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J. Manuela Gorriti

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Una redondilla

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Es fama que el rey Felipe IV de España aborrecía mortalmente el juego; y que aquella aversión había crecido hasta el punto de que sus reales nervios se crispaban al solo aspecto de un dado o de una sota de bastos.

¿Cuál pudo ser el motivo del odio en un rey tan dado a devaneos? Unos dicen que fue cierta gruesa suma que perdió una noche su majestad la reina por sacudir el fastidio en el tétrico Escorial, otros lo achacan a que las damas dieron en descuidar el amor por ansia del oro. No faltó quien dijera que…

Mas sea de esto lo que se quiera, lo cierto es que don Felipe dio ordenanzas contra el juego y vedó aun con más severidad este devorante pasatiempo en el recinto de su alcázar.

Golpe mortal para damas y cortesanos, habituados en los días de servicio a ganarse unos a otros la última blanca de sus escarcelas.

Ellos, aunque murmurando, hubieron de someterse a la real voluntad, pero ellas, ¡ya!, no, y si no, ¡vedadles algo a ellas!

Desde que una mujer oye articular la palabra prohibición, ella formula: ¡quebranto! Si Dios no hubiera prohibido a Eva el comer la manzana, de seguro que el dichoso fruto habría pasado tranquilamente sobre el árbol al estado de orejón.

Si queréis que una mujer os ame, rogadle que os aborrezca y, lo que es más aún, si deseáis efectuar la maravilla de que guarde un secreto, exigid que os lo revele. No afirmaré que si se la lleva el río debió buscar la playa arriba; pero sí aseguro, a fe mía, que si después de ahogada le quedase a una mujer un adarme de voluntad, lo emplearía en remontar el curso del agua, tan solo por contrariarle.

Así las nobles hembras de la corte de Felipe en nada menos pensaron que en cumplir su mandato. Al contrario, amaron de tal suerte la timbirimba desde que la vieron desterrada, que se volvió para ellas una especie de culto; y cada noche no hubo retrete en palacio que no se convirtiera en un encierro de juego.

Abandonadas en su desobediencia por los hombres, las damas encontraron, sin embargo, entre ellos un auxiliar poderoso, si no en dinero, al menos en trazas, astucias y elementos de rebelión. ¿Mas qué mucho si era un poeta?

El poeta, ha dicho un hombre célebre, no se encuentra bien en parte alguna, ni en una sociedad democrática, ni en una aristocrática, ni en una constitucional. Y esto, añade, solo porque es un espíritu de contradicción.

Amigo poeta tuve yo que se enojaba cuando quería retenerlo a mi lado, y si lo dejaba marchar, me ponía hocico un mes entero.

Por eso el barón *** en sus memorias, trabajo inédito que verá un día con aplauso la luz pública, exclama en más de una página:

—¡Poetas!… ¡Poetas!… Indómitos potros… No hay brazo que los sujete… Proscripción con ellos… Proscripción, sí, señor… Mientras más lejos mejor… ¡Mejor!

Citada esta autoridad, por demás está decir que el prójimo aquel adolecía del antedicho resabio. Además, sus hechos hablan bien alto. Solo añadiremos por vía de esclarecimiento, que era un hombre de mediana estatura, de espaldas abovedadas, cuya roma nariz sustentaba un par de gafas tras las cuales, a vueltas de una cómica seriedad, os hacía guiños la risa.

Era feo como veis; pero requeríanlo de amores algo más de cuatro hermosas.

La reina tenía costumbre de llamarlo don Francisco; el rey simplemente: Quevedo.

Una noche, que en contravención de las soberanas órdenes muchas damas, y con ellas Quevedo, jugaban en el departamento que la duquesa de Alba, como camarera mayor tenía en palacio, de súbito el duque de Alba, que conociendo los hábitos de don Felipe IV, acechaba a la puerta de un pasadizo, corrió hasta la mitad de la cámara, exclamando con angustioso acento:

—¡El rey, señoras, el rey!

A la primera sílaba de esta voz de alarma, las damas, empuñando su oro, huyeron por todas las salidas de la cámara, dejando cargados a Quevedo y al duque con el cuerpo del delito, extendido en cuarenta y ocho piezas sobre un significativo tapete verde.

Felipe solo alcanzó a ver el extremo de sus largas colas; pero sintiendo en torno la atmósfera inequivocable de las sorpresas, paseó una mirada del duque al poeta, y preguntó con voz breve:

—¿Qué es eso?

El duque no halló en su lengua helada ni una sola palabra, mas en cambio, oyó a Quevedo responder con increíble aplomo:

—¿Qué ha de ser, rey español?

Decir Alba a las estrellas:
Que se retiraran ellas para que viniera el sol.

Difícil es decir qué gustó más al de Austria: si la redondilla o la lisonja. Probablemente fue uno y otro; porque llamadas las fugitivas, Felipe se hizo su banquero y jugó con ellas hasta el amanecer.

Lima, 1862

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