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"Los gallos" |
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Biografía de Dora Alonso en Wikipedia | |
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Música: Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Los gallos |
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Al amanecer el mar le entró por la nariz y la boca, estremeciéndolo. -¡Qué salado es, carajo! Probó a mover los brazos y piernas y logró mantenerse en la superficie breves segundos, abarcando la espléndida visión del oleaje, de la espuma y de la costa verdinegra, que en una luz de ensueño se dibujaba a lo lejos. Le parecía increíble saberse allí. ¿Cuántos años deseó entrar al mar, tentado del pueril afán de chapotear, de sumergirse en aquel ancho mundo que no cesaba de moverse? Inesperadamente se realizaba su deseo y él recibía emoción nueva a través de la piel curtida, de sus manos de guajiro que lo removían locamente. Al descender por la tibieza del agua profunda, sentía las venas llenas de mar, pudiendo adivinar el extraño movimiento ondulante de sus cabellos esparcidos. De su boca, al debatirse bajo el transparente peso, brotaban burbujas. Como si jugara, en la misma forma tantas veces imaginada, se impulsó hacia arriba nuevamente, sacando la cabeza y sorprendiendo ahora el solitario vuelo de un pájaro marino. El alcatraz parecía acechar una mancha de peces. Sin hacer caso del hombre que aparecía y desaparecía, se lanzaba con las alas fuertemente plegadas y girando con todo el cuerpo, clavándose como flecha en el oleaje. Luego levantaba con poderosos y lentos aletazos, volando bajo sobre lo azul. Los ojos del náufrago se asieron a la plácida visión. Trataba de seguir al pájaro en su vuelo y alcanzó, otra vez, a verle zambullirse, pero cuando emergió, elevándose, no pudo entender lo que había sucedido. El alcatraz se veía distinto. Tenía el cuello tusado, el ojo vivo, un pico breve y amarillo. La cresta recortada se le arrugaba sobre la cabeza. Lo más hermoso era el arco tornasolado de la cola. Contra el cielo amanecido el transformado pájaro se mantenía inconfundible. Comenzó entonces a forzar la memoria para recordar aquel gallo, sin conseguirlo. Sacudiéndose con impaciencia las suaves pelusas del ceibo, que volaban libremente por el patio nevando el aire, llegó a la gallera. Dentro de la jaula vio sus gallos cautivos, como finos cuchillos emplumados dispuestos a la carnicería. Aparecían gallos de agua por todas partes. Llegaban atravesados por la pequeña luz del día, aleteando a su alrededor, empinándose. Cantaban. El hombre se asustó pensando que algo raro le estaba sucediendo. Una sensación de congoja le oprimía al entender que estaba sintiendo al revés de lo que se ordenaba, y volviendo atrás sus ojos y buscando sus gallos dentro del mar. Con el pecho inflado de agua verde, con la boca llena de sal, en medio de la vasta soledad, trataba de mirar arriba por desmentir al solitario alcatraz que iba y venía. Pero cada vez que se acercó planeando, zambullendo, volando, vio un gallo fino. Pudo reconocer hasta el talón de hueso y puya que conocía al tacto. Casi en la cara lo alumbraba el revuelo. El canto llegó también para acompañarle. Descendía con él más abajo, donde todo era negro, donde el agua pesaba, donde doblaban sordas campanas anegadas; donde, quizá iba a quedarse. Con su última mirada alcanzó a ver, siguiéndole, flotando y acudiendo, todo cuanto había pretendido dejar atrás. Tuvo fugaz conciencia de morir inútilmente.
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