Aquel invierno fue muy frío. A mediados de octubre empezaron las heladas y duraron muchas, muchas semanas. Recuerdo que un día, durante la cena, la señorita Furnivall levantó sus tristes y cargados ojos y dijo a la señora Stark de una manera extrañamente significativa: —Me temo que vamos a tener un invierno terrible. Pero la señora Stark hizo como que no oía y se puso a hablar muy fuerte de otra cosa. A mi señorita y a mí no nos importaban las heladas, ¡nada de eso! Mientras el tiempo se mantuvo seco subíamos las pendientes que había detrás de la casa y recorríamos los Páramos, que eran muy yermos y pelados, corriendo bajo el aire fresco y cortante, y una vez bajamos por una nueva senda que nos llevó más allá de los dos viejos acebos nudosos que crecían a mitad de camino en la zona este de la casa.Pero los días se acortaban más y más y el viejo lord, si era él, tocaba el gran órgano cada vez más frenética y tristemente. Un domingo por la tarde (debió ser a fines de noviembre) pedí a Dorotea que se encargara del cuidado de la señorita cuando saliera de la sala después que la señorita Furnivall hubiera echado su sueñecito, pues hacía demasiado frío para llevarla conmigo a la iglesia y, sin embargo, no quería yo dejar de ir. Y Dorotea lo prometió con mucho gusto y quería tanto a la niña que todo parecía marchar bien, y Bessy y yo nos pusimos en camino muy aprisa, aunque el cielo se cernía opresivo y cargado sobre la blanca tierra, como si la noche no acabara de alejarse, y el aire, aunque sosegado, era muy cortante y afilado.

—Tendremos una nevada — me dijo Bessy. Y efectivamente, aun estábamos en la iglesia cuando empezó a nevar espesamente, en grandes copos, tan espesamente, que casi se oscurecían las ventanas. Dejó de nevar antes de que saliéramos, pero la nieve se extendía, blanda, espesa y profunda bajo nuestros pies mientras nos encaminábamos a casa. Antes de entrar en el vestíbulo salió la luna y me parece que estaba entonces más claro (en parle por la luna y en parte por la blanca y deslumbradora nieve) que cuando partimos para la iglesia entre las dos y las tres. No os he dicho que la señorita Furnivall y la señora Stark no iban nunca a la iglesia; parecía como si el domingo se les hiciera muy largo, por no estar ocupadas con su tapiz. Así que cuando fui a la cocina a reunirme con Dorotea pensando recoger a la señorita Rosamunda y subirla conmigo, no me sorprendió que me dijera que las señoras habían retenido a la niña y que ésta no había ido a la cocina, como yo le tenía dicho que hiciera cuando se cansase de portarse bien en la sala. Así que me quité mis cosas y fui a buscarla para llevarla a cenar a su cuarto. Pero cuando llegué a la sala, allí estaban sentadas las dos señoras, muy calladas y quietas, diciendo una palabra de cuando en cuando, pero con el aspecto de que una cosa tan esplendorosa y alegre como la señorita Rosamunda no hubiera pasado nunca junto a ellas. Creí que estaría escondida (era uno de sus juegos) y que las habría convencido para que hicieran como que no sabían nada, así me dirigí paso a paso a mirar debajo de este sofá y detrás de aquella silla, haciendo como si me asustara mucho al no encontrarla.

—¿Qué pasa, Ester? —me dijo con aspereza la señora Stark. No sé si la señorita Furnivall me habría visto, pues según os he dicho, estaba muy sorda, y se hallaba sentada inmóvil contemplando ociosamente el fuego con desesperanzado rostro. —Estoy buscando a mi pequeñita Rosy Posy —contesté siguiendo en la idea de que la niña estaba allí y cerca de mí, aunque yo no la viera.

—La señorita Rosamunda no está aquí —dijo la señora Stark—. Se marchó, hace más de una hora, en busca de Dorotea. Y también ella se dio la vuelta y se puso a mirar al fuego.

El corazón me dio un salto al oír aquello y empecé a desear no haber abandonado nunca a mi cielito. Volví junto a Dorotea y se lo dije. Santiago había ido a pasar el día fuera, pero ella, Bessy y yo, cogimos luces y fuimos primero al cuarto de los niños, y luego recorrimos la inmensa casa, llamando y suplicando a la señorita Rosamunda que saliera de su escondite y no nos asustara mortalmente de aquel modo, pero no se oyó contestación alguna, no se oyó nada.

