Colocada en una mesa enana en medio de la estancia, la luz del chonchón echaba sobre las paredes enormes sombras grotescas.
Junto a la mesa, sentado en un piso, un viejo iba parsimoniosamente limpiando la vajilla misérrima. Se inclinaba para lavar las fuentecillas de greda en un tarro con agua caliente que estaba en el suelo, se erguía manteniendo la fuente en alto en espera de que escurrieran las ultimas gotas de agua, y, por fin, despacioso y prolijo, la secaba con un paño, dejándola bruñida sobre la mesa.
La luz tiraba su sombra a un rincón, haciendo a veces llegar la cabeza hasta el techo, quebrando otras líneas del cuerpo en los ángulos de las paredes, figurando de cada uno de los movimientos caricaturas monstruosas.
—¡Ah! ¡Aaaaaah! —bostezó Pascuala.
—Ya poco me va faltando —dijo el viejo, disculpándose, como si aquel bostezo fuera un reproche a su lentitud.
Era un viejo cincuentón, alto, cenceño, bien plantado, puro músculo bajo la piel morena que apenas marcaban las arrugas. Tenía blancos los pelos y las barbas, largos unos y otras, lo que le daba aire bíblico, asemejándolo a esas tallas primitivas que son pastores en los nacimientos del Niño Dios. Los ojos parecían negros, pero destellos azules y estrías grises los tornaban, como las uvas, sin color preciso. Y tenían tal luz de bondad, que al sonreír la bocaza desdentada eran ingenuamente infantiles.
Se llamaba Florisondo González y ocupaba en una gran hacienda sureña el puesto de capataz de los taladores. A pesar de sus años, ninguno lo aventajaba en resistencia. Cuando, después de muchos años de formar parte entre los taladores lo elevaron a capataz, en vez de hacer sólo vigilancia, echaba el tiempo en vigilar y cortar, alternativamente, que, según decía, de dedicarse únicamente a lo primero, acabaría por “amogosarse”.
—Me duele la cabeza —murmuró la mujer, rebullendo inquieta bajo la ropa.
—No te mováis tanto, ya sabís que jué lo que más recomendó doña Manuela.
—Es que tengo tan molío too el cuerpo... Las sienes me laten hartazo... —sentía ese hormigueo que precede a la fiebre y, como al menor movimiento que hiciera don Florisondo la reñía dulcemente, desahogaba su nerviosidad arañando el embozo con dedos trémulos.
—¡Pobre mi Pascualita! —la voz se apagaba casi en un temblor de compasiva ternura.
Como ya había terminado su tarea, el viejo se puso en pie, cogió los platos, las fuentecillas y las jarras en rimero y andando cuidadoso —fijos los ojos en la jarra de más arriba, que temblaba amenazando caer—, se llegó a la mesa adosada a la pared, colocándolo todo en orden.
—¡Ya está! —exclamó ufano.
—¡Je! —rió Pascuala, con un puntillo de burla—. ¡Tan difícil qu’era la cosa!
—Pa vos, qu’estáis acostumbrá...
—¡Es que los hombres son tan lerdos!
—Pero el cuento es que too está limpio y na rompí...
—¡Güeno —concedió la mujer—, será que vos no sois tan lerdo como los otros.
Don Florisondo acogió el piropo con una gran risa silenciosa, boquerón negro entre la blancura plateada de las barbas.
—¿Qui hará la guagua?
—Está durmiendo, pué.
—¿De veritas? —insistió, acercándose a la cuna.
La cuna era un cajón vacío de azúcar, pulido, para evitar las astillas, y montado en cuatro patas que lo alzaban a la altura del catre.
Don Florisondo levantó cuidadosamente la ropa, separó el pañuelo de lana que ocultaba la carita y apareció ésta, enrojecida y rugosa, con la naricilla chata, la boca estirada mamando en sueño, y los párpados cerrados. Las pestañas obscuras y largas eran la única nota de belleza real en ese esbozo de fisonomía.
—Es harto lindo —comentó don Florisondo, extasiado.
Antes de volver a cubrirla, se inclinó a besarla; mas, detenido en su impulso por un temor, se pasó brusco y repetido la manga de la chaqueta por la boca. Entonces completó el movimiento, besando levemente —con una especie de ternura acorada— la mejilla que se contrajo al roce.
