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20081

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Italo Calvino

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El bosque de la autopista

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El frío tiene mil formas y mil maneras de moverse por el mundo: por el mar corre como una manada de caballos, a los campos se arroja como una nube de langosta, en las ciudades como una hoja de cuchillo corta las calles y se mete por las rendijas de las casas sin calefacción. En casa de Marcovaldo aquella noche habían terminado hasta la Última astilla, y la familia, abrigada hasta los ojos, veía en la estufa empalidecer las brasas, y de sus bocas brotar las nubecillas a cada respiro. Nada decían ya; las nubecillas hablaban por ellos: la mujer las producía largas como suspiros, los hijos las soltaban absortos como pompas de jabón y Marcovaldo las lanzaba al techo a golpes como relámpagos de genio que al momento se d isi pan.

Finalmente Marcovaldo se decidió: -Voy por leña; a lo mejor encuentro-. Se embutió cuatro o cinco periódicos entre chaqueta y camisa como coraza contra un mal aire, disimuló bajo el gabán una larga sierra dentada, y así se lanzó a la noche, seguido por las largas miradas esperanzadas de la familia, produciendo crujidos de papel a cada paso y con la sierra asomando de vez en cuando por el embozo.

Andar por leña en la ciudad: ¡casi nada! Marcovaldo se dirigió inmediatamente hacia un cacho de jardín público que había entre dos calles. Todo estaba desierto. Marcovaldo estudiaba las desnudas plantas una a una . pensando en la familia que le aguardaba entre castañeteo de dientes ...

El pequeño Michelino castañeteaba los dientes, leía un libro de cuentos, tomado en préstamo de la bibliotequilla de la escuela. El libro hablaba de un niño, hijo de un leñador, que salía con su hachuela a hacer leña en el b0squ.e. -Ahí es donde hay que ir -dijo Michelino-, ¡al bosque! ¡Allá sí que hay leña! -Nacido y crecido en la ciudad, en su vida había visto un bosque ni de lejos.

Dicho y hecho, lo comvino con sus hermanos: uno tomó una destral, otro un gancho, el tercero una cuerda, dijeron adiós a su madre y partieron en busca de un bosque.

Caminaban por la ciudad alumbrada por las farolas, y no vetan más que casas: lo que es bosques, ni la sombra. Se cruzaban con algún raro transeúnte, mas no se atrevían a preguntarle dónde había un bosque. Así llegaron donde se acababan las casas de la ciudad y la calle se convertía en autopista.

A ambos lados de la autopista los chiquillos vieron el bosque: una tupida vegetación de extraños árboles cubría la vista de la llanura. Tenían troncos muy finos, tiesos o torcidos; y copas chatas y extendidas, con las más extrañas formas y más extraños colores cuando algún auto al pasar las iluminaba con los faros. Ramas en forma de dentrífico, de rostro, de queso, de mano, de navaja, de botella, de vaca, de neumático, cubiertas con un follaje de letras del alfabeto.

-¡Viva! -soltó Michelino-, ¡aquí está el bosque!

Y los hermanos miraban embelesados a la luna despuntando entre aquellas extrañas sombras:

-Qué bonito es ... 

Michelino los devolvió de pronto al objeto que les llevó allá la leña. En consecuencia abatieron un arbolillo que tenía forma de prímula amarilla, lo hicieron pedazos y se lo llevaron para casa.

Marcovaldo regresaba con su menguada carga de ramas húmedas, y se encontró con la estufa encendida.

-¿Dónde la habéis encontrado? -exclamó señalando los restos del cartel publicitario que, por tratarse de madera contraplacada, había ardido muy aprisa.

-¡En el bosque! -respondieron los niños.

-¿Y qué bosque?

-El de la autopista. ¡Está hasta arriba! 

En vista de que la cosa era tan sencilla, y que otra vez hacía falta leña, más valía seguir el ejemplo de los chicos. Marcovaldo volvió a salir con su sierra y se encaminó hacia la autopista.

El agente Astolfo de la policía de carretera era algo corto de vista, y de noche, cuando cumplía corriendo en moto su servicio, la verdad es que necesitaba gafas; pero no lo decía, por miedo a que pudiera perjudicarle en su carrera.

Esta noche alguien ha denunciado que en la autopista una banda de pilluelos está derribando los carteles de anuncio. El agente Astolfo sale de inspección.

A los lados de la carretera, la selva de extrañas figuras admonitorias y gesticulantes acompaña a Astolfo, quien las escruta una a una, saliéndosele de tas Órbitas los ojos miopes. De pronto, a la luz del faro de la moto, sorprende a ün granujilla encaramado en un cartel. Astolfo frena: -¡Eh!, ¿qué haces ahí, tú? ¡Bájate al momento! -El otro no se mueve y le saca la lengua. Astolfo se acerca y ve que se trata del anuncio de unos quesitos, con un mofletudo que se relame-. Vaya, vaya dice Astolfo, y parte a todo gas.

Al rato, en la sombra de un cartel enorme, ilumina una triste cara asustada. -¡Alto ahí! ¡No intentes escapar! -Pero nadie se escapa: es un dolorido rostro humano pintado en mitad de un pie todo lleno de callos: el anuncio de un callicida-. Oh, perdón -dice Astolfo, y sale zumbando.

El cartel de un sello contra la jaquecaera una gigantesca cabeza de hombre, con las manos sobre los ojos por tanto dolor. Astolfo pasa, y el faro ilumina a Marcovaldo subido en todo lo alto, que con su sierra intenta cortarle un cacho. Deslumbrado por aquella claridad, Marcovaldo se hace un rebullo y permanece inmóvil, agarrado de una oreja de semejante cabezudo, con la sierra que ha llegado ya a mitad de la frente.

Astolfo lo estudia a fondo, dice: -iAh, sí: sellos Destapa! ¡Un cartel eficaz! ¡Bien ideado! ¡El hombrecillo allá arriba con su sierra representa la jaqueca que parte la cabeza en dos! ¡Al momento lo he entendido! -Y prosigue su camino.

Todo es silencio y hielo. Marcovaldo lanza un suspiro de alivio, se afianza en el incómodo caballete y reanuda su tarea. En el cielo iluminado por la luna se propaga el apagado graznar de la sierra contra la madera. 

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