El baúl maravilloso - Hans Christian Andersen

Vivía en cierta ciudad un comerciante muy rico, tanto que habría podido empapelar una gran habitación con billetes del Banco; pero se guardaba muy bien de hacer semejante tontería, porque sabía emplear mejor sus riquezas. No gastaba un duro como no tuviese seguridad de que había de proporcionarle ganar otro. Era un trabajador infatigable, y calculaba muy bien antes de meterse en una empresa; por desgracia la muerte le sorprendió en medio de sus hábiles combinaciones. 

Su hijo heredó toda su fortuna, y en vez de emplearla bien, se dio una vida alegre: jugaba; iba todas las noches a los bailes de máscaras; se entretenía en hacer pajaritas de papel con billetes de Banco, y para echárselas de rumboso tiraba al agua monedas de oro, de igual modo que otros tiran piedras para ver las ondulaciones del líquido. Además prestaba a sus amigos gruesas sumas. De esta manera, no hay que extrañarlo, dio en breve al traste con sus tesoros, y llegó a no tener por toda fortuna más que cuatro pesetas y por guardarropa un par de zapatillas y una bata vieja. Sus amigos le abandonaron todos a un tiempo; uno de ellos, sin embargo, el que nunca le había pedido favor alguno y en cambio había censurado sus desórdenes, tuvo la bondad de enviarle un enorme baúl viejo con estas palabras: «Entra en este baúl y haz tu equipaje.» El consejo era bueno, en verdad; pero como el atolondrado joven no tenía equipo, se metió él mismo en el baúl. 

En cuanto cerró la tapa, se elevó el baúl por los aires como un pájaro. 

Apenas el hijo del comerciante se cercioró de esta propiedad maravillosa, ascendió por la ventana hacia las nubes y fue siempre hacia adelante con vertiginosa rapidez. Él baúl rechinaba, y tuvo miedo de que se partiese en dos pedazos y le hiciese dar un salto mortal. Sin embargo, llegó sano y salvo a una isla muy rica, cuya capital era una ciudad populosa. Observó que sus habitantes vestían de un modo semejante a los turcos. 

Ocultó su equipaje en el bosque entre las hojas secas, y se dirigió a la ciudad, dónde a nadie llamó la atención, puesto que las gentes andaban por las calles como él, con bata y zapatillas. Recorriendo IMS calles, le llamó la atención un ama de cría extraordinariamente gruesa que llevaba en brazos un niño. 

—Robusta nodriza, la dijo, ¿á quien pertenece aquel hermoso castillo cercano a la ciudad y cuyas ventanas están tan altas? 

—Es el palacio de la Princesa Real, contestó la nodriza. La han asegurado los magos que si se casa, su marido la hará muy desgraciada, y por eso nadie puede acercarse a ella sino en presencia del Rey y de la Reina. 

—Muchas gracias, y Dios te aumente la gordura, dijo el joven. 

Volviose en seguida al bosque, se metió en el baúl y tomó vuelo. No tardó en llegar al tejado del castillo, desde donde entró por la ventana en la habitación de la Princesa. Esta joven dormía en un sofá; su belleza era tan grande, que el hijo del comerciante, todo aturdido, la contempló admirado. Despertose ella toda asustada; pero él la dijo en tono solemne que era un enviado celestial, a quien el Dios que en aquel país se adoraba había encargado de que la hiciese dichosa. La Princesa se tranquilizó y esperó el resultado de la misiva. 

Sentose el joven con toda franqueza en una butaca, y comenzó a contarla historias maravillosas: entre ellas, la del Silbato, la del Paraíso, la del Bello ideal de los gatos, la de Almendrita y la del Soldado de plomo. 

La Princesa escuchaba con la boca abierta tan bonitos cuentos, y le prometió no tomar otro marido que a él. 

—Vuelve el sábado próximo, le dijo; mis papás, que son el Rey y la Reina, vendrán a tomar té y estarán orgullosos de hacerme casar con un enviado del cielo. Pero ten cuidado sobre todo de contarles alguna historia interesante. A mi madre la gustan los cuentos en que se trata de asuntos de la cocina; mi padre prefiere cuentos que le hagan desternillarse de risa. 

—Pierde cuidado, mi canastillo de boda estará lleno de aventuras maravillosas. 