Aun miró un instante a la criatura, por si hubiera despertado. Pero no, dormía siempre, y acabó tapándola a la par que murmuraba:
—¡Es cosa muy grande tener un hijo!
—¡Ahaaaaa! —bostezó Pascuala, extendiendo los brazos—. Me duele la cabeza —agregó después.
—Es puro sueño. Hay que tener en cuenta que ya llevamos dos noches sin dar una pestañá.
—Así no más es —y de repente tuvo un escalofrío al acordarse de los dolores pasados.
—¿Querís alguna cosa?
—Dame una poquita di’agua. Tengo una sed...
Luego de beber, Pascuala repitió su queja:
—Me duele la cabeza, me late. . .
—Es el sueño. Ya está. Quéate dormía... —arreglaba los cobertores que barrían el suelo.
—Ejame el tarro con l’agua en el velaor, por si me da mas sed en la noche.
—Si querís alguna cosa me llamáis no más. Hasta mañana —se inclinaba a besarla con la misma ternura tímida y azorada con que antes besara a la criatura.
La mujer se dejaba hacer sin un movimiento. Don Florisondo ciñó las ropas al cuerpo adolorido, echó otra mirada a la cuna y se fue a otro extremo de la habitación, sacando del caballete dos choapinos que servían de pelero a la montura. Volvió con ellos, y con una manta que cogió del arcón y a los pies del catre, en el suelo, improvisó una cama con los choapinos extendidos.
Medio se desvistió. Cuando se descalzaba, notó que no había apagado la luz.
Se puso en pie y un largo rato estuvo batallando con la llama que, enroscada a un humo acre, se obstinaba en no morir.
—¡Hasta cuándo va a fregar! —murmuro impaciente.
Tomó un gran aliento. Las mejillas se le englobaron. Y de un soplo brusco consiguió la obscuridad.
A tientas volviose a la cama, se tendió liándose en la manta, y se quedó inmóvil, pensando en muchas cosas que se diseñaban apenas en su mente, sucediéndose en un calidoscopio que lo fatigaba, que lo rendía, que lo durmió.
En los intervalos de silencio que dejaban los ronquidos del viejo se oía el anhelante respirar de Pascuala, que dormía desasosegada, y el roer de serrucho de un ratoncillo que horadaba el arca.
La mujer había dado a luz la antevíspera.
Cuando tres años antes se casó Pascuala —jovencita y agraciada— con don Florisondo González, por la diferencia de edad creyeron todos que el nuevo matrimonio sería un infierno de reyertas y traiciones. Pero no: la muchachita se plegó sumisamente a la voluntad del viejo y no hubo disgustos, como no hubo traiciones, porque al cariño del marido correspondía ella con una suave ternura.
Sencilla, buena, con la mentalidad tarda del montañés, con los sentidos como embotados, Pascuala se dejaba vivir sin ninguna inquietud, sin ninguna aspiración. Su marido y su puebla eran su mundo y en él tenía la dicha total.
Don Florisondo —aunque feliz en la misma forma— ansiaba un hijo con tal persistencia, que era una especie de idea fija el tenerlo. A Pascuala aquello le era casi indiferente. Si el hijo llegaba: bueno. Si el hijo no llegaba: bueno también.
Vivían en una puebla solitaria, en el corazón de la montaña de Collihuanqui, junto a un barranco que ahondaba el río. No se alcanzaba a ver el agua oculta por las breñas, pero se la sentía rugir en invierno, arrastrando grandes maderos que se entrechocaban reciamente; se la sentía rezongar en las enormes avenidas de los deshielos primaverales; se la oía murmurar con las piedras bajo remolinos de espuma en la corta sequía veraniega; se la percibía barbotando bajo el caer menudo y constante de las lluvias otoñales.
