Finalmente, llegué a lo que parecía una pequeña ciudad o comunidad de traperos. Había un cierto número de chozas o chabolas, como las que pueden encontrarse en las remotas partes del pantano de Allan -toscos lugares con paredes de cañas recubiertas con mortero de barro y con techos de paja hechos de los residuos de los establos-, lugares a los que uno no desearía entrar bajo ningún concepto, y que incluso en las acuarelas sólo podían parecer pintorescos si eran tratados juiciosamente. En medio de esas cabañas había una de las más extrañas adaptaciones -no puedo decir habitaciones- que jamás haya visto. Un inmenso y viejo guardarropa, los colosales restos de algún boudoir de Carlos VII, o Enrique II, había sido convertido en una morada. Las dobles puertas estaban abiertas, de modo que todo su interior quedaba a la vista del público. La mitad abierta del guardarropa era una sala de estar de metro veinte por metro ochenta, donde se sentaban, fumando sus pipas alrededor de un brasero de carbón, no menos de seis viejos soldados de la Primera República, con sus uniformes arrugados y deshilachados. Evidentemente, eran de la clase de los mauvais sujets; sus turbios ojos y sus mandíbulas colgantes hablaban con claridad de un amor común a la absenta; y sus ojos tenían esa expresión perdida y consumida que es el sello del borracho en sus peores momentos, y ese semblante de adormecida ferocidad que sigue a la estela del copioso beber. El otro lado estaba como en sus viejos tiempos, con sus estantes intactos, excepto que habían sido cortados en profundidad por la mitad y en cada estante, de los que había seis, se había habilitado una cama hecha con trapos y paja. La media docena de respetables que vivían en aquella estructura me miraron con curiosidad cuando pasé, y cuando les devolví la mirada tras haberlos rebasado unos pasos vi que unían sus cabezas en una susurrada conferencia. No me gustó en absoluto el aspecto de todo aquello, porque el lugar era muy solitario y los hombres tenían un aspecto muy, muy villano. De todos modos, no vi ninguna causa para tener miedo, y seguí adelante, penetrando más y más en el Sáhara. El camino era tortuoso hasta cierto grado y, tras avanzar en una serie de semicírculos, como cuando uno patina en una pista de patinaje, no tardé en sentirme confuso con respecto a los puntos cardinales.
Presently I got into what seemed a small city or community of chiffoniers. There were a number of shanties or huts, such as may be met with in the remote parts of the Bog of Allan-rude places with wattled walls, plastered with mud and roofs of rude thatch made from stable refuse-such places as one would not like to enter for any consideration, and which even in water-colour could only look picturesque if judiciously treated. In the midst of these huts was one of the strangest adaptations-I cannot say habitations-I had ever seen. An immense old wardrobe, the colossal remnant of some boudoir of Charles VII. or Henry II., had been converted into a dwelling-house. The double doors lay open, so that the entire menage was open to public view. In the open half of the wardrobe was a common sitting-room of some four feet by six, in which sat, smoking their pipes round a charcoal brazier, no fewer than six old soldiers of the First Republic, with their uniforms torn and worn threadbare. Evidently they were of the mauvais sujet class; their blear eyes and limp jaws told plainly of a common love of absinthe; and their eyes had that haggard, worn look which stamps the drunkard at his worst, and that look of slumbering ferocity which follows hard in the wake of drink. The other side stood as of old, with its shelves intact, save that they were cut to half their depth, and in each shelf of which there were six, was a bed made with rags and straw. The half-dozen of worthies who inhabited this structure looked at me curiously as I passed; and when I looked back after going a little way I saw their heads together in a whispered conference. I did not like the look of this at all, for the place was very lonely, and the men looked very, very villainous. However, I did not see any cause for fear, and went on my way, penetrating further and further into the Sahara. The way was tortuous to a degree, and from going round in a series of semi-circles, as one goes in skating with the Dutch roll, I got rather confused with regard to the points of the compass.