—¡Oh! —dije yo al fin—. ¿Se habrá ido al ala este y estará escondida allí?

Pero Dorotea aseguró que no era posible, que ni ella misma había estado allí nunca, que las puertas estaban siempre con cerrojo y que, según creía, el lacayo de milord tenía las llaves; que fuera lo que fuera, ni ella, ni Santiago las habían visto nunca. Así que yo dije que volvería a ver si después de lodo estaba escondida en la sala sin que las viejas señoras lo supiesen, y que si la encontraba allí le daría unos azotes por el susto que me había proporcionado; pero no pensaba hacerlo en absoluto. Bien; volví a la sala de poniente y dije a la señora Stark que no la encontrábamos por ninguna parte y le pedí que me dejara mirar allí, pues iba ya pensando que podía haberse quedado dormida en algún escondido rincón caliente. ¡Pero nada! Miramos (y la señorita Furnivall se levantó y se puso a buscar, temblando toda), y no apareció en ningún sitio. Luego salimos otra vez todos los de la casa y miramos en todos los sitios en que habíamos buscado antes, pero no la encontramos. La señorita Furnivall tiritaba y temblaba de tal modo, que la señora Stark la volvió a llevar a la sala; pero no sin haberme hecho prometer que le llevaría a la niña cuando la encontráramos. ¡Ay de mí! Empezaba a pensar que no la encontraríamos nunca, cuando se me ocurrió mirar en el gran patio delantero, que estaba enteramente cubierto de nieve. Me asomé desde el piso de arriba, pero hacía una noche de luna tan clara, que pude ver, bien distintamente, dos pequeñas huellas de pisadas que se seguían desde la puerta del vestíbulo hasta dar la vuelta a la esquina del ala este. No sé ni cómo bajé, pero abrí a empujones la grande y pesada puerta y, cubriéndome la cabeza con la falda del traje, eché a correr. Di la vuelta a la esquina de mediodía, y al llegar allí, una gran sombra caía sobre la nieve; pero cuando salí otra vez a la luz de la luna, volví a ver las pequeñas huellas que subían, subían a los Páramos. Hacía un frío terrible, tan terrible, que el aire casi me despellejaba la cara según iba corriendo; pero yo corría pensando lo acabada y amedrentada que estaría mi pobre cielito. Ya distinguía los acebos, cuando vi a un pastor que descendía de la colina, llevando algo en los brazos. Me dio voces, preguntándome si había perdido una niña, y mientras el llanto me impedía hablar, pude ver a mi niñita chiquita que yacía en sus brazos, inmóvil, blanca y rígida, como si estuviera muerta. Me dijo que había subido a los Páramos para recoger sus ovejas antes de que llegara el gran frío nocturno, y que bajo los acebos (negras marcas en la ladera, desprovista de todo matojo en varias millas a la redonda), había encontrado a mi señorita, mi corderito, rígida y fría en el terrible sueño producido por la helada. ¡Ah, la alegría y las lágrimas de tenerla en mis brazos de nuevo! Pues no le dejé que la llevara, sino que la cogí en mis propios brazos, sosteniéndola junto al calor de mi pecho y mi cuello, y sentí que la vida volvía lentamente a sus dulces miembrecitos. Pero aún estaba insensible cuando llegué al vestíbulo y yo me hallaba sin alientos para hablar. Entramos por la puerta de la cocina.

—Traed el calentador —dije. Y subí con ella y empecé a desnudarla en el cuarto de los niños, junto al fuego que Bessy había mantenido encendido. Llamé a mi corderillo con todos los nombres cariñosos y juguetones que se me ocurrieron,, todavía con los ojos llenos de lágrimas. Y al fin, ¡oh, al fin!, abrió sus grandes ojos azules. Entonces la metí en su cama calentita y envié a Dorotea a decir a la señorita Furnivall que todo marchaba bien, decidida a permanecer toda la noche junto a la cama de mi corazoncito. En cuanto su preciosa cabeza tocó la almohada, cayó en un sueño apacible y yo estuve velándola hasta que se hizo de día, y entonces se despertó resplandeciente y despejada, según creí entonces... y, queridos míos, según creo ahora.

