Enrique acabó de tomar el café, pagó al
mozo y salió de Fornos. Señalaba las cinco y
cuarto el reloj de la Equitativa, cuya elegante
cupulilla destacábase airosa sobre el azul del
cielo.
Enrique, por rara casualidad, no tenia aquella
tarde que asistir a la oficina de la Compañía
en que estaba empleado, donde pasaba los días
enteros trabajando en planos de ingeniería.
Al verse libre suspiró con placer el aire puro de
aquell a tarde espléndida, una de esas hermosas
y apacibles tardes que se disfrutan en Madrid
los días de otoño, en que el cielo sereno y limpio semeja inmenso dosel de purísimo azul,
que cobija la ciudad, y en que un aire suave
refresca el ambiente.
Como era muy aficionado a dar largos paseos,
quiso aprovecharla dando alguno, y dirigióse hacia el Retiro.
Por el camino recordó cuánta habíanle alabado
unos amigos las bellezas del campo de la
Moncloa. Y como también le dijeran que reuníanse todas las tardes, de cinco a seis en la
cervecería el Laurel de Baco, para desde allí
juntos emprender sus caminatas, pensó en ir
allá. Y decidido subió a un tranvía que cruzaba
la calle de Alcalá para entrar en la del
Barquillo. Era uno de esos coches que tienen
sus bancos divididos en asientos para una o
dos personas. Se sentó en uno de éstos y notó
con gran satisfacción que se había colocado
junto a una lindísima joven. Lo primero que
atrajo su atención fueron los ojos. Unos ojos
negros, rasgados, hermosísimos. Mirábala él
atentamente, y ella también, de cuando en
cuando, le dirigía una mirada llena de ternura.
No poseía Enrique un carácter vivo ni apasionado;
pero los soñadores ojos de su vecina
causáronle tan honda impresión, que ya
no pudo dejar de contemplarla ni un momento.
Agradábale mirar tan de cerca los obscuros
cabellos de la joven, que, rizados en ondas y recogidos en graciosos bucles, asomábanse por
debajo del elegante sombrero, dejando al descubierto la oreja fina y rosada, de la que pendía un pequeño brillante, temblador y cristalino
como una lágrima. También admiraba
aquel lindo perfíl, que, destacándose sobre el
reluciente cristal, semejaba una de esas finas
cabezas modernistas que decoran algunos espejos.
¿Irá sola?-se dijo-. Pero, al venir el cobrador
abrió ella un plateado bolsillo, y, sacando
varias monedas, le indicó a una señora
de bastante edad que iba sentada en el asiento
de enfrente, mientras con voz suave decíale:
- Dos hasta Rosales.
Su duda quedó desvanecida.
El coche corría velozmente por anchas calles
adornadas de árboles, y Enrique disfrutaba
contemplando el cielo y el paisaje a través del
cristal, como si fuesen fugaces cuadros que sir
vieran de fondo al bello rostro de la joven.
No era el ingeniero un muchacho enamorado
ni fácil de entusiasmarse pronto; pero
aquella jovencita tenía tan singular atractivo,
sus ojos negros poseían tan inexplicable encanto,
que al pasar por la calle de la Princesa
ni siquiera intentó descender allí. Pensó que
ya se bajarían en el Paseo de Rosales, y entonces
iría detrás de ella, contemplando su cuerpo.
Y aunque no le agradaba el pensar que tendría
que contentarse con seguirla a respetuosa
distancia, se consolaba echando a volar su
imaginación, figurándose que si aquella tarde no podía ir a su lado, no habían de tardar mucho
los días en que recorriesen juntos el mismo
camino, oyendo ella por aquella orejita fina y
rosada, de la que pendía el pequeño y temblador
brillante, las mil amorosas frases apasionadas
que él pensaba decirle, paseándose luego
reunidos, y siendo entonces la señora aquella
que la acompañaba, y que no parecía ser su
madre, la que les siguiera a prudente distancia.
El tranvía llegó al final del trayecto, y Enrique
bajóse ligero. Desde la explanada la atmósfera,
pura y diáfana de aquella hermosa
tarde, dejaba distinguir un paisaje espléndido,
del que pensaba gozar a sus anchas mientras
se pasease.
Anduvo un corto trecho, volviendo la cabeza
de cuando en cuando, temiendo perder de
vista a las dos mujeres.
¡Pero no había miedo! El paseo estaba
poco concurrido. ¡No se le escaparían! Mas
¡cuál no fue su extrañeza al observar que el
tranvía emprendió otra vez la vuelta y dístinguir al través de los cristales la bella figura de
la muchacha! Echando a correr, se subió con
gran presteza en el coche. En el interior había
poca gente, la señora y la joven resultaban
sentadas casi en los mismos sitios. Sólo habianse
combiado de asiento para seguir de
frente.
Al colocarse Enrique nuevamente a su lado, dirigióle ella una mirada tan dulce y melancólica
que compensó a éste de la contrariedad
sentida al tener que abandonar tan pronto
aquel delicioso paseo.
Siguióla él contemplando ávidamente, fijándose
en la blanca blusa de seda adornada de
encajes y en la rizada falda de fino paño azul,
cuyos pliegues abríanse o estrechábanse, cayendo
revueltos unos sobre otros al descansar
en el suelo.
Ahora, en el regreso, el trayecto hacíase
más largo, a causa de lo frecuente de las paradas.
Esto le agradaba a él. ¡Así estaría
más tiempo junto a ella! Después la seguiría
a su casa... o adonde fuese.
Era la hora del crepúsculo cuando llegaron
a la Carrera de San Jerónimo. Enrique se bajó
y paróse junto al escaparate de una tienda, y
¡cual no seria e ntonces su sorpresa al observar
que, tras grandes esfuerzos, la joven descendía
del coche y, apoyándose en el brazo de la señora
que la acompañaba, anduvo algunos pasos
lenta y penosamente, ayudada de una pequeña
muleta que suplíale la falta de una pierna,
yendo a tomar el otro tranvía que conduce
a Atocha! Al verlo, Enrique vaciló un momento
... y luego, no teniendo valor para seguirla,
marchó Carrera arriba, con el alma apenada,
serio y pensativo, mientras ella, a través de los
cristales del coche, contemplábalo alejarse con aquella mirada llena de triste e infinita resignación,
que imprimía en sus negros ojos aquel
singular encanto que era el poderoso imán que
tan vivamente impresionaba a cuantos hombres
la miraban, como aquella tarde había acontecido
al joven ingeniero ... |