Titulo - Autor
00:00 00:00

Tamaño de Fuente
Tipografía
Alineación

Velocidad de Reproducción
Reproducir siguiente automáticamente
Modo Noche
Volumen
Compartir
Favorito

20130

9402

4837

J. M. Salaverría

Autor.aspx?id=408

El forjador de fantasmas

ObraVersion.aspx?id=4837

De todos los pasajeros del barco, el que más curiosidad me produjo y mayor huella dejó en mi memoria fue un caballero inglés, rigurosamente afeitado y revestido de la última corrección que es peculiar en las gentes de aquella raza.

Desde que embarcara en Buenos Aires, el inglés se mantuvo en una impenetrable soledad. Huía de los salones; no se mezclaba en los chismes amatorios del buque; no jugaba las lentas partidas de naipes, y ni siquiera, raro ejemplo entre las personas de su nación, frecuentaba el bar, tan incitante con su whisky and soda y su cerveza helada.

Permanecía taciturno, solitario, en un entrante de la cubierta, sentado obstinadamente en su larga silla de mimbre. Parecía huir de la gente y de la tediosa frivolidad transatlántica. También sugería la idea de querer eliminarse, como esos seres tímidos y contemplativos que aspiran a poseer la virtud que sólo concedían las hadas: el don de esfumarse y desaparecer, de desincorporizarse.

Después de la escala de Río Janeiro, cuando terminaron los ajetreos de los embarcos y recaladas, el Zelandia tomó rumbo hacia la línea del Ecuador. Navegábamos por un mar de añil, blando y rumoroso, sereno y dulce como una fantasía de reposo. Las tardes de oro y las tibias noches estrelladas predisponían a las confidencias. Una de esas inefables noches me senté por casualidad junto al inglés, y, con sorpresa de mi parte, vi que el hombre se fijaba en mi persona, abandonando por un momento su reconcentrado e infatigable ensimismamiento. Hasta tuve el honor de que me dirigiese la palabra. Creo que fue la primera voz que sus labios pronunciaban desde la salida de Buenos Aires. Pero mi agrado por tan raro suceso quedó pronto deslucido. Sentí, en seguida que me habló, una impresión extraña y penosa. Desde luego comprendí que me las había con un hombre extraordinario en cuya vida palpitaba una tragedia.

Hablaba una jerga entre española, portuguesa y británica. Me contó negligentemente sus andanzas. Había rodado por gran parte de la América del Sur, ensayándose varios años en negocios de minas y de especulación. Le debieron ir mal los negocios, porque volvía arruinado. Lo que es peor, y esto pronto lo pude observar, volvía loco de remate.

Era rubio de color, dulce de expresión, manso de gestos. A veces, como un buzo que sube a la superficie, sonreía intensamente; luego volvía a sumirse en su habitual y profunda abstracción. En aquel enigmático silencio suyo, el inglés debía asistir al desdoblamiento prodigioso de una mágica fantasía. Yo no he visto nunca acaso una manera más intensa, diríase sensual, de vivir la vida fantástica. Y a todo esto, ni un pestañeo, ni un tic impaciente, ni un ademán más nervioso que los otros. Era como un espectador bien hallado que contempla con gusto, pero sin sorpresa, el escenario donde platican los sueños.

La particularidad de su locura consistía en ver imágenes por todas partes; para él la atmósfera no era muda e indescifrable como para los demás seres, sino que estaba llena de apariciones y de formas. Pero, con súbito miedo, observé que su locura tenía el privilegio de comunicarse. Sentí que se me traspasaba su delirio...

El bueno del inglés veía figuras y personajes por dondequiera, en una estrella, en una nube, en un copo de espuma, en el pez volador que pasaba, en la ondulante superficie del mar. Lo extraño del caso es que todo esto lo veía tranquilamente, sin asombro, como la cosa más natural. Si se tardaba en asentir a sus apariciones, si se dudaba de la realidad de la visión, el hombre volvíase con un gesto de sorpresa, como quien se compadece de un ciego o de un corto de vista. Su mundo fantástico no le producía sorpresa; al contrario, parecía haberse resignado a aquella complicación de la visualidad interior, no sé si con pena o con regocijo. Lo probable es que hubiera aceptado estrictamente la inmensa irrupción de fantasmas que le habían perturbado para siempre.

—Vea usted—me decía de pronto—aquel caballo que corre... ¡ Se va a desbocar!

Yo miraba, irresistiblemente guiado (por su dedo, y sólo veía, como es lógico, el correr de una ola. Pero él quedaba tan feliz y convencido, no sólo de su vista, sino de mi amable confirmación. Lo cierto es que me convertí en su compañero inveterado, y desde la mañana corría a sentarme junto a él.