Despidiéronse cariñosamente, y la Princesa le regaló un sable incrustado de monedas de oro, que por cierto le estaban haciendo mucha falta, pues aunque, como queda dicho, tenía todavía cuatro pesetas, éstas eran falsas y por eso no las había gastado aún. 

Con aquellas monedas de oro cenó en grande, se compró un turbante y una bata nueva, y luego se sentó en el bosque para inventar alguna historia. No tardó en convencerse de que no es tan fácil como parece inventar cuentos, y tuvo que decidirse a ir contando lo que se le ocurriera al buen tun tun. 

Llegó el sábado; el Rey y la Reina y toda la corte habían venido a tomar té en la habitación de la Princesa; el hijo del comerciante fue recibido en ella con la mayor amabilidad, porque la Princesa había hablado ya mucho de él. 

—¿Será usted tan amable que nos cuente alguna cosa sensible, instructiva y muy casera? dijo la Reina. 

—Mejor será alguna cosa que haga reír añadió, el Rey. 

—Con mucho gasto, replicó el joven. 

Y empezó a contar lo que sigue: 

«Había en una cocina una caja de fósforos de madera sumamente orgullosos de su alto nacimiento, porque procedían de un pino que antes de ser cortado a hachazos, había sido uno de los árboles más grandes del bosque. Los fósforos estaban colocados entre un eslabón y una vieja olla de hierro, a los que contaba la historia de su infancia. 

»—Sí, decían, en los tiempos que éramos una rama verde vivíamos felices como en el paraíso. Todas las mañanas y todas las noches nos servían del cielo un té de diamantes, al que los hombres llaman rocío. Todos los días cuando el sol brillaba nos hacía tiernas caricias, y las aves nos cantaban historias muy interesantes. Erramos también ricos, porque los otros árboles no estaban vestidos sino en el verano; pero nuestra familia tenía medios suficientes para darnos trajes verdes lo mismo en el invierno que en el verano. Además teníamos hermosas piñas con piñones muy sabrosos. Ocurrió una gran revolución y nuestra familia fue dispersada por los leñadores. Nuestro tronco alcanzó el empleo de palo mayor en un magnífico buque que ahora estará dando la vuelta al mundo, si es que no ha naufragado; otras ramas obtuvieron otros empleos tan nobles como el de bastones; otras mas desgraciadas sirvieron para leña, y nuestro destino fue alumbrar la multitud. De este modo es como a pesar de nuestro origen distinguido nos encontramos hoy en la cocina. Mientras estamos apagados nadie reconoce nuestra importancia; pero en cuanto nos encienden, brillamos y quemamos tanto como el sol, y somos poderosos y fuertes. 

»—Mi suerte es muy diferente, dijo entonces la olla de hierro. Desde que he venido al mundo, no han hecho más que llenarme de comida, ponerme al fuego, quitarme y fregarme: soy de la más alta importancia en la casa, y nunca estoy sola. Mi mayor placer consiste en verme colocada limpia y reluciente sobre el vasar después de comer y en echar un párrafo con mis compañeras. Desgraciadamente estamos siempre aquí emparedadas, a excepción del cubo del agua, que algunas veces da un paseo por el corral. Es verdad que la cesta de la compra nos trae algunas veces noticias de fuera; pero habla, como plebeya que es, con demasiado descaro del gobierno y del pueblo. Anteayer una olla anciana se enfadó tanto al oiría hablar con tan poco respeto, que se cayó al suelo y se rompió. La cesta con sus ideas muy avanzadas pertenece a la oposición, y nunca subirá al poder. 

»—Basta de charla, repuso el eslabón, y frotándose el acero contra el pedernal hizo saltar chispas. Vamos a divertirnos un poco esta noche? 

»—Sí, replicaron los fósforos, hablemos, y a ver quién resulta el más noble de todos nosotros. Nadie hay que valga y pueda tanto como nosotros. 

» —Ninguna conversación me parece tan interesante como hablar de mí, observó la olla de barro. Principiaré por contar la historia de mi vida, y luego cada cual hará lo mismo. No hay nada tan divertido. Ahora bien; en las orillas del Tajo, no lejos de los soberbios plantíos de viñedos y olivares que cubren el suelo de mi querida patria, la vieja Talavera de la Reina 

»—¡Bravo, magnífico principio! exclamaron los platos; he aquí una olla que habla mejor que Demóstenes. 

