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Capítulo 6 |
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Biografía de Eduardo Acevedo Díaz en Wikipedia | |
Música: Rachmaninov_Op.36, Sonata No12 |
El combate de la tapera |
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Algunos cuervos enormes, muy negros, de cabeza pelada y pico ganchudo, extendidas y casi inmóviles las alas empezaban a poca altura sus giros en el espacio, lanzando su graznido de ansia lúbrica como una nota funeral. Cerca de la zanja, veíase un perro cimarrón con el hocico y el pecho ensangrentados. Tenía propiamente botas rojas, pues parecía haber hundido los remos delanteros en el vientre de un cadáver. Cata alargó el brazo, y lo amenazó con el cuchillo. El perro gruñó, enseñó el colmillo, el pelaje se le erizó en el lomo y bajando la cabeza preparóse a acometer, viendo sin dudas cuán sin fuerzas se arrastraba su enemigo. —Vení, Canelón!—gritó Cata colérica, como si llamara a un viejo amigo—. A él, Canelón!... Y se tendió, desfallecida... Allí, a poca distancia, entre un montón de cuerpos acribillados de heridas, polvorientos, inmóviles con la profunda inquietud de la muerte, estaba echado un mastín de piel leonada como haciendo la guardia a su amo. Un proyectil le había atravesado las paletas en su parte superior, y parecía postrado y dolorido. Más lo estaba su amo. Era éste el sargento Sanabria, acostado de espaldas con los brazos sobre el pecho, y en cuyas pupilas dilatadas vagaba todavía una lumbre de vida. Su aspecto era terrible. La barba castaña recia y dura, que sus soldados comparaban con el borlón de un toro, aparecía teñida de rojinegro. Tenía una mandíbula rota, y los dos fragmentos del hueso saltado hacia fuera entre carnes trituradas. En el pecho, otra herida. Al pasarle el plomo el tronco, habíale destrozado una vértebra dorsal. Agonizaba tieso, aquel organismo poderoso. Al grito de Cata, el mastín que junto a él estaba, pareció salir de su sopor; fuese levantando trémulo, como entumecido, dio algunos pasos inseguros fuera del cicutal y asomó la cabeza... El cimarrón bajó la cola y se alejó relamiéndose los bigotes, a paso lento, importándole más el festín que la lucha. Merodeador de las breñas, compañero del cuervo, venía a hozar en las entrañas frescas, no a medirse en la pelea. Volviose a su sitio el mastín, y Cata llegó a cruzar la zanja y dominar el lúgubre paisaje. Detuvo en Sanabria, tendido delante, sobre lecho de cicutas, sus ojos negros, febriles, relucientes con una expresión intensa de amor y de dolor. Y arrastrándose siempre llegóse a él, se acostó a su lado, tomó alientos, volviose a incorporar con un quejido, lo besó ruidosamente, apartole las manos del pecho, cubrióle con las dos suyas la herida y quedose contemplándole con fijeza, cual si observara cómo se le escapaba a él la vida y a ella también. Nublábanse las pupilas al sargento, y Cata sentía que dentro de ella aumentaba el estrago en las entrañas. Giró en derredor la vista quebrada ya, casi exangüe, y pudo distinguir a pocos pasos una cabeza desgreñada que tenía los sesos volcados sobre los párpados a manera de horrible cabellera. El cuerpo estaba hundido entre las breñas. —Ah!...Ciriaca—exclamó con un hipo violento. Enseguida extendió los brazos y cayó a plomo sobre Sanabria. El cuerpo de éste se estremeció; y apagose de súbito el pálido brillo de sus ojos. Quedaron formando cruz acostados sobre la misma charca, que Canelón olfateaba de vez en cuando entre hondos lamentos.
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