Yo no sé qué acre gusto me causaban sus visiones. Primero empecé por broma y por complacencia; pero después, como todo vicioso, sentía una creciente inclinación a mezclarme en sus fantasías. Más de una noche, al recluirme en mi camarote, recapacité con terror y prometí no volver donde el loco. Pero lo probable es que aquel juego de "ver visiones en el aire" estaba dentro de mi psicología, porque, a pesar de mis propósitos nocturnos, a la mañana siguiente corría a sentarme junto al inglés.

A los pocos días era yo casi tan diestro como él en imaginar fantasmas. Le mostraba una nube, por ejemplo, y decíale con aire de triunfo:

—¡Mire qué soberbio elefante!...

Sólo que el inglés tenía una visualidad diferente, acaso más complicada, y siempre encontraba oportunidad de corregirme.

—No es un elefante. ¡ De ningún modo!... ¿No está usted viendo que es Ofelia, trenzándose su pelo rubio?

Daba formas extrañas, a veces cómicas, otras veces trágicas, a todo cuanto se movía en el aire. En algunas pausas suspiraba con una íntima y dulce pesadumbre.

—¿Qué le sucede?...—me apresuraba yo entonces a decirle.

—¡Es que me había equivocado!—contestaba—. No era ella...

Esta "ella" permanecía inescrutable para mí, como un misterio del dogma para un neófito. No me atrevía a interrogarle sobre el asunto, por miedo a una indiscreción.

Cierta noche de luna nos entregábamos anchamente a nuestras habituales imaginaciones. Durante la tarde, a la hora del ocaso, había estado yo sobre la borda imaginando fantasmas, y quedé muy satisfecho de mi ensayo. Dibujé, efectivamente, sin ayuda de mi maestro, una porción de figuras en las nubes, todas encarnadas, brillantes, magníficas, en la pompa tropical de la puesta del sol. Cuando a la noche me reuní con el inglés, lo encontré un poco más taciturno, menos expresivo, hondamente triste.

—¡No pasa nunca "ella"!—exclamó, como única explicación a su pesadumbre.

Luego nos lanzamos, como siempre, a imaginar. Brillaba una luna espléndida en el cielo, y el mar y el espacio adquirían una fastuosa teatralidad.

De pronto el inglés, contra su costumbre, tomó un aire nervioso, inquieto. Se levantó varias veces de su silla, lo que en él casi era una profanación. Sus palabras adoptaron, por otra parte, un tono lírico.

—¡Mire, mire qué soberbia carroza, tirada por tres caballos blancos!...

Yo quise observarle la arbitrariedad de los tres caballos; serían dos, o serían cuatro, pero nunca tres... Mi amigo no me dio tiempo a la objeción, y exclamó misteriosamente, con los ojos muy abiertos:

—¿Oye usted la orquesta?... Fíjese en los violines sobre todo. Están tocando la Pastoral, de Beethoven...

La orquesta del barco se había ido a dormir: los violines descansaban en sus cajones. Pero yo, irresistiblemente alucinado, presté oído y creí, lo confieso, atender las inspiradas frases de la Pastoral. Probablemente fueron las olas tan sólo. Luego el inglés volvió a su natural serenidad, y durante algunos minutos estuvo indicándome con el dedo, sencillamente, un desfile numeroso de fantasmas sobre el mar, bajo la prodigiosa luna.

—Vea usted aquel perro... Ahora todos aquellos tigres... ¡No sé por qué traen tantas flores esas niñas!

Yo estaba amedrentado, queriéndome alejar por miedo a enloquecer, y atraído, sin embargo, por la sugestión de aquella fantasía.

De pronto el semblante de mi amigo se transfiguró. Quedó pálido, asombrado, con los ojos extrañamente abiertos.

—¿No ve usted aquella mujer que pasa? ¡Allí, hombre!... Es mi esposa. ¡Al fin!...

Y se levantó gritando:

—¡Ya voy!

Cuando quise detenerle, el inglés había saltado sobre la baranda de la obra muerta y se tiró de un brinco al mar. Grité, acudieron marineros con salvavidas, el barco detuvo su marcha. Pero no se pudo encontrar al inglés por ninguna parte.

Entonces comprendí la antigua y secreta clave de su locura, la catástrofe amatoria que ocasionó tan rara manía. Mi amigo fue a reunirse con sus fantasmas al seno del infinito. Le lloré por dentro. Pero luego me tranquilicé, pensando que se le ocurrió tomar la determinación más prudente que a su pobre vida sin fortuna le convenía.

Audio.aspx?id=9402&c=72472878CEE2200A23A876F239408B3FA1CE4CD3&f=060741

926

15 minutos 26 segundos

0

0