Un angosto valle se alargaba entre la montaña propiamente tal y el borde del barranco. Fuera de la mancha parda de la puebla y de la sierpe ocre del camino, el paisaje íntegro era verde, en distintos tonos, pero verde siempre: el valle, con su pasto tierno; el bosque, con sus árboles compactos unidos por marañas de enredaderas; bloque inexpugnable guardador de su virginidad. Si al hombre le era imposible adentrarse en la montaña, los habitantes de la montaña solían llegar hasta las quilas que eran la vanguardia del bosque, y el puma lanzaba su rugido sembrador de espanto o el gato montés daba saltos de resorte para caer seguro en una presa, o las chillas volvían locos a los perros imitando su ladrido. Más audaces, las zorras se aventuraban hasta la puebla, buscando alguna gallina. Pero don Florisondo tenía un cepo infalible y a veces amanecía una dentro, con la cara humanizada por una curiosa expresión de miedo y de vergüenza.
La puebla eran tres pequeños edificios: la casa, la cocina y un cobertizo para varios usos: apeadero, leñera, horno y gallinero. Atrás había una huerta y delante un corralillo.
El viento solía traer el eco de una bocina. Era la llamada de las máquinas aserradoras que estaban pasado el valle, en la montaña que actualmente se iba talando. Allá se iba don Florisondo de alba, para regresar generalmente al atardecer. Pascuala, mientras, ocupaba su soledad en menesteres caseros que la absorbían, llenándole las horas de pequeñas preocupaciones.
En las noches, al amor del rescoldo, don Florisondo hacia proyectos para el porvenir, siempre girando en torno al hijo, como si ya existiera; hablando de comprarle un mampato, o de hilar el vellón de la oveja negra para hacerle un poncho pequeñito, o de prohibirle que se fuera hasta el barranco, porque no fuera a desriscarse. La mujer lo oía, sonriendo, con los ojos muy abiertos, muy fijos, muy inexpresivos.
—No desvaríe tanto —solía decir.
Y el viejo, sin recoger velas, exclamaba sentencioso:
—¡Pa toos amanece Dios!
Por los campos, en su ir y venir constante de la puebla al aserradero, solía encontrar una masa informe que afanosa iba la vaca puliendo a fuerza de lengua. Otras veces ya estaba el ternerillo en pie, todo tembloroso, contra el flanco de la madre. Don Florisondo se lo quedaba mirando, vagamente enternecido, con un sentimiento de paternidad que, de no retenerse, lo hubiera empujado a acariciar la bestia recién nacida.
Al ver la figura deformada de una mujer próxima a ser madre, los ojos se le humedecían envidiando esa deformidad para Pascuala. Y lo curioso era que no sentía terneza ni envidia mirando a un niño, que ninguno le gustaba para hijo, suponiendo siempre mil veces mejor, más bonito, más bueno, más inteligente al suyo.
En esta ansia pasó un año y otro, y al fin Pascuala anunció que el hijo iba a llegar.
El viejo vivió esos meses como extático. No hablaba. Echaba su gozo en grandes sonrisas y en el mirar hondo de esperanza. Rodeaba a la mujer de infinitas precauciones. Cuanto tenía economizado lo empleó en comprar la canastilla.
Pascuala —con esa especie de indiferencia que le era habitual— sonreía a la sonrisa de don Florisondo, miraba su mirada, asentía a sus compras, se dejaba entornar de atenciones. Pero cuando el marido se iba, los ojos se le cuajaban de lágrimas, y un tic de angustia le hacía temblar la boca. Parecía tener miedo y cerraba con tranca la puerta de la casa o de la cocina, según donde estuviera. Así se le iban las horas que don Florisondo pasaba en el trabajo. Tejía o hilaba o cosía, pero hiciera lo que hiciera, siempre una idea triste la oprimía en sus garras, haciéndola a ratos decir a media voz:
—¡Qué cansera tan grande es pensar!
Era un serrucho lo que sonaba persistente. Abrió bien los ojos y lo negro de la noche en la pieza cerrada le dio miedo escalofriado. Quiso moverse y la cabeza de plomo se le cayó sobre la almohada. Se le cayó, sí, se le cayó; la sintió hundirse de golpe, pero no en la almohada sino en el pozo. Abajo, al llegar al agua, chapoteó salpicando las paredes que exhalaban humedad. Varios escalofríos volvieron a recorrerle los nervios. Quería gritar y no podía. El agua le llenaba la boca. Se ahogaba, se ahogaba, se ahogaba. Y Pascuala dio un grito agudo que despertó despavorido a don Florisondo.
