada.

Pasó el resto de la noche al lado de ella, intentando, aunque en balde, calentar aquella mano tan fría.

IV

A la mañana siguiente fue el médico, y apenas se acercó a la cama vio que la pobre Josefina estaba muerta. La desesperación de la infeliz madre y de Víctor no es para descrita.

Llegado el día 26, el doctor se sorprendió al ver entrar al niño en su casa.

–Señor –le dijo–, el 24 de este mes no quise vender a V. el nacimiento que había hecho para Josefina, y hoy vengo a suplicarle que me lo compre para pagar el entierro de mi prima, pues lo que se ha gastado lo debo a mi maestro que me ha adelantado una cantidad. He querido saber siempre dónde está su cuerpo.

–Nada más justo, hijo mío –contestó el doctor, conmovido al ver la pena de Víctor–; yo te daré cuanto desees.

Y pagó el nacimiento triple de lo que valía.

–Su hija de V. lo disfrutará hasta el día de Reyes–, continuó el muchacho, y esto la consolará de haber estado el 24 y el 25 sin nacimiento.

Más tarde fue él mismo a colocarlo, después de haber asistido solo al entierro de Josefina.

La madre de la niña estuvo a punto de perder el juicio, y durante muchos días su hermana y su sobrino tuvieron que mantenerla, porque la desgraciada no podía siquiera trabajar.

V

Algunos años después el doctor se paseaba el día de difuntos por el cementerio general del Sur. Iba mirando con indiferencia las tumbas que hallaba a su alrededor, cuando excitó su atención vivamente una colocada en el suelo, sobre la que se veía una preciosa cruz de madera tallada. Debajo de dicha cruz se leía en la piedra el nombre de Josefina. Se disponía a seguir su camino, cuando un joven le llamó, obligándole a detenerse.

–¿Qué se le ofrece a V.? –preguntó el médico.

–¿No se acuerda V. ya de mí? –dijo el que le había parado–; soy Víctor, el que le vendió aquel nacimiento para su hija.

–¡Ah, sí! –exclamó el doctor–; aquel nacimiento fue después de mis nietos, y aún deben conservarse de él algunas figurillas... ¿Y qué te haces ahora?

–Para llorar menos a Josefina he querido familiarizarme con la muerte, y soy enterrador. Aquí velo su tumba, cuya cruz he hecho, riego las flores que la rodean, la visito diariamente y a todas horas. Me han dicho que trate a otras mujeres, que ame a alguna; pero no puedo complacer a los que esto me aconsejan. Doctor, no se ría V. de mí, si le digo que veo a Josefina, porque es cierto. De noche sueño con ella y me dice siempre que me aguarda. Me ha citado para un día aún muy lejano y no puedo faltar a su cita. Entre tanto, van pasando los meses y los años, y estoy tranquilo considerando lo fácil que es morir y lo necio que es el que se quita la vida, que por larga que parezca es siempre corta. Yo no me mataré nunca, porque para merecer a Josefina debo permanecer todavía en este valle de lágrimas. ¿Se acuerda V. de ella?

–Sí, hijo mío –contestó el médico.

–Yo nunca olvidaré aquella noche que para todos fue Noche–Buena y quizá solo para mí fue noche mala.

–Víctor, conformidad y valor –dijo el doctor despidiéndose y estrechando la mano del joven.

–Tal vez dirá que he perdido el juicio –murmuró Víctor cuando se vio solo–; si es así, en esta falta de razón está mi ventura.

Y mientras esto pensaba, el doctor se alejaba diciendo:

–¡Pobre loco!

 

 

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