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Alberto Leduc en AlbaLearning

Alberto Leduc

"No sleeping-car"

Para mamá en el cielo: Cuentos de navidad

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No sleeping-car
OBRAS DEL AUTOR

Para mamá en el cielo: Cuentos de navidad

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No sleeping-car
Para mamá en el cielo
Sideral

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A JOSÉ P. RIVERA.

II était mort mort, mort. — COMPTE VILLIERS DE L’ISLE-ADAM

 

El día anterior, los cinco carros dormitorios de que disponía la empresa, habían partido en un gran tren extraordinario especial, y por eso el negrazo conductor dijo con insolente voz a los cuatro pasajeros de primera, alumbrándoles la faz con su linterna roja:

—¡No sleeping-car!

La estación, bañada con claridades eléctricas, manchaba de amarillenta luz la inmensa llanura negra, en donde se acumulaban las tinieblas nocturnas.

La caldera del tren que iba a partir, respiraba por las válvulas de escape, y en la desolada inmensidad de la estación, sólo los cuatro pasajeros y el negro conductor reflejaban sus siluetas sobre el asfalto del pavimento. Allá, en la tenebrosa planicie que se extendía fuera del espacio alumbrado por los focos de luz, se miraban a intervalos moles irregulares y negras, más negras que la llanura y que destacaban sus obscurísimos perfiles sobre el fondo de la extensión llena de sombras. Aquellas moles irregulares, eran locomotoras en reposición que semejaban colosales sapos negros, grúas enormes que, como salamandras inmensas, levantaban al espacio el engranaje de sus cadenas, o furgones y coches esparcidos como cajas monstruosas sobre la ilimitada obscuridad del campo.

* * *

Sonaron las ocho. De los cuarteles vecinos se escapó el toque de retreta, que fue a perderse en el aire con el eco del quejumbroso silbido de la locomotora. El tren se movió y los cuatro pasajeros se instalaron en el coche de primera a falta de sleeping-car.

En el ángulo cercano a una lámpara, instalóse el primero que entró al coche; era éste (el pasajero) un clérigo alto, escueto, de angulosa faz, sobre cuyos apagados ojos brillaban los cristales de unas antiparras. Se desasió del manteo, y abriendo el breviario, pusose a rezar vísperas y maitines. Murmuraba en voz alta: Domine labia mea aperies, se santiguó los delgadísimos labios y en seguida dejó que vinieran atropellándose los versículos del salterio a su balbuciente boca. A veces levantaba, sobre los cristales de sus antiparras, las turbias pupilas para mirar a sus compañeros de viaje. El que se hallaba frente a él era un rubio obeso, de mejillas muy rojas, vestido con largo gabán y llevando al costado un saco amarillo con correas negras.

Desde la llegada a la estación, el rabio había mirado con impertinencia suma a la pareja que completaba el cuarteto de pasajeros. La pareja debía estar recientemente unida por el séptimo sacramento, pues ni siquiera se apercibían de la presencia del presbítero ni de la del rubio obeso.

Este último tambaleaba mucho al entrar en el coche y pronto se quedó profundamente dormido, arrullado quizá por el monótono desfile de versículos que salían atropellándose de los labios delgadísimos del clérigo.

* * *

La pareja de recién casados se instaló en el ángulo opuesto, y aunque ambos parecían no haberse apercibido de la presencia del clérigo ni de la del rubio obeso, ella había temblado bajo la bata de seda cruda que cubría su cuerpo desde el cuello mórbido hasta los piececitos calzados con choclos de lona. Ella sí reconoció en el rubio ebrio a su ex novio, el desdeñado, el que, según díceres de sus amigas, bebía para olvidar los desdenes recibidos.

Ella sí, temblorosa por su felicidad, escondió la cabeza en el seno del esposo, cerró los ojos para ni siquiera mirar a su ex novio y abandonó su espíritu a la vertiginosa carrera del tren. El esposo, solícito, la cubrió cariñosamente con un poncho, se reclinó de manera que ella pudiera descansar la cabeza en su pecho como en almohada palpitante, y mientras ella dormía, él se puso a contemplar a través de los cristales del coche la llanura cargada de tinieblas, los árboles, que como monjes altísimos y encapuchados desfilaban rápidamente, y los mundos que temblaban a intermitencias sobre el inmenso firmamento.

El rubio obeso había echado la cabeza hacia atrás y roncaba profundamente, interrumpiéndose a ratos por accesos de los que venían a amoratarle la faz y a hacer fatigosa sa respiración.

El clérigo, entonces suspendía su rezo y murmuraba santiguándose: Ab omne malo, ab omni peccato libera me, libera me Domini. Después se golpeaba tres veces el pecho y proseguía leyendo su breviario.

Antes de rezar maitines, sacó galletas inglesas y queso de Gruyere de una gran bolsa de seda roja con cordones verdes; comió en silencio, se limpió cuidadosamente los dientes con un alfiler y prosiguió su rezo, que concluyó al cabo de veinte minutos, murmurando como si descansara de un gran peso:

Dominus dei nobis suam pacem Et vitam aeternam — Amén.

Luego se quitó las antiparras, y arrebujándose en el manteo, se abandonó a dormir.

* * *

Entre tanto, el tren volaba a través de llanuras, y bosques y montañas taladradas. Los cuatro pasajeros dormían, y las lámparas del coche les alumbraban con esos fulgores trágicos que da la luz artificial a los rostros de los que duermen; pero repentinamente, el rubio se levantó del asiento, se le amorató la faz, abrió desmesuradamente los ojos, intentó gritar, volvió a caer sobre el asiento como herido por una chispa eléctrica y sólo pudo asir con la mano derecha el manteo del presbítero. Entreabrió éste los somnolientos párpados, y al mirar la espantosa fisonomía del rubio congestionado, se santiguó: et ne nos inducas in tentationem, dijo a media voz. Volvió a arrebujarse en el manteo y cerró los párpados, que apenas había entreabierto para mirar la faz aterradora del congestionado. Este soltó el manteo, dejó caer la cabeza y los brazos hacia atrás y por su rostro comenzó a correr un sudor glacial que empapó el respaldo del asiento.

* * *

Sólo la estentórea respiración de la caldera turbó el profundísimo silencio del camino. En el interior del coche de primera, apenas se percibía que respiraban los recién casados y el clérigo; y las lámparas detenían sus trágicos fulgores amarillentos sobre la descompuesta faz del rubio.

* * *

Al amanecer, cuando el tren se detuvo en el punto de llegada, el negro conductor se acercó al rubio recargado sobre el respaldo del asiento. Le asió ambos brazos, lo sacudió fuertemente y dijo al clérigo encarándosele:

— He is dead! oh yes! he is dead!

El presbítero contestó santiguándose:

— Libera me Domine.

Y la recién casada, temblorosa, asida al brazo de su esposo, apartó los ojos de la faz amoratada de su ex novio.

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