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Gabriel Miró

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La sensación de la inocencia

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 Cuando cumplí catorce años nos trasladamos a una vieja ciudad. En seguida que llegué me buscó Ordóñez. Nos abrazamos, pero sin apretarnos mucho por un afán de vernos. 

— ¡Estás lo mismo! 

— ¡Y tú también: como allí! 

 Y no lo sentíamos; y lo decíamos sin embuste, porque nos imaginábamos en el Colegio, vestidos de la blusa de escolar o de uniforme. Si resalía en nosotros un ademán, un acento de entonces, recogíamos ávidamente este rasgo de época: 

 —¿Ves? ¡Lo mismo! 

— ¡Como tú! 

 Y no nos persuadíamos. Este marginar la emoción de nuestro encuentro, desde el primer instante, sería lo que apagaba su júbilo. Fuimos dos críticos que se abrazan. Ordóñez aparentaba distraerse, y yo también. Mirábamos la calle ruda, toda de sol, empedrada de guijas de río, con tapias de cal, como un camino entre heredades... De súbito, Ordóñez me miraba para verme mejor en mi descuido; y como yo también quería valerme de lo mismo, nos sofocábamos de la coincidencia, y ese sorprenderse el ánimo sin pañales no abre la cordialidad. De modo que vacilábamos en fuerza de no decirnos nada, queriéndolo decir todo, y viéndonos y comprendiéndonos más allá de la confianza antigua. Aquí parece que se avengan, claro que un poco reducidas, aquellas palabras de Mme. Stael: «Verlo y comprenderlo todo es una gran razón de incertidumbre». 

 La calle semejó latir como si fuese un sembrado, que de pronto lo penetrara un aire de buena lluvia. Era un cántico de niñas encerradas. Dijo Ordóñez que había cerca un convento de madres Carmelitas, y ensayaban unos Gozos las chicas pobres de la parroquia. Lo pronunciaba muy contento de salir objetivamente de la cortedad. 

 Se oía el órgano como una voz cansada de maestro que reprende durmiéndose en la lección. Y resaltaba la tarde de la ciudad vieja sobre este fondo infantil, dándose las claridades de la emoción a costa de las niñas encerradas en torno del arca de un armonium. Quizá fue este uno de los más tempranos principios de doctrina estética que recibí. 

 Ordóñez me dejó, prometiendo venir otro día y llevarme a su casa. Su casa era una de las principales del lugar, y su madre, de las madres más jóvenes y hermosas que yo recordaba del Colegio. 

 — Demasiado joven y hermosa todavía para madre de tantos hijos — comentó un matrimonio estéril, amigo ya de nosotros de otros tiempos, y que estuvo a ofrecerse en nuestra nueva residencia. 

 Como yo le despidiera hasta el portal, volviose la señora, diciéndome: 

 — Estás con el regaño de forastero; pero te irá agradando la nueva vida, y tendrás amigos. Ya conoces a Ordóñez: buen chico es, aunque su casa, su casa... ¡Todo aquí se sabe! No te digo más por tus pocos años... 

 Fue a besarme, y no llegó; se puso muy colorada. Y cuando se iban, oí que le susurraba al marido: 

 — En acercándose una a esos chicos se les ve demasiado grandes. ¿Dónde estará ya su inocencia? 

 Y no sé qué añadió del mundo y de las criaturas de ahora, que ya resultan de «entonces». 

 Fue la primera vez que me quedé pensando en mi inocencia como en algo que no se ve ni se siente hasta que constituye una realidad separada de nosotros. Ya es viejo que se sobresalte la pureza bajo la voz de una virtud austera. Parece que entonces rebulle y suena en nuestra alma el aleteo de una ave que dormía y se remonta en busca de otros horizontes. 

 ***

 ... Vino Ordóñez; le recibí tan encendido y confuso que él se sofocó. Volvíamos a coincidir y escudriñarnos afiladamente. Y ahora sentía yo la presencia de la señora, que quiso y no pudo besarme. Sorprendime pensando en la madre de Ordóñez y en las palabras del matrimonio, y recordé que yo había ya perdido la inocencia; pero continuaba su sitio sin habitar. Sin inocencia, sin pecado y sabiéndolo. Era como la sensación de que el alma se me había quedado corta y arrugada para el cuerpo mozo que no acaba de crecer; lo mismo, lo mismo que algunos trajes de los chicos de catorce años, sino que ese nos cubre debajo de la carne y de la sangre, sin quitar la desnudez, que sólo vemos nosotros cuando podemos. 

 Faltándome documentos de malicia, no penetraba en lo que se murmuró de la madre de Ordóñez. Y dentro de mi oscuridad se encendía la vergüenza. Rechazaba instintivamente la murmuración, y en seguida la buscaba y revolvía voluntariamente. Me acordé que en el Colegio todos decíamos: «Ordóñez se parece mucho a su madre». Y le miré, y se sonrojó. 

 — ¡Lo mismo que entonces! — le dije. 

 Pero en aquel tiempo lloraba hasta de rabia de su tez fácil al rubor de una doncella. 

