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Capítulo 1 |
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Biografía de Eduardo Acevedo Díaz en Wikipedia | |
Música: Rachmaninov_Op.36, Sonata No12 |
El combate de la tapera |
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Era después del desastre del Catalán, más de setenta años hace. Un tenue resplandor en el horizonte quedaba apenas de la luz del día. La marcha había sido dura, sin descanso. Por las narices de los caballos sudorosos escapaban haces de vapores, y se hundían y dilataban alternativamente sus ijares como si fuera poco todo el aire para calmar el ansia de los pulmones. Algunos de estos generosos brutos presentaban heridas anchas en los cuellos y pechos, que eran desgarraduras hechas por la lanza o el sable. En los colgajos de piel había salpicado el lodo de los arroyos y pantanos, estancando la sangre. Parecían jamelgos de lidia, embestidos y maltratados por los toros. Dos o tres cargaban con un hombre a grupas, además de los jinetes, enseñando en los cuartos uno que otro surco rojizo, especie de líneas trazadas por un látigo de acero, que eran huellas recientes de las balas recibidas en la fuga. Otros tantos, parecían ya desplomarse bajo el peso de su carga, e íbanse quedando a retaguardia con las cabezas gachas, insensibles a la espuela. Viendo esto el sargento Sanabria gritó con voz pujante: -¡Alto! El destacamento se paró. Se componía de quince hombres y dos mujeres; hombres fornidos, cabelludos, taciturnos y bravíos; mujeres-dragones de vincha, sable corvo y pie desnudo. Dos grandes mastines con las colas barrosas y las lenguas colgantes, hipaban bajo el vientre de los caballos, puestos los ojos en el paisaje oscuro y siniestro del fondo de donde venían, cual si sintiesen todavía el calor de la pólvora y el clamoreo de guerra. Allí cerca, al frente, percibíase una "tapera" entre las sombras. Dos paredes de barro batido sobre "tacuaras" horizontales, agujereados y en parte derruidas; las testeras, como el techo, habían desaparecido. Por lo demás, varios montones de escombros sobre los cuales crecían viciosas las hierbas; y a los costados, formando un cuadro incompleto, zanjas semicegadas, de cuyo fondo surgían saúcos y cicutas en flexibles bastones ornados de racimos negros y flores blancas. -A formar en la tapera -dijo el sargento con ademán de imperio-. Los caballos a retaguardia con las mujeres, a que pellizquen... ¡Cabo Mauricio! haga echar cinco tiradores vientre a tierra, atrás del cicutal... Los otros adentro de la tapera, a cargar tercerolas y trabucos. ¡Pie a tierra dragones, y listo, canejo! La voz del sargento resonaba bronca y enérgica en la soledad del sitio. Ninguno replicó. Todos traspusieron la zanja y desmontaron, reuniéndose poco a poco. Las órdenes se cumplieron. Los caballos fueron maneados detrás de una de las paredes de lodo seco, y junto a ellos se echaron los mastines resollantes. Los tiradores se arrojaron al suelo a espaldas de la hondonada cubierta de malezas, mordiendo el cartucho; el resto de la extraña tropa distribuyose en el interior de las ruinas que ofrecían buen número de troneras por donde asestar las armas de fuego; y las mujeres, en vez de hacer compañía a las transidas cabalgaduras, pusiéronse a desatar los sacos de munición o pañuelos llenos de cartuchos deshechos, que los dragones llevaban atados a la cintura en defecto de cananas. Empezaban afanosas a rehacerlos, en cuclillas, apoyadas en las piernas de los hombres, cuando caía ya la noche. -Naide pite -dijo el sargento-. Carguen con poco ruido de baqueta y reserven los naranjeros hasta que yo ordene... Cabo Mauricio! vea que esos mandrias no se duerman si no quieren que les chamusque las cerdas... ¡Mucho ojo y la oreja parada! -Descuide, sargento -contestó el cabo con gran ronquera-; no hace falta la advertencia, que aquí hay más corazón que garganta de sapo. Transcurrieron breves instantes de silencio. Uno de los dragones, que tenía el oído en el suelo, levantó la cabeza y murmuró bajo: -Se me hace tropel... Ha de ser caballería que avanza. Un rumor sordo de muchos cascos sobre la alfombra de hierbas cortas, empezaba en realidad a percibirse distintamente. -Armen cazoleta y aguaiten, que ahí vienen los portugos. ¡Va el pellejo, barajo! Y es preciso ganar tiempo a que resuellen los mancarrones. Ciriaca, ¿te queda caña en la mimosa? -Está a mitad -respondió la aludida, que era una criolla maciza vestida a lo hombre, con las greñas recogidas hacia arriba y ocultas bajo un chambergo incoloro de barboquejo de lonja sobada-. Mirá, güeno es darles un trago a los hombres.. -Dales chinaza a los de avanzada, sin pijotearles. Ciriaca se encaminó a los saltos, evitando las "rosetas", agachóse y fue pasando e1 "chifle" de boca en boca. Mientras esto hacia, el dragón de un flanco le acariciaba las piernas y el otro le hacía cosquillas en el seno, cuando ya no era que le pellizcaba alguna forma más mórbida, diciendo: "¡luna llena!". -¡Te ha de alumbrar muerto, zafao! -contestaba ella riendo al uno; y al otro: -¡largá lo ajeno, indino!- y al de más allá: -¡a ver si aflojás el chisme, mamón! Y repartía cachetes. -¡Poca vara alta quiero yo! -gritó el sargento con acento estentóreo-. Estamos para clavar el pico, y andan a los requiebros, golosos. ¡Apartáte Ciriaca, que aurita no mas chiflan las redondas! En ese momento acrecentose el rumor sordo, y sonó una descarga entre voceríos salvajes. El pelotón contestó con brío. La tapera quedó envuelta en una densa humareda sembrada de tacos ardiendo; atmósfera que se disipó bien pronto para volverse a formar entre nuevos fogonazos y broncos clamoreos. |
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