»—En Talavera hay mucha industria de alfarería, continuó la olla de barro, y allí pasé mi juventud en el seno de una familia apacible. Los muebles de aquella casa se limpiaban cada quince días, se layaba el piso y se planchaban las cortinas. 

»—Me interesa mucho esa relación, dijo la escoba; y podría decirse oyéndola que es usted toda una mujer de su casa. 

»—Es verdad, dijo el cubo; pero esto me parece un poco aburrido. 

»Y dio un bostezo tan atroz, que una parte del agua que contenía cayó bruscamente a tierra. 

»La olla continuó su relación 

cuyo fin era tan interesante como el 

principio. 

»Todos los platos se agitaron alegremente, y la escoba cogió algunas ramas de perejil y quiso coronar a la olla, no sólo porque la divirtiese su relación. sino principalmente porque había acabado. 

»—Vamos a estirar las piernas, dijeron las tenazas, y se pusieron a bailar. 

»Era curioso de ver con qué gracia sabían levantar las pantorrillas al aire. La tapa vieja de la caja rechinó de risa viéndolas.

»—Queremos también que se nos corone, dijeron las tenazas, y se las coronó. 

»—¡Qué vanidosas! pensaron los fósforos: eso lo merecemos sólo nosotros, que valemos más que nadie. 

»En seguida se rogó a la tetera que cantase, pero no quiso porque dijo que tenía un resfriado. Decía esto por orgullo, porque todos los días se dejaba oír cuando había mucha gente en el salón. 

»En el alero de la ventana había una pluma de ganso, de la que la criada se servía para escribir. Esta pluma no tenía nada de particular, a no ser que la habían hundido muchas veces en el tintero, y que empezaba a abrirse de puntos; pero se daba mucha importancia. 

»—Si no quiere cantar la tetera, dijo, nos pasaremos sin su canto. Precisamente ahí fuera en la jaula hay un ruiseñor que cantará sin hacerse rogar, aun cuando no sepa nada. Seremos indulgentes esta noche, y nos contentaremos con oír la mala música de ese pajarraco. 

»—Esa proposición me parece bastante inconveniente contestó el perol, que era primo de la tetera y que a menudo cantaba en la cocina, cuando hervía en el agua; ¿por qué liemos de admitir entre nosotros una ave extraña? Eso no es patriótico, y si no que lo diga la cesta de la compra. 

»—Si he de decir verdad, replicó la cesta, estoy muy disgustada por pasar la velada de esta suerte. Sería mejor que todos callarais para oírme a mí; cada cual se quedaría en su sitio y yo dirigiría las diversiones. Yo os contaré lo que pasa por el mundo. 

»—No, queremos divertirnos todos, contestaron los utensilios de cocina. 

»En aquel momento se abrió la puerta. Era la criada. Entonces se callaron todos, y nadie se atrevió a moverse. Sin embargo, no había entre todos los cacharros uno que no se creyese muy noble y de un origen muy distinguido. 

«—Sí, pensaba cada uno, si se me hubiera querido encargar a mí de todo, nos hubiéramos divertido más esta noche» 

»—La criada cogió los fósforos para encender el fuego. ¡Cielos, qué orgullosos se pusieron, cómo chillaron y cómo se inflamaron dando chasquidos! 

»—Ahora, decían en voz alta, todo el mundo se ve obligado a reconocer nuestro esplendor. ¡Qué luz! ¡qué fuego! 

»Y cuando más orgullosos estaban, murieron de repente, reduciéndose a un poco de cenizas.» 

—¡Esto es lo que se llama un cuento bonito! dijo la Reina; mientras lo oía me creía transportada a la cocina junto a los fósforos. Joven, tú te casarás con nuestra hija. 

—Sí, añadió el Rey; tendrás a nuestra hija por esposa, y pasado mañana será la boda. 

Ya se tuteaban todos, y se miraba al hijo del comerciante como individuo de la familia. 

Al día siguiente, víspera de la boda, se iluminó toda, la ciudad, se desparramaron por las calles confites, yemas y pasteles; bubo fuentes de vino; los muchachos trepaban a los árboles, gritando: «¡Viva ehPríncipe! » Era ciertamente un espectáculo magnífico, y el pueblo estaba entusiasmado. 