Dijo que había pensado que le apetecía irse con Dorotea, pues las dos señoras se habían dormido y se estaba muy aburrida en la sala, y que cuando pasaba por el pequeño vestíbulo de poniente, vio cómo caía la nieve a través de la alta ventana, cómo caía blandamente y sin interrupción, pero que queriendo ver lo bonita y blanca que estaría en el suelo, se dirigió al gran vestíbulo y allí, acercándose a la ventana, pudo contemplarla sobre el paseo, suave y brillante, y que estando en esto, vio una niña más pequeña que ella, «¡pero tan linda!», decía mi cielito, «y aquella niña me hizo señas para que saliera, y ¡oh!, era tan linda y tan dulce que no me quedaba más remedio que ir. Y que luego aquella otra niña la había cogido de la mano y, una junto a otra, habían dado la vuelta a la esquina de mediodía.

—Bueno, eres una niña mala que está contando cuentos —dije—. ¿Qué diría tu buena mamá, que está en el cielo y no dijo una mentira en su vida, qué diría a su pequeña Rosamunda si la oyera, ¡y de seguro que la oye!, contar cuentos?

—Pero Ester —sollozó mi niña—, ¡te digo la verdad! ¡De verdad que sí!

—¡No me digas! —contesté muy enfadada—. He seguido tus huellas en la nieve y no se veían más que las tuyas, y si hubiera habido una niña que hubiera subido la colina de tu mano, ¿no crees que sus pisadas estarían con las tuyas?

—Yo no tengo la culpa de que no estén querida Ester —dijo ella llorando—. Nunca miré a sus pies; pero ella sostenía mi mano en su manita, fuerte y apretada, y hacía mucho, mucho frío. Me llevó hacia arriba, por el camino de los Páramos, hasta los acebos, y allí encontré a una señora llorando y lamentándose, pero cuando me vio dejó de llorar y sonrió con mucho orgullo y majestad y me puso sobre sus rodillas y empezó a arrullarme para que me durmiera. Y esto es todo, Ester, pero es verdad ¡y mi querida mamá lo sabe! —añadió llorando. Así que pensé que la niña tendría fiebre e hice como que la creía y ella volvió a repetir su historia una y otra vez, y siempre igual. Finalmente, Dorotea llamó a la puerta con el desayuno de la señorita Rosamunda, y me dijo que las viejas señoras estaban abajo, en el comedor, y que querían hablarme. Ambas habían estado en el dormitorio de la niña la noche anterior, pero cuando la señorita Rosamunda estaba ya dormida, así que no habían hecho más que mirarla sin preguntarme nada.

—Me espera una reprimenda —pensé mientras recorría la galería del Norte—. Y, sin embargo —me dije envalentonándome—, la dejé a su cuidado y son ellas las que merecen que se les reproche por haberla dejado escabullirse desapercibida y sin vigilancia. Así que llegué valientemente y conté mi historia. Se la conté toda a la señorita Furnivall, gritándosela al oído; pero cuando hablé de la otra niña que había en la nieve y que engatusó a la nuestra para llevarla junto a la majestuosa y bella señora que estaba bajo el acebo, levantó los brazos, sus viejos y pálidos brazos, y gritó en voz alta:—¡Perdonad, cielos! ¡Tened misericordia!

La señora Stark la cogió (me pareció que con bastante rudeza), pero ella se desasió y se dirigió a mí con una autoridad frenética y amonestadora:

—¡Ester, apártala de esa niña! ¡La llevará a la muerte! ¡Malvada niña! Dile que es una niña mala y perversa.

Luego la señora Stark me sacó apresuradamente de la habitación, de la que verdaderamente salí con mucho gusto. Pero la señorita Furnivall seguía gritando: 

—¡Misericordia! ¿No perdonarás nunca? ¡Hace muchos años!

That winter was very cold. In the middle of October the frosts began, and lasted many, many weeks. I remember, one day at dinner, Miss Furnivall lifted up her sad, heavy eyes, and said to Mrs Stark, 'I am afraid we shall have a terrible winter,' in a strange kind of meaning way. But Mrs Stark pretended not to hear, and talked very loud of something else. My little lady and I did not care for the frost; not we! As long as it was dry we climbed up the steep brows, behind the house, and went up on the Fells, which were bleak, and bare enough, and there we ran races in the fresh, sharp air; and once we came down by a new path that took us past the two old, gnarled holly-trees, which grew about half-way down by the east side of the house. But the days grew shorter, and shorter; and the old lord, if it was he, played away more, and more stormily and sadly on the great organ. One Sunday afternoon, - it must have been towards the end of November - I asked Dorothy to take charge of little Missey when she came out of the drawing-room, after Miss Furnivall had had her nap; for it was too cold to take her with me to church, and yet I wanted to go. And Dorothy was glad enough to promise, and was so fond of the child that all seemed well; and Agnes and I set off very briskly, though the sky hung heavy and black over the white earth, as if the night had never fully gone away; and the air, though still, was very biting and keen.

