«Al regresar de mis paseos encuentro a mi padre siempre solo, en el gran salón, de codos junto a un candelero, bajo estos dorados descoloridos que cubren nuestros carcomidos artesonados. Me ve llegar con tristeza... Mi pena aviva la suya. ¡Oh Atenaida! En el fondo de este salón, junto a la ventana, está el clavecino que recorrían vuestros deliciosos dedos, que sólo una vez tocaron mis labios, mientras los vuestros se entreabrían dulcemente a los acordes de la más suave música..., de tal modo que vuestro canto no era sino una sonrisa. ¡Ah, qué deliciosos Rameau, Lulli, Duni y qué sé yo cuántos otros! ¡Oh, sí! ¡Vos los amáis, y siempre están en vuestra memoria! ¡Su hálito ha cruzado por vuestros labios! También yo me siento ante el clavecino y trato de tocar una de esas sonatas que tanto os placen, y que ahora me parecen frías y monótonas; me paro de pronto, y las oigo extinguirse, mientras el eco se apaga bajo esta bóveda lúgubre. Mi padre se vuelve hacia mí y me contempla desolado. ¿Qué puede hacer él? Un chisme callejero, de antecámara palaciega, ha apretado nuestros grillos. Me ve joven, ardiente, lleno de vida, sin más deseo que estar en el gran mundo, y aunque es mi padre, nada puede hacer...»
« Et quand je rentre de ces promenades, je trouve mon père seul, dans le grand salon, accoudé auprès d’une chandelle, au milieu de ces dorures fanées qui couvrent nos lambris vermoulus. Il me voit venir avec peine,… mon chagrin dérange le sien… Athénaïs! au fond de ce salon, près de la fenêtre, est le clavecin où voltigeaient vos doigts délicieux, qu’une seule fois ma bouche a touchés, pendant que la vôtre s’ouvrait doucement aux accords de la plus suave musique,… si bien que vos chants n’étaient qu’un sourire. Qu’ils sont heureux, ce Rameau, ce Lulli, ce Duni, que sais-je ? et bien d’autres! Oui, oui, vous les aimez, ils sont dans votre mémoire; leur souffle a passé sur vos lèvres. Je m’assieds aussi à ce clavecin, j’essaye d’y jouer un de ces airs qui vous plaisent; qu’ils me semblent froids, monotones! je les laisse et les écoute mourir, tandis que l’écho s’en perd sous cette voûte lugubre. Mon père se retourne et me voit désolé; qu’y peut-il faire ? Un propos de ruelle, d’antichambre, a fermé nos grilles. Il me voit jeune, ardent, plein de vie, ne demandant qu’à être au monde; il est mon père et n’y peut rien… »