—Esta es la mía, dijo para sí el hijo del comerciante; ahora es cuando Tan a saber quién soy yo. 

Compró una gran cantidad' de cohetes, de petardos; y de todos clases de paquetes necesarios para hacer fuegos artificiales, los metió m su baúl y se elevó por los aires. 

— ¡Pim! ¡pum! ¡ruch! ¡rich!¡rach! ¡sis! ¡sis! ¡plaaf! ¡Qué detonaciones, qué estallidos, qué luces de bengalas, amarillas, verdes y azules! 

Al ver tales prodigios, todos los habitantes de la ciudad se pusieron a saltar de tal modo que sus zapatillas volaban hasta sus orejas; jamás habían visto semejante fenómeno. Ahora sí que ya estaban convencidos de que era enviado de Dios el que iba a casarse con la Princesa. 

¡Qué de comentarios hacían las gentes! Cada cual había visto aquello de una manera distinta, pero todos estaban encantados. 

—Yo he visto al que mañana será nuestro Príncipe, decía uno; tenía los ojos brillantes como las estrellas, y una barba que se parecía a la espuma de las olas. 

—Se embozaba en un manto de fuego como en una capa, decía otro, y en los pliegues de su manto revoloteaban preciosos angelitos. 

Mientras tanto, el hijo del comerciante se tiraba de los pelos lleno de desesperación. El baúl se había quemado con una chispa de los fuegos artificiales; le arrastró a una inmensa distancia, y en breve no quedaba de él más que un poco de ceniza. El infeliz muchacho se dio un batacazo horrible al quemarse el baúl, y cuando quiso recordar, estaba tan lejos que ya no podía volar ni volver a ver a su prometida. Ella le esperó en el terrado todo el día, y puede que aún le esté esperando, a menos que no se haya aburrido y se haya decidido a casarse con otro. Él, entretanto, recorre el mundo contando aventuras; pero le dan poco dinero por sus cuentos, y se arrepiente mil veces de haber tirado a la calle la fortuna que su padre le había dejado a costa de tantos trabajos. 

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Vivía en cierta ciudad un comerciante muy rico, tanto que habría podido empapelar una gran habitación con billetes del Banco; pero se guardaba muy bien de hacer semejante tontería, porque sabía emplear mejor sus riquezas. No gastaba un duro como no tuviese seguridad de que había de proporcionarle ganar otro. Era un trabajador infatigable, y calculaba muy bien antes de meterse en una empresa; por desgracia la muerte le sorprendió en medio de sus hábiles combinaciones. 

Su hijo heredó toda su fortuna, y en vez de emplearla bien, se dio una vida alegre: jugaba; iba todas las noches a los bailes de máscaras; se entretenía en hacer pajaritas de papel con billetes de Banco, y para echárselas de rumboso tiraba al agua monedas de oro, de igual modo que otros tiran piedras para ver las ondulaciones del líquido. Además prestaba a sus amigos gruesas sumas. De esta manera, no hay que extrañarlo, dio en breve al traste con sus tesoros, y llegó a no tener por toda fortuna más que cuatro pesetas y por guardarropa un par de zapatillas y una bata vieja. Sus amigos le abandonaron todos a un tiempo; uno de ellos, sin embargo, el que nunca le había pedido favor alguno y en cambio había censurado sus desórdenes, tuvo la bondad de enviarle un enorme baúl viejo con estas palabras: «Entra en este baúl y haz tu equipaje.» El consejo era bueno, en verdad; pero como el atolondrado joven no tenía equipo, se metió él mismo en el baúl. 

En cuanto cerró la tapa, se elevó el baúl por los aires como un pájaro. 

Apenas el hijo del comerciante se cercioró de esta propiedad maravillosa, ascendió por la ventana hacia las nubes y fue siempre hacia adelante con vertiginosa rapidez. Él baúl rechinaba, y tuvo miedo de que se partiese en dos pedazos y le hiciese dar un salto mortal. Sin embargo, llegó sano y salvo a una isla muy rica, cuya capital era una ciudad populosa. Observó que sus habitantes vestían de un modo semejante a los turcos. 

