La señora Manolita, vecina insigne de un pueblo andaluz, había muerto de ochenta y siete años, única enfermedad aceptable para morirse. Fue muy llorada, no sólo porque desaparecía de entre los vivos, sino porque a su paso por este bajo mundo supo dejar quien llorase su muerte: esposo—el señor Rafael, carpintero de oficio, por mal nombre Cuña;—hijos, presentes unos y ausentes otros; nietos, biznietos... y una caterva innumerable de sobrinos, primos, nueras, yernos y demás plaga de la familia.
Tal se la quería en todo el pueblo, donde también dejó huella imborrable de su existencia, merced a dos famosas recetas de su invención, una para curar los sabañones y otra para amasar pestiños; tal se la quería, que aun después del novenario del fallecimiento, el señor Rafael, el afligido Cuña y sus hijos, continuaban recibiendo pruebas inequívocas del afecto de sus amigos y parientes, muchos de los cuales iban casi todas las noches a su casa a darles compañía. Aseguraba la malicia que a lo que iban era a catar un soberbio aguardiente de guindas que tiraba de espaldas; pero ¿de qué no se ha de sacar partido y se ha de hablar mal en esta tierra de pecadores? Y cuenta que cuando se acabó el aguardiente, Cuña se quedó solo con el casco. Lo cual, sin embargo, no autoriza a creer a los murmuradores, sino a señalar, lamentándola, la pícara casualidad.
Ya se sabe lo que son estas veladas: de todo se habla en ellas menos del difunto, porque si el objeto es aliviar la pena de los que le lloran, es absolutamente indiscreto ponerse a recordar sus virtudes y buenas prendas. Así, pues, en casa del gran Cuña se hablaba de todos los vecinos del pueblo que no estaban allí—a excepción de la muerta, que tampoco estaba y nadie se acordaba de ella;—se jugaba a la brisca y al tute, se empinaba el codo un poquillo y, a última hora, se contaban cuentos y chascarrillos verdes, para lo que el propio señor Rafael tenía la mejor gracia del mundo.
Sólo en una habitación de la casa rendíase a la señora Manolita callado y silencioso culto. En torno a un braserillo cuasi apagado, y a la media luz de un quinqué de petróleo, hacían calceta cuatro viejas. Hablar, no hablaban jota. De cuando en cuando, alguna tosecilla, algún carraspeo, algún suspiro... Pero bien sabe Dios que la señora Manolita no se les caía del pensamiento.
¿Y no había nadie más en aquel sosegado cuartito? Sí, por cierto: en un rincón, borrados por la sombra, había un hombre y una mujer charlando sin tregua; pero con charla tan apagada y misteriosa, tan quedita y suave, que no podía ser sino charla de enamorados. El estaba mal embozado en su capa; ella, bien envuelta en un mantón de estambre. En los ojos de los dos brillaba la alegría, el contento de vivir... Sobre la falda de la mocita dormía un gato negro, pequeñín, del que salía un rumor continuado y monótono, que por allí se llama «hacer la ollita». Otro gato, tal vez habría buscado la falda de una de las viejas por hallarse más cerca del brasero; pero éste era un gato de buen gusto, y prefirió el calor natural de la juventud. No hay motivo para censurarle.
Oigamos a los enamorados:
—¿Pensó usté en aqueyo?
—No.
—¿Por qué?
—Porque eso no se piensa: o sale de adentro o no sale.
—Me es iguá. ¿Sale?
—Miste: lo que tengo de responderle a usté, lo sé desde er día que estrenó usté la capa.
—¿Le gusté?
—Me gustaron los embosos.
—Estos son. Coloraos. Juegan con sus labios de usté.
—Con mis labios no juega nadie, amigo.
—Pos a vé si me contestan formales: ¿cuándo me saca usté der purgatorio?
—Así que pase er frío. Ya vé usté si lo apresio.
—Es que disen que año nuevo, vida nueva, y Disiembre se va, y yo quiero principiá el año que viene en la gloria bendita. Es desí, que de su reja de usté no me van a despegá ni con agua caliente.
—¡Está usté aviao! En Enero no pelo yo la pava.
—¿Por qué?
—Por mó der relente.
—Yo ensenderé un puro, y usté se arrima a la candela.
-Me via a quemá.
—Güeno; pos lo dejaremos pa Febrero. ¿Le paese a usté bien?
-No, señó; ¿en un mes loco vamos a empesá una cosa tan seria?
—Según eso... la vamos a empesá. Ya está usté cogía.
—Ayá veremos.
—Quié desí que si no es en Febrero, será en Marso.
—¿En Marso, con er viento que hase, y la guasa que trae la Cuaresma, y espinacas los viernes?... No pué sé.
