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Pedro Antonio de Alarcón

"La comendadora"

CUENTOS AMATORIOS

Capítulo 3

Biografía de Pedro Antonio de Alarcón en AlbaLearning

 
 
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Música: Barber - "Hesitation Tango" Op. 28, no.5
 

La comendadora

Historia de una mujer que no tuvo amores

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III

Volvamos ahora a contemplar a nuestros tres personajes, ya que los conocemos interior y exteriormente.

El niño se levantó de pronto, tiró los restos del libro, y se marchó de la sala, cantando a voces, sin duda en busca de otro objeto que romper, y las dos señoras siguieron sentadas donde mismo las dejamos hace poco; sólo que la anciana volvió a su interrumpida lectura, y la Comendadora dejó de pasar las cuentas del rosario.

¿En qué pensaba la Comendadora?

¡Quién sabe!...

La primavera había principiado...

Algunos canarios y ruiseñores, enjaulados y colgados a la parte afuera de los balcones de aquel aposento, mantenían no sé qué diálogos con los pajarillos de ambos sexos que moraban libres y dichosos en las arboledas de la Alhambra, a los cuales referían tal vez aquellos míseros cautivos tristezas y aburrimientos propios de toda vida sin amor...

Las macetas de alhelíes, mahonesas y jacintos que adornaban los balcones, empezaban a florecer, en señal de que la Naturaleza volvía a sentirse madre...

El aire, embalsamado y tibio, parecía convidar a los enamorados de las ciudades con la afable soledad de las campiñas o con el dulce misterio de los bosques, donde podrían mirarse libremente y referirse sus más ocultos pensamientos...

Sonaban, por lo demás, en la calle los pasos de gentes que iban y venían a merced de los varios afanes de la existencia; gentes que siempre son consideradas venturosas y muy dignas de envidia por aquellos que las vislumbran desde la picota de sus propios dolores...

A veces se oía alguna copla de fandango, con que aludía a sus domingueras aventuras tal o cual fámula de la vecindad, o con que el aprendiz del próximo taller mataba el tiempo, mientras llegaba la infalible noche y con ella la concertada cita...

Percibíanse, además, en filosófico concierto, los perpetuos arrullos del agua del río, el confuso rumor de la capital, el compasado golpe de una péndola que en el salón había, y el remoto clamor de unas campanas que lo mismo podían estar tocando a fiesta que a entierro, a bautizo de recién nacido que a profesión de otra Comendadora de Santiago...

Todo esto, y aquel sol que volvía en busca de nuestra aterida zona, y aquel pedazo de firmamento azul en que se perdían la vista y el espíritu, y aquellas torres de la Alhambra, llenas de románticos y voluptuosos recuerdos, y los árboles que florecían a su pie como cuando Granada era sarracena...; todo, todo debía de pesar de un modo horrible sobre el alma de aquella mujer de treinta años, cuya vida anterior había sido igual a su vida presente, y cuya existencia futura no podía ser ya más de una lenta y continua repetición de tan melancólicos instantes...


La vuelta del niño a la sala sacó a la Comendadora de su abstracción e hizo interrumpir otra vez a la condesa su lectura.

-¡Abuela! -gritó el rapaz con destemplado acento-. El italiano que está componiendo el escudo de piedra de la escalera acaba de decirle una cosa muy graciosa al viejo de Madrid que pinta los techos. ¡Yo la he oído, sin que ellos me vieran a mí, y como yo entiendo ya el español chapurrado que habla el escultor con el pintor, me he enterado perfectamente! ¡Si supieras lo que le ha dicho!

-Carlos... -respondió la anciana con la blandura equívoca de la cobardía-: os tengo recomendado que no os acerquéis nunca a esa clase de gentes. ¡Acordaos de que sois el conde de Santos!

-¡Pues quiero acercarme! -replicó el niño-. ¡A mí me gustan mucho los pintores y los escultores, y ahora mismo me voy otra vez con ellos!...

-Carlos... -murmuró dulcemente la Comendadora-. Estáis hablando con la madre de vuestro padre. Respetadla como él la respetaba y yo la respeto...

El niño se echó a reír, y prosiguió:

-Pues verás, tía, lo que decía el escultor... ¡Porque era de ti de quien hablaba!...

-¿De mí?

-¡Callad, Carlos! -exclamó la anciana severamente.

El niño siguió en el mismo tono y con el mismo diabólico gesto:

-El escultor le decía al pintor: «Compañero, ¡qué hermosa debe de estar desnuda la Comendadora! ¡Será una estatua griega!». ¿Qué es una estatua griega, tía Isabel?

