— ¿Tú crees que voy bien?...
— ¿Cómo bien?... ¡Excelente, chico, excelente! Como que vas
a llamar a gritos la atención.
Juan Uceda sonrió complacido del adulador comentario, y se lanzó a la complicada tarea de anudar el lazo de la corbata. Pablillo, el estudiante más desaplicado y simpátic o entre cuantos simpáticos y desaplicados llenan los claustros de la
Universidad madrileña, acabó de sorber su caté, y acudió presuroso a enfundar en el frac el cuerpo de su amigo.
— Gracias, Pablillo—agradeció éste—. Tú eres mi Providencia; tú vas a hacer que pase una noche inolvidable, al conocer por mis propios ojos un baile de Carnaval.
Porque Juan Uceda, hijo de uno s campesinos de Arévalo, era la inocencia personificada.
Cuatro años llevaba aprobados de la carrera de Derecho, y su vida en aquellas cuatro temporadas madrileñas se había limitado a asistir a las clases con increíble puntualidad y a los teatros en las tardes domingueras, pues las otras las consagraba por entero al estudio detenido de las asignaturas.
Pero al entrar en el quinto año, tropezóse de manos a boca con
Pablo Salcedo — Pablillo para todos—, suspenso del curso anterior, y tan mal estudiante como buen picaro, que intimó en seguida con Uceda, atraído por la bolsa inagotable y pródiga del castellano, y le fue iniciando en el mundo reducido de la juerga y el vicio cortesanos. Cuando supo que Uceda no tenía sino una remota idea de lo que pudiera ser un baile de máscaras, se
indignó seriamente.
— Pero... ¿tú llevas cuatro Carnavales en Madrid sin haber ido ni
a un baile de la Comedia? ¡Ah, no!...¡Eso no puedo yo tolerarlo! ¡Te prometo que este Carnaval vas a uno!
No intentó resistirse el provinciano; Pablillo le gastó unos cuantos billetes, y la tarde del domingo de Carnaval se presentó ante su vista con un envoltorio que exhibía triunfador.
— ¡El frac, Juanuco!... ¡Ya tienes frac!...
Y melancólicamente añadió:
— ¡Vas a divertirte... y yo quizás no cene esta noche!... Mi patrona no tiene entrañas ni paciencia.
— Pues ¿qué te ha hecho?
— Despedirme, despedirme impíamente, porque desde mediados
del curso anterior no ve una peseta mía. (Como si fuese culpa mía y no de la ruleta el que yo no tenga dinero!
— ¡Bah!... No te apures: hoy cenas a mi costa y duermes en mi
cama. ¡Cualquiera sabe a que hora volveré yo!
Pablillo agradeció aquello; cenó con él, le ayudó a vestirse, y mientras Juan se cepillaba el hongo, empezó a acostarse. Uceda tiró una última puñalada al espejo, se volvió a Salcedo, que se estiraba gozoso, sintiendo la blanca caricia de las sábanas, y le sonrió:
— ¡Que descanses!...
— ¡Y tú, que te diviertas! — repuso el interpelado, apagando la luz y embozándose por completo.
* * *
Desilusionado, aburrido, Juan Uceda fue a sentarse en un rincón
del foyer; empezaba el descanso, y las parejas, bulliciosas y retozonas, abandonaban la sala en busca de una mesa del restaurante.
— Cada oveja va con su pareja — pensó —. Solamente yo estoy sin la mía.
Miró el reloj: eran las tres y media dadas. ¿A qué esperar ya? Lentamente se dirigió al guardarropa.
Se vio interrumpido en su camino: una máscara vestida de pierrot se le abalanzó al cuello, y una voz femenina, disfrazada y
melosa , murmuró en su oído:
— ¿No me conoces, nene?...
La miró a los ojos, pues el antifaz ocultaba su rostro por entero, y creyó reconocer aquell a mirada; instintivamente pensó en Laura , la modistilla ardiente y enamoradiza, que le dejó por un cadete a los ocho días de relaciones.
— No te conozco — respondió—. Pero, seas quien seas, me alegro de encontrar a una mujer bonita que quiera cenar conmigo. Porque tú querrás cenar y serás una mujer muy bonita, ¿no?
Rió la mascarita, y acariciándole la mejilla, contestó:
— Yo no sé si soy guapa, tontín. Tú lo verás... luego.
Se encalabrinó el provinciano, y la cena fue digna de Lúculo; cuando, a los postres, pretendió arrancar aquel pedazo de seda que velaba el rostro de la muchacha, en vano intentó ella resistirse: cayó el antifaz, y surgió ante la vista de
Uceda el rostro de... Pablo Salcedo.
— ¿Tú?... ¿Eres tú?... — balbuceó asombrado.
— El mismo. ¿No me dijiste que esta noche cenaba a tu costa? Pues
he cumplido tus deseos.
—Nunca pude esperar esto de ti...
— Pero, hombre, si lo he hecho con la mejor intención... Pensé que las mujeres alegres, que casi no te conocen, no habían de buscarte, y no quise que en este tu primer baile no gozases también la primera aventura. ¿Ves cómo soy un buen amigo?
Pero Uceda se había repuesto de su sorpresa; el campesino rencoroso y engañado resucitó en él y:
— Lo que tú eres es un sinvergüenza — gritó —, que no mereces
más que esto...
Una bofetada resonó estruendosa; cuando, al estrépito, el camarero acudió presuroso, Pablillo, que se había colocado de nuevo el antifaz, le dijo con su voz más aflautada:
— No pasa nada. El señor, que llama para pagar... ¿Verdad, rico? Y acarició otra vez la mejilla de Uceda, ante la sonrisa picaresca del mozo.
Buen humor (Madrid). 26-2-1922, no. 13
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