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Gabriel Miró

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Las gafas del padre

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 Singularmente se recordaba a Hernández Aparicio por las gafas que traía su padre. Aparicio y yo pasamos juntos algún tiempo en la enfermería del Colegio. 

 — ¡Qué gafas tan enormes lleva tu padre; los cristales podrían servir para un buzo! 

Aparicio me dijo: 

 — Somos muchos hermanos... ¡No descansa mi padre, siempre mirando y cavilando!... 

 Aquellas gafas tan gordas ya me parecieron un filo que limaba, que roía insaciablemente los ojos profundos del padre pálido y contristado, caminando con los brazos hacia atrás para recoger las manos de los hijos. 

 Al enfermero se le plegó toda la frente, hasta el hueso, y tronó de súbito: 

 — ¿Qué se puede ver en este mundo? Hay que mirar al cielo. San Gregorio el Magno refiere de una religiosa de San Equicio, que, pasando por la huerta del monasterio, no pudo contenerse en la debida parsimonia, y arrancó y comiose una lechuga. Al punto se sintió atormentada del Enemigo. Vino San Equicio en su remedio y comenzó por increpar al demonio; y el demonio, desde lo más profundo de la penada ánima, daba voces diciendo: «¡Qué culpa tengo yo de lo que le sucede! Estábame muy tranquilo al sol de la lechuga; llegó esta monja, y me tragó movida de la gula!» Señor Hernández Aparicio: ¿qué gafas podrían descubrir al demonio recostado en el cogollo de una ensalada? 

 Nos quedamos pensando. Verdaderamente sería menester un microscopio de prodigiosa fineza para alcanzar el estado de gracia. 

 Nos desencantó mucho que el Enemigo no residiese en nuestra sangre, donde, algunas veces, nos fuese dado resistirlo y acallarlo, y quizá vencerlo del todo y arrojarlo para siempre de nuestras entrañas. Y que nos acechara desde fuera y pudiésemos engullirlo a cada instante, nos inquietó grandemente, y, además, tuvimos por muy frágiles y escasas las defensas orgánicas del hombre. 

 — ¡Hay que mirar al cielo, y subir allá en seguida! — Y el Hermano Enfermero daba un brinco. Era todo osamenta, de ojos enjutos, redondos y duros que semejaban artificiales; no podría cerrarlos porque no tenía o no se le veían los párpados; ojos sin piel, de vidrio encendido de arrebatos y alucinaciones. Deseaba morir cuanto antes, y deseaba que los demás también lo apeteciesen, y nos proponía que lo quisiéramos. Le llevaba el benzonaftol a Hernández Aparicio, y repentinamente exclamaba: 

 — ¿No desea usted morirse, señor Hernández Aparicio? ¡Pídale a Santa Cecilia, usted que es músico, pídale que Nuestro Señor disponga de nosotros ahora mismo! Subamos al cielo para cantar el ¡O Salutaris! acompañados por Santa Cecilia. ¡Qué más quisiéramos! Pero, ¿no desea usted morirse? 

 Era demasiado pronto para ir al cielo. El cielo había de comenzar cuando acabase la vida de toda la tierra; entonces, según el parecer del señor Hernández Aparicio, principiará la eterna bienaventuranza, que debe ser una para todos los justos; porque, ¿cómo quieres tú — me decía Aparicio — que la gloria celestial sea más larga, más eterna para los que ya murieron y se salvaron, que para los que todavía tienen que nacer, vivir y salvarse? No; esa gloria es una y la misma; y los que se hallan en el cielo han de esperar a los futuros y definitivos bienaventurados. Pues cuanto menos se aguarde, mejor. 

 Así pensábamos, calculando por medidas caducas y terrenas la heredad que no tiene términos. 

 Y proseguíamos imaginándonos la espera de la felicidad hasta en el cielo, viendo el afanoso tránsito de los elegidos. Y como en este mundo se suelen esperar las cosas buscándose los deudos y amistades para esperarlos juntos, nos dijimos que acaso en la gloria procediéramos de la misma suerte. Aparicio se estremeció. Es que se acordaba de su tía doña Raimunda Hernández, que vivió y murió como una santa. Lo proclamaban los más doctos y buenos de la provincia de Murcia. Morir y salvarse tan temprano equivalía a esperar más tiempo la vida perdurable al costado de doña Raimunda Hernández. Era seguro que había de encontrarla, aunque no pudiésemos explicarnos que llegasen a merecer la gracia y la predilección del Señor almas tan desaboridas y tan insufribles en la tierra... 

 Al lado de la señora y del Hermano Enfermero; porque el Hermano Enfermero necesariamente moriría de un momento a otro, por el encendido fervor en implorarlo y por su precaria naturaleza. 

 ¿No dice Shakespeare que nos irritamos por cosas menudas, aunque sólo las grandes sean las que sobresaltan y culminan nuestra vida! Nos irritaba la tía de Aparicio y el Enfermero, pero nos angustiaba pavorosamente la idea de morir, y de morir por el antojo del Hermano. 

 ... Pensaba yo en una aldea blanca de árboles verdes, tendida en un otero azul con su calvario, sus cipreses y un senderito de rondalla. La vi, no sabía cuándo ni en qué comarca, pero yo había visto el deleitoso lugar una tarde, desde una diligencia; y antes que al cielo quería ir a esa aldea dormida entre el humo de la distancia y de mis memorias. 