Sor Isabel se puso lívida, clavó los ojos en el suelo y empezó a rezar.

La condesa se levantó, cogió al conde por un brazo y le dijo con reprimida cólera:

-¡Los niños no oyen esas cosas ni las dicen! Ahora mismo se irá el escultor a la calle. En cuanto a vos, ya os dirá el padre capellán el pecado que habéis cometido y os impondrá la debida penitencia...

-¿A mí? -dijo Carlos-. ¿El señor cura? ¡Soy yo más valiente que él y lo echaré a la calle, mientras que el escultor se quedará en casa! ¡Tía! -continuó el niño, dirigiéndose a la Comendadora-, yo quiero verte desnuda...

-¡Jesús! -gritó la abuela, tapándose el rostro con las manos.

Sor Isabel no pestañeó siquiera.

-¡Sí, señora! ¡Quiero ver desnuda a mi tía! -repitió el niño, encarándose con la anciana.

-¡Insolente! -gritó ésta, levantando la mano sobre su nieto.

Ante aquel ademán, el niño se puso encarnado como la grana, y, pateando de furor, en actitud de arremeter contra la condesa, exclamó nuevamente con sordo acento:

-¡He dicho que quiero ver desnuda a mi tía! ¡Pégame, si eres capaz!

La Comendadora se levantó con aire desdeñoso, y se dirigió hacia la puerta, sin hacer caso alguno del niño.

Carlos dio un salto, se interpuso en su camino y repitió su tremenda frase con voz y gesto de verdadera locura.

Sor Isabel continuó marchando.

El niño forcejeó por detenerla, no pudo lograrlo y cayó al suelo, presa de violentísima convulsión.

La abuela dio un grito de muerte, que hizo volver la cabeza a la religiosa.

Ésta se detuvo espantada al ver a su sobrino en tierra, con los ojos en blanco, echando espumarajos por la boca y tartamudeando ferozmente:

-¡Ver desnuda a mi tía!...

-¡Satanás!... -balbuceó la Comendadora, mirando de hito en hito a su madre.

El niño se revolcó en el suelo como una serpiente, púsose morado, volvió a llamar a su tía y luego quedó inmóvil, agarrotado, sin respiración.

-¡El heredero de los Santos se muere! -gritó la abuela con indescriptible terror-. ¡Agua! ¡Agua! ¡Un médico!

Los criados acudieron, y trajeron agua y vinagre.

La condesa roció la cara del niño con una y otra cosa; diole muchos besos; llamóle ángel; lloró, rezó, hízole oler vinagre solo... Pero todo fue completamente inútil. El niño se estremecía a veces como los energúmenos, abría unos ojos extraviados y sin vista, que daban miedo, y volvía a quedarse inmóvil.

La Comendadora seguía parada en medio de la estancia en actitud de irse, pero con la cabeza vuelta atrás, mirando atentamente al hijo de su hermano.

Al fin pudo éste dejar escapar un soplo de aliento y algunas vagas palabras por entre sus dientes apretados y rechinantes...

Aquellas palabras fueron...

-Desnuda... mi tía...

La Comendadora levantó las manos al cielo y prosiguió su camino.

La abuela, temiendo que los criados comprendiesen lo que decía el niño, gritó con imperio:

-¡Fuera todo el mundo! Vos, Isabel, quedaos.

Los criados obedecieron llenos de asombro.

La Comendadora cayó de rodillas.

-¡Hijo mío!... ¡Carlos!... ¡Hermoso! -gimió la anciana, abrazando lo que parecía ya el cadáver de su nieto-. ¡Llora!... ¡Llora!... ¡No te enfades!... ¡Será lo que tú quieras!

-¡Desnuda! -dijo Carlos en un ronquido semejante al estertor del que agoniza.

-¡Señora!... -exclamó la abuela, mirando a su hija de un modo indefinible-, el heredero de los Santos se muere, y con él concluye nuestra casa.

La Comendadora tembló de pies a cabeza. Tan aristócrata como su madre y tan piadosa y casta como ella, comprendía toda la enormidad de la situación.

En esto, Carlos se recobró un poco, vio a las dos mujeres, trató de levantarse, dio un grito de furor y volvió a caer con otro ataque aún más terrible que el primero.

-¡Ver desnuda a mi tía! -había rugido antes de perder nuevamente el movimiento.

Y quedó con los puños crispados en ademán amenazador.

La anciana se santiguó; cogió el libro de oraciones y dirigiéndose hacia la puerta, dijo al paso a la Comendadora, después de alzar una mano al cielo con dolorosa solemnidad:

-Señora..., ¡Dios lo quiere!

Y salió, cerrando la puerta detrás de sí.

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