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Capítulo 20
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Imitación de María |
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Capítulo XX | ||
Que la caridad con el prójimo es señal cierta de bondad de alma.
¿Qué es el hombre sin caridad sino lámpara sin luz; y qué es el mundo sin amor sino cueva de ladrones llenos de crueldad? Mi corazón llevó en sí a todos los hombres, y siempre les manifesté afecto de madre. ¡Oh! ¡Cuánto sentí ver a Judas impenitente y al mal ladrón desesperado en la cruz! Fui traspasada de imponderable dolor viendo perecer eternamente tantas almas. ¡Cuán amargamente lloré que por su culpa muchos no tuviesen parte en los frutos de la Pasión de mi Hijo! Si a alguno veía en necesidad, al punto le ayudaba con caridad; y si materialmente no podía socorrerle hacíalo de palabra y de corazón. En vano crees amar a Dios si no tienes amor al prójimo. ¿Cómo puedes amar a quien no ves, si aborreces a quien tienes delante de los ojos? Tu caridad debe manifestarse para con todos; porque así el rico como el pobre, así el amigo como el enemigo, son imagen de Dios. La hermosura, la riqueza, el poder, el vestido, no son causas de verdadero amor, sino objetos de vana y necia presunción. Sin todo esto tu prójimo es también imagen de Dios, aunque sea miserable y esté falto de todo. Si amas a alguno por sus talentos, y no por ser imagen de Dios, no tienes el verdadero motivo del santo amor. Si amas a alguno porque es de genio parecido al tuyo, entonces no tienes más que amor propio y muchas veces vicioso. Si amas a alguno solo porque te hizo bien, tampoco posees la perfección del amor. No fundes tu amor en cosa alguna transitoria, porque durará poco, y el verdadero amor no concluye, sino persevera constante. No es gran cosa amar a alguno en la prosperidad, pues mueve aquí el propio interés: ayudar al prójimo en su miseria, este es amor que tiene gran merito ante Dios. Si tienes compasión de los miserables, en esto se probará tu amor. Ama ante todo las almas, y ruega siempre por su salvación: esto es amor sobre todo otro amor. Sea esta tu principal regla: Lo que para mí quiero, esto querré también para los demás; y lo que para mí no quiero, no lo haré a otro. Nunca te alegres de que le haya sucedido a tu hermano algún mal, ni rías si padece, aunque sea tu enemigo. Porque aun a los enemigos debes amar como a amigos, si quieres cumplir perfectamente el precepto de la caridad. El buen cristiano a nadie tiene por enemigo, así como el tampoco lo es de nadie; pues aun a los que le hacen mal los tiene por amigos, porque le dan ocasión de padecer algo por Dios. Tú quieres que se te perdonen al instante las injurias que a otro has hecho, y nunca quieres olvidarte de las que te hicieron a ti. Fácilmente perdonas si un buen amigo tuyo te ofendió en algo, y no quieres oir hablar de perdón si se trata de tu adversario. Mientras obres de un modo tan desigual no tendrás perfecta caridad. Atiende principalmente a los que han sido confiados a tu cuidado; pues de ellos te pedirá Dios cuenta más estrecha en el juicio. Ámalos santamente si no quieres portarte como infiel: ¡cuán grande premio recibirás por tu caridad si puedes decir en la hora de la muerte como Ulrico, abad premonstratense de Marchtall: «Señor, a Ti te dejo como en don las ovejas que un día me confiaste!». Porque esta misma fue la palabra de mi Hijo, que amó a los suyos hasta el fin, cuando dijo a su Padre celestial: «Guarde a los que me diste, y ni uno de ellos pereció, sino el hijo de perdición» (Joan., XVII, 12). ¡Sígueme! |
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