 — Aun sigo sofocándome como mi madre. 

 — ¿Como tu madre también?... 

 Y llegamos a su casa. Casa antigua y señorial, de sillares morenos y dinteles esculpidos. Todo estaba en una grata sombra de celosías verdes que semejaban exprimir todo el fresco y olor del verano. Porque sentíase que fuera se espesaban los elementos crudos del verano como en corteza, y dentro sólo la deleitosa y apurada intimidad. En el vestíbulo, en las salas, en el comedor, había muchos jarrones, cuencos, canastillas, juncieras desbordando de magnolias, gardenias, frutas y jazmines; y por las entornadas rejas interiores se ofrecía una rápida aparición de la tarde de jardín umbroso y familiar. Ya sé que muchas casas tienen en julio magnolias, jazmines, frutas, gardenias; pero es eso nada más: flores, flores porque se cogen y caen demasiadas en el huerto; y frutas: melocotones, ciruelas, peras, manzanas... y, sin querer, sabemos en seguida la que morderíamos. Y allí, no; allí flores y frutas integrando una tónica de señorío y de belleza, una emoción de vida estival y de mujer. No «eran» melocotones, ciruelas, peras, manzanas... clasificadamente, sino fruta por emoción de fruta, además de su evocación de deliciosos motivos barrocos; y «aquella» fruta, el tacto de su piel con sólo mirarla, y su color aristocrático de esmalte, y flores que sí que habían de ser precisamente magnolias, gardenias y jazmines por su blancura y por su fragancia, fragancia de una felicidad recordada, inconcreta, de la que casi semeja que participe el oído, porque la emoción de alguna música expande como un perfume íntimo de magnolias, de gardenias, de jazmines que no tienen una exactitud de perfume como el clavel. 

 Rodeado de este ambiente de sensualidad tan amplia y tan pura repitiose en mí la sensación de la inocencia, no separándose como una paloma asustada, sino volviendo a mí, pero no consubstanciándoseme; ahora me ceñía como una túnica tejida del inmaculado blancor carnal y de la virtud de aquellas flores. 

 Hallábame también en ese estado de reiteración de «sí mismo», de creer que ya se ha vivido «ese» instante, y que todo en la casa de Ordóñez estaba y sucedía según una promesa infalible. 

 Fui pasando. En lo más hondo se me presentó el escritorio del padre: frialdad de legajos y de crematística, cráneos pálidos, tercos, con un pliegue de disciplina, de sacrificio; todo como asperjado frescamente de un coloquio de aguas y de risas de hijos. 

 Castaños de Indias, cedros; arrayanes y cipresal recortados; sol contenido por el terciopelo del follaje solemne y propicio para la blancura humana de los mármoles. Huerto sereno, íntimo, remoto de la calle que lo rodea; no huerto de enriquecido, que sólo está de añadidura en la casa porque sobró terreno, y sirve de tránsito y suple al muro de medianería. Las frondas se apartaban para la emoción del cielo, y pasó una cigüeña nadando en el azul, toda estilizada, tendida en torno del nidal de leña colgado de una torre de pizarra. 

 Vi a la madre de Ordóñez rodeada de sus hijos y con un niño chiquito en su regazo. Vestiduras como de flor de lino, carne de frutas húmedas, cabelleras de trenzas negras con vislumbres del verde tierno de los árboles. 

 Fray Luis de León compuso estos consejos para el atavío de las mujeres: «Tiendan las manos y reciban en ellas el agua sacada de la tinaja, que con el aguamanil su sirvienta les echare, y llévenla al rostro, y tomen parte della en la boca, y laven las encías, y tornen los dedos por los ojos y llévenlos por los oídos también, y hasta que todo el rostro quede limpio, no cesen; y, después, dejando el agua, limpíense con un paño áspero, y queden así más hermosas que el sol». 

 Esto dice que obedecía «alguna señora de este reino». 

 A doña María Várela Osorio ofreció el dulce agustino las acendradas páginas de La Perfecta Casada, quizá dudando de que ella y otras muy honestas se satisficiesen con el paño áspero y el agua de la tinaja. Y sin duda él lo escribió y la  noble dama lo leería, como muy conciliados con esta pragmática de tocador, sin creerla; como yo la recuerdo viendo entre el humo dormido a la madre de Ordóñez, que, cuidando exquisitamente de su cuerpo, emanaba una sencillez de naturaleza; y otras mujeres que ostentan todo el aparato de sus afeites, parece que acaban de dejar el paño áspero y el agua recién traída por el azacán. 

 ... Removiose el hijo, y los dedos de la madre se desciñeron el corpiño y floreció la castidad de su pecho cincelado. 

 Nunca se olvida la perfección de un pecho que nos hace niños siempre. 

 ... Pude un día decírselo a la señora erizada de virtudes, que sobresaltó lo postrero de mi infancia, y murmuró: 

 — Sé que tenía pechos muy hermosos, y crio sus siete hijos; pero, mira, ¡murió de zaratanes la pobre!... 

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