Ciertamente, Pete no tenía hambre. Venía de una fiesta que sólo les había dejado dos facultades: la de la respiración y la de la locomoción. Sus ojos parecían dos descoloridas grosellas firmemente incrustadas en una máscara hinchada de arcilla y salpicada de salsa. Su aliento brotaba en breves y resollantes espasmos; un pliegue de tejido adiposo digno de un senador le restaba un corte elegante al cuello levantado de su abrigo. Los botones cosidos sobre su traje por bondadosos dedos salvacionistas una semana antes volaban como palomitas de maíz, dispersándose por el suelo a su alrededor. Estaba andrajoso, con la pechera de la camisa entreabierta hasta la piel. Pero la brisa de noviembre, con sus hermosos copos de nieve, sólo le traía una agradable frescura. Porque Stuffy Pete estaba atestado de calorías producidas por una cena superabundante, iniciada con ostras y rematada con un budín de ciruelas, y que incluía (eso le pareció) todo el pavo asado y patatas cocidas y ensalada de pollo y pastel de calabaza y helado del mundo. Por eso estaba sentado, así, saciado, contemplando el mundo con el desdén propio de la sobremesa.
The meal had been an unexpected one. He was passing a red brick mansion near the beginning of Fifth avenue, in which lived two old ladies of ancient family and a reverence for traditions. They even denied the existence of New York, and believed that Thanksgiving Day was declared solely for Washington Square. One of their traditional habits was to station a servant at the postern gate with orders to admit the first hungry wayfarer that came along after the hour of noon had struck, and banquet him to a finish. Stuffy Pete happened to pass by on his way to the park, and the seneschals gathered him in and upheld the custom of the castle.