Ocultó su equipaje en el bosque entre las hojas secas, y se dirigió a la ciudad, dónde a nadie llamó la atención, puesto que las gentes andaban por las calles como él, con bata y zapatillas. Recorriendo IMS calles, le llamó la atención un ama de cría extraordinariamente gruesa que llevaba en brazos un niño. 

—Robusta nodriza, la dijo, ¿á quien pertenece aquel hermoso castillo cercano a la ciudad y cuyas ventanas están tan altas? 

—Es el palacio de la Princesa Real, contestó la nodriza. La han asegurado los magos que si se casa, su marido la hará muy desgraciada, y por eso nadie puede acercarse a ella sino en presencia del Rey y de la Reina. 

—Muchas gracias, y Dios te aumente la gordura, dijo el joven. 

Volviose en seguida al bosque, se metió en el baúl y tomó vuelo. No tardó en llegar al tejado del castillo, desde donde entró por la ventana en la habitación de la Princesa. Esta joven dormía en un sofá; su belleza era tan grande, que el hijo del comerciante, todo aturdido, la contempló admirado. Despertose ella toda asustada; pero él la dijo en tono solemne que era un enviado celestial, a quien el Dios que en aquel país se adoraba había encargado de que la hiciese dichosa. La Princesa se tranquilizó y esperó el resultado de la misiva. 

Sentose el joven con toda franqueza en una butaca, y comenzó a contarla historias maravillosas: entre ellas, la del Silbato, la del Paraíso, la del Bello ideal de los gatos, la de Almendrita y la del Soldado de plomo. 

La Princesa escuchaba con la boca abierta tan bonitos cuentos, y le prometió no tomar otro marido que a él. 

—Vuelve el sábado próximo, le dijo; mis papás, que son el Rey y la Reina, vendrán a tomar té y estarán orgullosos de hacerme casar con un enviado del cielo. Pero ten cuidado sobre todo de contarles alguna historia interesante. A mi madre la gustan los cuentos en que se trata de asuntos de la cocina; mi padre prefiere cuentos que le hagan desternillarse de risa. 

—Pierde cuidado, mi canastillo de boda estará lleno de aventuras maravillosas. 

Despidiéronse cariñosamente, y la Princesa le regaló un sable incrustado de monedas de oro, que por cierto le estaban haciendo mucha falta, pues aunque, como queda dicho, tenía todavía cuatro pesetas, éstas eran falsas y por eso no las había gastado aún. 

Con aquellas monedas de oro cenó en grande, se compró un turbante y una bata nueva, y luego se sentó en el bosque para inventar alguna historia. No tardó en convencerse de que no es tan fácil como parece inventar cuentos, y tuvo que decidirse a ir contando lo que se le ocurriera al buen tun tun. 

Llegó el sábado; el Rey y la Reina y toda la corte habían venido a tomar té en la habitación de la Princesa; el hijo del comerciante fue recibido en ella con la mayor amabilidad, porque la Princesa había hablado ya mucho de él. 

—¿Será usted tan amable que nos cuente alguna cosa sensible, instructiva y muy casera? dijo la Reina. 

—Mejor será alguna cosa que haga reír añadió, el Rey. 

—Con mucho gasto, replicó el joven. 

Y empezó a contar lo que sigue: 

«Había en una cocina una caja de fósforos de madera sumamente orgullosos de su alto nacimiento, porque procedían de un pino que antes de ser cortado a hachazos, había sido uno de los árboles más grandes del bosque. Los fósforos estaban colocados entre un eslabón y una vieja olla de hierro, a los que contaba la historia de su infancia. 

»—Sí, decían, en los tiempos que éramos una rama verde vivíamos felices como en el paraíso. Todas las mañanas y todas las noches nos servían del cielo un té de diamantes, al que los hombres llaman rocío. Todos los días cuando el sol brillaba nos hacía tiernas caricias, y las aves nos cantaban historias muy interesantes. Erramos también ricos, porque los otros árboles no estaban vestidos sino en el verano; pero nuestra familia tenía medios suficientes para darnos trajes verdes lo mismo en el invierno que en el verano. Además teníamos hermosas piñas con piñones muy sabrosos. Ocurrió una gran revolución y nuestra familia fue dispersada por los leñadores. Nuestro tronco alcanzó el empleo de palo mayor en un magnífico buque que ahora estará dando la vuelta al mundo, si es que no ha naufragado; otras ramas obtuvieron otros empleos tan nobles como el de bastones; otras mas desgraciadas sirvieron para leña, y nuestro destino fue alumbrar la multitud. De este modo es como a pesar de nuestro origen distinguido nos encontramos hoy en la cocina. Mientras estamos apagados nadie reconoce nuestra importancia; pero en cuanto nos encienden, brillamos y quemamos tanto como el sol, y somos poderosos y fuertes. 