'We shall have a fall of snow,' said Agnes to me. And sure enough, even while we were in church, it came down thick, in great, large flakes, so thick it almost darkened the windows. It had stopped snowing before we came out, but it lay soft, thick and deep beneath our feet, as we tramped home. Before we got to the hall the moon rose, and I think it was lighter then, - what with the moon, and what with the white dazzling snow - than it had been when we went to church, between two and three o'clock. I have not told you that Miss Furnivall and Mrs Stark never went to church: they used to read the prayers together, in their quiet, gloomy way; they seemed to feel the Sunday very long without their tapestry-work to be busy at. So when I went to Dorothy in the kitchen, to fetch Miss Rosamond and take her up-stairs with me, I did not much wonder when the old woman told me that the ladies had kept the child with them, and that she had never come to the kitchen, as I had bidden her, when she was tired of behaving pretty in the drawing-room. So I took off my things and went to find her, and bring her to her supper in the nursery. But when I went into the best drawing-room, there sate the two old ladies, very still and quiet, dropping out a word now and then, but looking as if nothing so bright and merry as Miss Rosamond had ever been near them. Still I thought she might be hiding from me; it was one of her pretty ways; and that she had persuaded them to look as if they knew nothing about her; so I went softly peeping under this sofa, and behind that chair, making believe I was sadly frightened at not finding her.

'What's the matter, Hester?' said Mrs Stark sharply. I don't know if Miss Furnivall had seen me, for, as I told you, she was very deaf, and she sate quite still, idly staring into the fire, with her hopeless face. 'I'm only looking for my little Rosy-Posy,' replied I, still thinking that the child was there, and near me, though I could not see her.

'Miss Rosamond is not here,' said Mrs Stark. 'She went away more than an hour ago to find Dorothy.' And she too turned and went on looking into the fire.

My heart sank at this, and I began to wish I had never left my darling. I went back to Dorothy and told her. James was gone out for the day, but she and me and Agnes took lights and went up into the nursery first, and then we roamed over the great large house, calling and entreating Miss Rosamond to come out of her hiding place, and not frighten us to death in that way. But there was no answer; no sound.

'Oh!' said I at last. 'Can she have got into the east wing and hidden there?'

But Dorothy said it was not possible, for that she herself had never been in there; that the doors were always locked, and my lord's steward had the keys, she believed; at any rate, neither she nor James had ever seen them: so, I said I would go back, and see if, after all, she was not hidden in the drawing-room, unknown to the old ladies; and if I found her there, I said, I would whip her well for the fright she had given me; but I never meant to do it. Well, I went back to the west drawing-room, and I told Mrs Stark we could not find her anywhere, and asked for leave to look all about the furniture there, for I thought now, that she might have fallen asleep in some warm, hidden corner; but no! we looked, Miss Furnivall got up and looked, trembling all over, and she was no where there; then we set off again, every one in the house, and looked in all the places we had searched before, but we could not find her. Miss Furnivall shivered and shook so much, that Mrs Stark took her back into the warm drawing-room; but not before they had made me promise to bring her to them when she was found. Well-a-day! I began to think she never would be found, when I bethought me to look out into the great front court, all covered with snow. I was up-stairs when I looked out; but, it was such dear moonlight, I could see quite plain two little footprints, which might be traced from the hall door, and round the corner of the east wing. I don't know how I got down, but I tugged open the great, stiff hall door; and, throwing the skirt of my gown over head for a cloak, I ran out. I turned the east corner, and there a black shadow fell on the snow; but when I came again into the moonlight, there were the little footmarks going up - up to the Fells. It was bitter cold; so cold that the air almost took the skin off my face as I ran, but I ran on, crying to think how my poor little darling must be perished, and frightened. I was within sight of the holly-trees, when I saw a shepherd coming down the hill, bearing something in his arms wrapped in his maud. He shouted to me, and asked me if I had lost a bairn; and, when I could not speak for crying, he bore towards me, and I saw my wee bairnie lying still, and white, and stiff, in his arms, as if she had been dead. He told me he had been up the Fells to gather in his sheep, before the deep cold of night came on, and that under the holly-trees (black marks on the hill-side, where no other bush was for miles around) he had found my little lady - my lamb - my queen - my darling - stiff, and cold, in the terrible sleep which is frost-begotten. Oh! the joy, and the tears, of having her in my arms once again! for I would not let him carry her; but took her, maud and all, into my own arms, and held her near my own warm neck, and heart, and felt the life stealing slowly back again into her little, gentle limbs. But she was still insensible when we reached the hall, and I had no breath for speech. We went in by the kitchen door.

