William y Ellen, que se llevaban los años precisos, que físicamente hacían muy buena pareja, que tenían bien delimitadas sus obligaciones domésticas, diferían en el carácter, aunque incluso en esto no solían tener verdaderos enfrentamientos. El era apático, si no linfático, y ella, decididamente nerviosa y sanguínea. Era en sus gustos y aficiones —en esos pequeños, grandes detalles— donde no se podía recurrir a ningún denominador común. Marchmill pensaba que los gustos e inclinaciones de su mujer eran algo tontos; ella pensaba que los de él eran sórdidos y materiales. El marido era armero en una floreciente ciudad del norte, y siempre tenía los cinco sentidos puestos en aquel negocio; la mejor manera de caracterizar a la dama sería diciendo, con aquella anticuada y elegante expresión, que "rendía culto a las musas. Ellen era una criatura impresionable, palpitante, a quien, humanitariamente, hacían estremecer los detalles de la profesión de su marido cada vez que pensaba que todo lo que él fabricaba tenía como fin la destrucción de la vida. Sólo podía recobrar la serenidad gracias a la convicción de que, por lo menos, algunas de las armas de William se utilizaban, antes o después, para el exterminio de sabandijas y animales casi tan crueles para con los inferiores de su especie como lo eran los seres humanos para con los suyos.
In age well-balanced, in personal appearance fairly matched, and in domestic requirements conformable, in temper this couple differed, though even here they did not often clash, he being equable, if not lymphatic, and she decidedly nervous and sanguine. It was to their tastes and fancies, those smallest, greatest particulars, that no common denominator could be applied. Marchmill considered his wife's likes and inclinations somewhat silly; she considered his sordid and material. The husband's business was that of a gunmaker in a thriving city northwards, and his soul was in that business always; the lady was best characterised by that superannuated phrase of elegance "a votary of the muse." An impressionable, palpitating creature was Ella, shrinking humanely from detailed knowledge of her husband's trade whenever she reflected that everything he manufactured had for its purpose the destruction of life. She could only recover her equanimity by assuring herself that some, at least, of his weapons were sooner or later used for the extermination of horrid vermin and animals almost as cruel to their inferiors in species as human beings were to theirs.