»—Mi suerte es muy diferente, dijo entonces la olla de hierro. Desde que he venido al mundo, no han hecho más que llenarme de comida, ponerme al fuego, quitarme y fregarme: soy de la más alta importancia en la casa, y nunca estoy sola. Mi mayor placer consiste en verme colocada limpia y reluciente sobre el vasar después de comer y en echar un párrafo con mis compañeras. Desgraciadamente estamos siempre aquí emparedadas, a excepción del cubo del agua, que algunas veces da un paseo por el corral. Es verdad que la cesta de la compra nos trae algunas veces noticias de fuera; pero habla, como plebeya que es, con demasiado descaro del gobierno y del pueblo. Anteayer una olla anciana se enfadó tanto al oiría hablar con tan poco respeto, que se cayó al suelo y se rompió. La cesta con sus ideas muy avanzadas pertenece a la oposición, y nunca subirá al poder. 

»—Basta de charla, repuso el eslabón, y frotándose el acero contra el pedernal hizo saltar chispas. Vamos a divertirnos un poco esta noche? 

»—Sí, replicaron los fósforos, hablemos, y a ver quién resulta el más noble de todos nosotros. Nadie hay que valga y pueda tanto como nosotros. 

» —Ninguna conversación me parece tan interesante como hablar de mí, observó la olla de barro. Principiaré por contar la historia de mi vida, y luego cada cual hará lo mismo. No hay nada tan divertido. Ahora bien; en las orillas del Tajo, no lejos de los soberbios plantíos de viñedos y olivares que cubren el suelo de mi querida patria, la vieja Talavera de la Reina 

»—¡Bravo, magnífico principio! exclamaron los platos; he aquí una olla que habla mejor que Demóstenes. 

»—En Talavera hay mucha industria de alfarería, continuó la olla de barro, y allí pasé mi juventud en el seno de una familia apacible. Los muebles de aquella casa se limpiaban cada quince días, se layaba el piso y se planchaban las cortinas. 

»—Me interesa mucho esa relación, dijo la escoba; y podría decirse oyéndola que es usted toda una mujer de su casa. 

»—Es verdad, dijo el cubo; pero esto me parece un poco aburrido. 

»Y dio un bostezo tan atroz, que una parte del agua que contenía cayó bruscamente a tierra. 

»La olla continuó su relación 

cuyo fin era tan interesante como el 

principio. 

»Todos los platos se agitaron alegremente, y la escoba cogió algunas ramas de perejil y quiso coronar a la olla, no sólo porque la divirtiese su relación. sino principalmente porque había acabado. 

»—Vamos a estirar las piernas, dijeron las tenazas, y se pusieron a bailar. 

»Era curioso de ver con qué gracia sabían levantar las pantorrillas al aire. La tapa vieja de la caja rechinó de risa viéndolas.

»—Queremos también que se nos corone, dijeron las tenazas, y se las coronó. 

»—¡Qué vanidosas! pensaron los fósforos: eso lo merecemos sólo nosotros, que valemos más que nadie. 

»En seguida se rogó a la tetera que cantase, pero no quiso porque dijo que tenía un resfriado. Decía esto por orgullo, porque todos los días se dejaba oír cuando había mucha gente en el salón. 

»En el alero de la ventana había una pluma de ganso, de la que la criada se servía para escribir. Esta pluma no tenía nada de particular, a no ser que la habían hundido muchas veces en el tintero, y que empezaba a abrirse de puntos; pero se daba mucha importancia. 

»—Si no quiere cantar la tetera, dijo, nos pasaremos sin su canto. Precisamente ahí fuera en la jaula hay un ruiseñor que cantará sin hacerse rogar, aun cuando no sepa nada. Seremos indulgentes esta noche, y nos contentaremos con oír la mala música de ese pajarraco. 