—¡Caramba, niña, que va un trimestre de dificurtaes!
—¿Y qué le hasemos?
—Pero ya está entendío: usté a lo que tira es a dí con las flores, pa que to sean flores entre nosotros. ¿Verdá? ¡Y que tengo yo unos claveles disiplinaos, que ayá por Abrí eyos solitos van a escaparse de la maseta pa írsele a usté ar moño!
—Si viera usté que he leído en er Saragosano—porque yo sé leé—que en er mes de Abrí va a diluviá... ¡Y yo no quiero que usté se moje en la ventana!
—Pasiencia. ¿Ha leído usté si en Mayo habrá só?
—En Mayo, sí.
—¡Ole!
—No, no; pare usté er cohete. En cuarquier mes entro en relaciones menos en Mayo.
—Explique usté eso.
—Porque en Mayo se arregló mi hermana Esperansa con su novio, y le salió vano.
—¿Y vi yo a pagá eso?
—¿No lo pago yo?
—Ea, pos vamos a Junio; pero ya de Junio no me pase usté.
—En Junio andaré yo mu ocupá con los esámenes de mi hermaniyo.
—¿Ah, sí?
—¡Claro!
—¡Está bien, hombre, está bien! ¿Es decí que medio año tirao a la caye? ¿Y qué me cuenta usté de Julio? ¡Un mes tan bonito!
—Me horrorisa la copla:
Los amores de Julio
son chaparrones.
No hagas caso, muchacha,
de esos amores.
—¡Por vía e la coplita e Dios!
—Pos Agosto también tiene la suya. Oiga usté y quéese usté helao:
Los amores de Agosto
yo no los quiero
porque pasa er verano,
viene el invierno.
—¡Así no vamos a acabá, niña! ¡Antes que el invierno, yega el otoño! ¿Le gusta a usté Setiembre pa pelá la pava conmigo?
—Sabe usté, que como a mi hermaniyo le van a dá calabasas en Junio, en Setiembre se me va a podé ahogá a mí con un pelo, hasta vé si sale o no sale.
—¡Camará! ¿Y Ortubre?
—En Ortubre prinsipian a caerse las hojas, y no hay humó pa ná.
—¡Morena, que se nos va el año! ¿Tiene pa usté argún pero Noviembre?
—Muchos peros, no uno. Lo dise er refrán: «Noviembre, mes de peros, castañas y nueses.» Y los peros, malo; pero las castañas, peó.
—¿Entonses, qué?... ¡Disiembre y no hay más!
—¡Disiembre! ¡Fin de año! ¿Quién planta una maseta cuando se está poniendo er só? Se aguarda a que amanesca otro día. Espere usté un poquito... y año nuevo, vida nueva. Usté lo ha dicho antes.
—¿Ahora estamos ahí? ¡Pos hágase usté cuenta de que esta conversasión la hemos tenío el año pasao, y listos! Dentro de cuatro días le digo yo a usté en su ventana esta copla, ya que sé que le gustan:
A la luna de Enero
te he comparado,
que es la luna más clara
de todo el año.
Siguió el palique... Al sonar las once en el reloj de la iglesia cercana, se levantó una de las viejas, dió las buenas noches a las otras, llamó por señas a la muchacha, y juntas salieron de la habitación. Protestó el mozo, acomodándose la capa sobre los hombros, y calándose el sombrero de ala ancha, y protestó el gato abriendo dos palmos de boca. El gato se arrimó al brasero, y el hombre salió tras la mujer.
Ya en la calle, vieja y moza apretaron el paso, porque la noche estaba fría. El las seguía de lejos. Tras mucho andar por las calles desiertas, en las que sólo hallaron un perro olfateando un montón de escombros, y un borracho que las obligó a cambiar de acera, detuviéronse ante una casa bajita y pobre. Allí estaba la reja que debía ser testigo, durante un año, al menos, de la ventura de dos enamorados. Al llegar frente a ella la mocita volvió la cara... Parecía un lucero.
Aquella noche soñaron los amantes. ¿El uno con el otro? No. Soñaron con la pobre señora Manolita, la difunta compañera del veterano Cuña, que desde el otro mundo les decía:
—¡Ah, tunantes! ¿Con que se aprovechan ustedes de que yo me he muerto para arreglar sus cosas? ¡Bien está, bien está!... No me enfado. Casi me alegro de haberles proporcionado la coyuntura. Porque—¡qué demonio!—yo, a mis ochenta y tantos, no tenía más que hacer que morirme, y ustedes, a sus veinte y pico, no tenían más remedio que quererse.
Y el cuento de aquel sueño en que danzaban la muerte y la vida, fue el primer tema de la primera pava. |