 Hernández Aparicio celebró mi propósito. Y el Hermano Enfermero se nos precipitó, clamando: 

 — ¿Es que no se morirían ustedes ahora? Señor Hernández Aparicio: déjese de aldeas blancas. ¿Quiere usted morirse? ¡Pídalo con toda su alma! 

 El señor Hernández Aparicio respondió denodadamente que no quería morir sino vivir y ver mucho. 

 Yo me quede recordando las recias gafas de su padre. 

 Llegadas las vacaciones, nos despedimos del Enfermero como de un moribundo, en cuya mirada de vidrio bien leíamos que nos había abandonado a nuestra desgracia... 

 ***

 — ...¡Ya no he visto más la aldea blanca de la colina azul y de los árboles tiernos! 

 Sonrió Aparicio entre el humo dormido de las horas devanadas para siempre, y dijo: 

 — Yo aprendí a amar el deseo por el deseo mismo, y amo el camino por el dolor y el júbilo de caminar, ofreciendo mi sed como la sed de David, pero «yo solo». 

 David se había recogido en la cueva de Odollam. Era el tiempo en que se cortan las cebadas. Entre el temblor de la llama del día, se alzaban los muros de Bethleem, la tierra suya, que entonces poseían los filisteos. Toda iba recordándola David: los huertos de las laderas, los herbazales donde pasturaba su rebaño; su casa humilde; la plática de los viejos bethlemitas sentados en las puertas de la ciudad; y, en medio, el aljibe de las aguas más dulces de su vida... Ardía la mañana en torno de la cueva de Odollam. Y David recordó también la delicia de la sed saciada, y suspiró: «¡Quién me diera a beber agua de la cisterna que hay en Bethleem, junto a la muralla!» Entonces los tres escogidos entre los treinta valientes rompieron por las escuadras enemigas, y sacaron del agua deseada y se la trajeron a David. Pero él no la probó, sino que hizo de ella libación al Señor, diciendo: «¡No beberé la sangre y el peligro de las vidas de los tres esforzados!» 

 ¿No te parece que, ahora, se ha de suspirar por el agua de nuestra sed, y subirla nosotros mismos, y ofrecérnosla a nosotros y a nuestro ideal y a Dios, sin catarla? 

 — ¿Pero no será, eso que dices, la doctrina de los que no han «llegado»? 

 — ¿Y qué? — prorrumpió Aparicio — . Lo fundamental y gustoso es tenerla; que nos acompañe nuestra voz... Ya sé que no has llegado todavía. Este «todavía» ha de agradecerse más por lo que tiene de «hoy» que por el valor de la esperanza. En llegar, o en llegar pronto, se esconde el peligro  del regreso, y es una carretera con hostales que hierven de bellaquerías de trajineros que ni van ni vienen. Yo vivo caminando; reclino mi cabeza en las piedras, y confío que alguna me depare, como a Jacob, el sueño de la escala de los Ángeles. Forastero en todo lugar, los sitios con sol pertenecen a los hombres sentados, a los hombres y a las moscas que zumban en los poyos calientes; y cuando alguien se levanta se aprieta más el corro o toma su hueco el lugareño sustituto. Se ha de caminar; lo malo del camino es la llanura, que todo parece principio de la misma jornada; la cuesta produce un esfuerzo y un cansancio gozoso, porque, aunque se suba, volvemos la mirada y como el comienzo quedó más hondo, recibimos una sensación de cumbre sin pasar de la misma vertiente... 

 Sacó una cajilla despellejada y vieja, y de ella unas gafas. 

 — ¡Ya traes tú gafas también! 

 — Son las de mi padre. — Y tocándolas y mirándolas había en sus dedos y en sus ojos la emoción de la presencia del hombre descolorido y triste que caminaba tendiendo los brazos hacia atrás para recoger las manos de los hijos... 

 — Son las de mi padre, y ahora mías. Aún soy joven, y ya se acomodan a mi vista. Tú me decías: ¡los cristales de esas gafas pueden servirle a un buzo! Con ellos me he sumergido yo como un náufrago y siempre vi mi camino... 

 — ¿Te acuerdas? — le dije — . «Señor Aparicio: ¿qué gafas podrían descubrir al demonio recostado en la hoja de una lechuga?» 

 — ¡Al demonio no se le ve, ni hace falta, si de todas maneras ha de engullírselo uno al comer el más inocente alimento; pero, en cambio, con estas gafas he visto recientemente al Hermano Enfermero! 

 — ¡Imposible! Hace veintiséis años que salimos del Colegio; hace veintiséis años que el Hermano Enfermero está en el cielo cantando el «O Salutaris». 

 — El Hermano Enfermero sigue en la tierra y en el mismo Colegio; y está gordo, muy gordo. Yo le pregunté: Hermano: ¿pues no quería y no quisiera usted morirse? Y el Hermano me dijo: «¿Yo? Yo sólo deseo lo que disponga Nuestro Señor...» Y con estas gafas nunca vio mi padre agotados sus deseos, ni yo los míos. 

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