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Capítulo 4 |
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Biografía de Eduardo Acevedo Díaz en Wikipedia | |
Música: Rachmaninov_Op.36, Sonata No12 |
El combate de la tapera |
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De la tapera seguían saliendo chorros de fuego entre una humareda espesa que impregna el aire de fuerte olor a pólvora. En el drama del combate nocturno, con sus episodios y detalles heroicos, como en las tragedias antiguas, había un coro extraño, lleno de ecos profundos, de esos que solo parten de la entraña herida. Al unísono de los estampidos, oíanse gritos de muerte, alaridos de hombre y de mujer unidos por la misma cólera, sordas ronqueras de caballos espantados, furioso ladrar de perros; y cuando la radiación eléctrica esparcía su intensa claridad sobre el cuadro, tiñiéndolo de un vivo color amarillento, mostraba el ojo del atacante, en medio de nutrido boscaje, dos picachos negros de los que brotaba el plomo, y deformes bultos que se agitaban sin cesar como en una lucha cuerpo a cuerpo. Los relámpagos sin serie de retumbos, a manera de gigantescas cabelleras de fuego desplegando sus hebras en el espacio lóbrego, contrastaban por el silencio con las rojizas bocanadas de las armas seguidas de recias detonaciones. El trueno no acompañaba al coro, ni el rayo como ira del cielo la cólera de los hombres. En cambio, algunas gruesas gotas de lluvia caliente golpeaban a intervalos en los rostros sudorosos sin atenuar por eso la fiebre de la pelea. El contínuo choque de proyectiles había concluido por desmoronar uno de los tabiques de barro seco, ya débil y vacilante a causa de los ludimientos de hombres y de bestias, abriendo ancha brecha por la que entraban las balas en fuego oblicuo. La pequeña fuerza no tenía más de seis soldados en condiciones de pelea. Los demás habían caído uno en pos del otro, o rodado heridos en la zanja del fondo, sin fuerzas ya para el manejo del arma. Pocos cartuchos quedaban en los saquillos. El sargento Sanabria empuñando un trabuco, mandó cesar el fuego, ordenando a sus hombres que se echaran de vientre para aprovechar sus últimos tiros cuando el enemigo avanzase. —Ansí que se quemen ésos—añadió—monte a caballo el que pueda, y a rumbear por el lao de la cuchilla...Pero antes, nadie se mueva si no quiere encontrarse con la boca de mi trabuco...¿Y qué se has hecho de las mujeres? No veo a Cata... —Aquí hay una—contestó una voz enronquecida—Tiene rompida la cabeza, y ya se ha puesto medio dura... —Ha de ser Ciriaca. —Por lo motosa es la mesma, a la fija. —Cállense!—dijo el sargento. El enemigo había apagado también sus fuegos, suponiendo una fuga, y avanzaba hacia la “tapera”. Sentíase muy cercano ruido de caballos, choque de sables y crujidos de cazoletas. —No vienen de a pie—dijo Sanabria—.Menudeen bala! Volvieron a estallar las descargas. Pero, los que avanzaban eran muchos, y la resistencia no podía prolongarse. Era necesario morir o buscar la salvación en las sombras y en la fuga. El sargento Sanabria descargó con un bramido su trabuco. Multitud de balas silbaron al frente; las carabinas portuguesas asomaron casi encima de la zanja sus bocas a manera de colosales trucos, y una humaza densa circundó la “tapera” cubierta de tacos inflamados. De pronto, las descargas cesaron. Al recio tiroteo se siguió un movimiento confuso en la tropa asaltante, choques, voces, tumultos, chasquidos de látigos en las tinieblas, cual si un pánico repentino la hubiese acometido, y tras de esa confusión pavorosa algunos tiros de pistola y frenéticas carreras, como de quienes se lanzan a escape acosados por el vértigo. Después un silencio profundo... Solo el rumor cada vez más lejano de la fuga, se alcanzaba a percibir en aquellos lugares desiertos, y minutos antes animados por el estruendo. Y hombres y caballerías, parecían arrastrados por una tromba invisible que los estrujan con cien rechinamientos entre sus poderosos anillos.
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