'Bring the warming-pan,' said I; and I carried her up-stairs and began undressing her by the nursery fire, which Agnes had kept up. I called my little lammie all the sweet and playful names I could think of, - even while my eyes were blinded by my tears; and at last, oh! at length she opened her large, blue eyes. Then I put her into her warm bed, and sent Dorothy down to tell Miss Furnivall that all was well; and I made up my mind to sit by my darling's bedside the live-long night. She fell away into a soft sleep as soon as her pretty head had touched the pillow, and I watched by her till morning light; when she wakened up bright and clear - or so I thought at first - and, my dears, so I think now.

She said, that she had fancied that she should like to go to Dorothy, for that both the old ladies were asleep, and it was very dull in the drawing-room; and that, as she was going through the west lobby, she saw the snow through the high window falling - falling - soft and steady; but she wanted to see it lying pretty and white on the ground; so she made her way into the great hall; and then, going to the window, she saw it bright and soft upon the drive; but while she stood there, she saw a little girl, not as old as she was, 'but so pretty,' said my darling, 'and this little girl beckoned to me to come out; and oh, she was so pretty and so sweet, I could not choose but go.' And then this other little girl had taken her by the hand, and side by side the two had gone round the east corner.

'Now, you are a naughty little girl, and telling stories,' said I. 'What would your good mamma, that is in heaven, and never told a story in her life, say to her little Rosamond, if she heard her - and I dare say she does - telling stories!'

'Indeed, Hester,' sobbed out my child, 'I'm telling you true. Indeed I am.'

'Don't tell me!' said I, very stern. 'I tracked you by your foot-marks through the snow; there were only yours to be seen: and if you had had a little girl to go hand-in-hand with you up the hill, don't you think the foot-prints would have gone along with yours?'

'I can't help it, dear, dear Hester,' said she, crying, 'if they did not; I never looked at her feet, but she held my hand fast and tight in her little one, and it was very, very cold. She took me up the Fell-path, up to the holly trees; and there I saw a lady weeping and crying; but when she saw me, she hushed her weeping, and smiled very proud and grand, and took me on her knee, and began to lull me to sleep; and that's all, Hester - but that is true; and my dear mamma knows it is,' said she, crying. So I thought the child was in a fever, and pretended to believe her, as she went over her story - over and over again, and always the same. At last Dorothy knocked at the door with Miss Rosamond's breakfast; and she told me the old ladies were down in the eating parlour, and that they wanted to speak to me. They had both been into the night-nursery the evening before, but it was after Miss Rosamond was asleep; so they had only looked at her - not asked me any questions.

'I shall catch it,' thought I to myself, as I went along the north gallery. 'And yet,' I thought, taking courage, 'it was in their charge I left her; and it's they that's to blame for letting her steal away unknown and unwatched.' So I went in boldly, and told my story. I told it all to Miss Furnivall, shouting it close to her ear; but when I came to the mention of the other little girl out in the snow, coaxing and tempting her out, and her up to the grand and beautiful lady by the holly-tree, she threw her arms up - her old and withered arms - and cried aloud, 'Oh! Heaven, forgive! Have mercy!'

Mrs Stark took hold of her; roughly enough, I thought; but she was past Mrs Stark's management, and spoke to me, in a kind of wild warning and authority.

'Hester! keep her from that child! It will lure her to her death! That evil child! Tell her it is a wicked, naughty child' 

Then, Mrs Stark hurried me out of the room; where, indeed, I was glad enough to go; but Miss Furnivall kept shrieking out, 

'Oh! have mercy! Wilt Thou never forgive! It is many a long year ago - '