»—Esa proposición me parece bastante inconveniente contestó el perol, que era primo de la tetera y que a menudo cantaba en la cocina, cuando hervía en el agua; ¿por qué liemos de admitir entre nosotros una ave extraña? Eso no es patriótico, y si no que lo diga la cesta de la compra. 

»—Si he de decir verdad, replicó la cesta, estoy muy disgustada por pasar la velada de esta suerte. Sería mejor que todos callarais para oírme a mí; cada cual se quedaría en su sitio y yo dirigiría las diversiones. Yo os contaré lo que pasa por el mundo. 

»—No, queremos divertirnos todos, contestaron los utensilios de cocina. 

»En aquel momento se abrió la puerta. Era la criada. Entonces se callaron todos, y nadie se atrevió a moverse. Sin embargo, no había entre todos los cacharros uno que no se creyese muy noble y de un origen muy distinguido. 

«—Sí, pensaba cada uno, si se me hubiera querido encargar a mí de todo, nos hubiéramos divertido más esta noche» 

»—La criada cogió los fósforos para encender el fuego. ¡Cielos, qué orgullosos se pusieron, cómo chillaron y cómo se inflamaron dando chasquidos! 

»—Ahora, decían en voz alta, todo el mundo se ve obligado a reconocer nuestro esplendor. ¡Qué luz! ¡qué fuego! 

»Y cuando más orgullosos estaban, murieron de repente, reduciéndose a un poco de cenizas.» 

—¡Esto es lo que se llama un cuento bonito! dijo la Reina; mientras lo oía me creía transportada a la cocina junto a los fósforos. Joven, tú te casarás con nuestra hija. 

—Sí, añadió el Rey; tendrás a nuestra hija por esposa, y pasado mañana será la boda. 

Ya se tuteaban todos, y se miraba al hijo del comerciante como individuo de la familia. 

Al día siguiente, víspera de la boda, se iluminó toda, la ciudad, se desparramaron por las calles confites, yemas y pasteles; bubo fuentes de vino; los muchachos trepaban a los árboles, gritando: «¡Viva ehPríncipe! » Era ciertamente un espectáculo magnífico, y el pueblo estaba entusiasmado. 

—Esta es la mía, dijo para sí el hijo del comerciante; ahora es cuando Tan a saber quién soy yo. 

Compró una gran cantidad' de cohetes, de petardos; y de todos clases de paquetes necesarios para hacer fuegos artificiales, los metió m su baúl y se elevó por los aires. 

— ¡Pim! ¡pum! ¡ruch! ¡rich!¡rach! ¡sis! ¡sis! ¡plaaf! ¡Qué detonaciones, qué estallidos, qué luces de bengalas, amarillas, verdes y azules! 

Al ver tales prodigios, todos los habitantes de la ciudad se pusieron a saltar de tal modo que sus zapatillas volaban hasta sus orejas; jamás habían visto semejante fenómeno. Ahora sí que ya estaban convencidos de que era enviado de Dios el que iba a casarse con la Princesa. 

¡Qué de comentarios hacían las gentes! Cada cual había visto aquello de una manera distinta, pero todos estaban encantados. 

—Yo he visto al que mañana será nuestro Príncipe, decía uno; tenía los ojos brillantes como las estrellas, y una barba que se parecía a la espuma de las olas. 

—Se embozaba en un manto de fuego como en una capa, decía otro, y en los pliegues de su manto revoloteaban preciosos angelitos. 

Mientras tanto, el hijo del comerciante se tiraba de los pelos lleno de desesperación. El baúl se había quemado con una chispa de los fuegos artificiales; le arrastró a una inmensa distancia, y en breve no quedaba de él más que un poco de ceniza. El infeliz muchacho se dio un batacazo horrible al quemarse el baúl, y cuando quiso recordar, estaba tan lejos que ya no podía volar ni volver a ver a su prometida. Ella le esperó en el terrado todo el día, y puede que aún le esté esperando, a menos que no se haya aburrido y se haya decidido a casarse con otro. Él, entretanto, recorre el mundo contando aventuras; pero le dan poco dinero por sus cuentos, y se arrepiente mil veces de haber tirado a la calle la fortuna que su padre le había dejado a costa de tantos trabajos. 

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