—Pascuala... ¿Qué tiene? —preguntó el viejo, buscando los fósforos para encender la luz.
Se llegó a ella con el chonchón en la mano.
Parecía no verlo, con los ojos vidriosos fijos en un punto único, sudorosa y jadeante, con la piel manchada de rojo, los labios hinchados y el cuerpo íntegro sacudido por estremecimientos que remecían el catre, tan fuertes eran.
—Pascuala... Pascuala... —llamó el viejo.
Se fue a la pared a colgar el chonchón y otra vez inclinado sobre la mujer la llamó, subiendo la voz por momentos y tratando de acariciarla. Pero Pascuala no cambiaba de expresión, y entonces el viejo —enloquecido de espanta— se abrazó a ella, balbuciendo palabras sueltas que decían su terror a la muerte:
—M’hijita quería... No se me vaiga a d’ir... Mi florecita preciosa, míreme, si soy yo, su Florisondo... Mi linda... Óigame No me mire así, por favor... por favorcito... Háblame, m’hijita... ¡Ay! ¿Qué haré, mi gran Dios?
Pascuala ya no sentía ahogo ni frío, porque no estaba en el pozo. Iba por los aires, con una rapidez vertiginosa, tan alto que apenas divisaba la tierra, y para esta especie de vuelo no tenía alas, lo que le causaba una gran angustia, ya que podía caer y matarse bruscamente. Y quería saber cómo, por qué estaba así, en el aire, sin alas, sin realizar un esfuerzo. Era como una plumilla de cardo, empujada, llevada por el viento. Sí, tal vez. ¡Qué calor! ¡Qué calor! Allá había una cosa blanca. ¿Qué sería? Se acercaba, se acercaba. ¡Oh, el hielo! Era nieve, nieve blanca y fría, fría, fría...
Don Florisondo no le hablaba. Con el espanto enmudecido la miraba estúpidamente, sin ocurrírsele otra cosa que retorcer la punta de la colcha. La mujer tiritaba, castañeteando los dientes. Y de pronto, pensó el viejo que podía calentar agua para ponerle una botella en los pies y darle infusión de natri que le bajara la fiebre. Porque no podía tener otra cosa que la fiebre mala de las recién paridas.
La actividad física le disipó la angustia y le aclaró las ideas. Encendió fuego, hirvió agua, preparó la infusión, llenó la botella. Pero al ir a meterla entre las sábanas, junto a los pies agarrotados, la mujer repitió el grito que lo despertara, produciéndole nuevamente el mismo pavor irrazonado:
—Pero m’hijita... Pero m’hijita...
Le habían arrimado la rodela caliente con que marcaban los animales. La querían marcar. La querían marcar. Ella no era una bestia, era la Pascuala, la Pascuala, la Pascuala... Y se puso a repetirlo muy bajito:
—Soy la Pascuala... Soy la Pascuala... Soy la Pascuala...
Era tan distinta a la voz de su mujer esa voz sin timbre, monótona, como caer de gotera, que don Florisondo la abrazó nuevamente, besándola, acariciándola, buscando en ella todo lo que le era familiar. Pero seguía en su decir constante:
—Soy la Pascuala... Soy la Pascuala... Soy la Pascuala...
Don Florisondo se acordó de la infusión que podía bajarle la fiebre. La enfrió de taza en taza y se llegó a la cama, incorporándola para hacérsela beber.
Ahora le daban veneno. La querían matar. Su marido la quería matar. Claro, ¿cómo no iba a matarla, si antes estaba haciendo el ataúd? Ella había oído aserruchar las tablas. ¿Cuándo las había oído aserruchar? ¿Hacía un año? ¿Hacía mucho tiempo? No, lo que había pasado hacía tiempo era otra cosa.
—Tome, m’hijita. Con esto se va a mejorar. Ya está, trague, abra la boca, pué. ¿Es que se quere morir entonces? ¿Y su hijito? ¿Quén lo va cuidar? Hágalo por él, mi linda.
No separaba los dientes la mujer, y don Florisondo, porque algo colara entre ellos, vertió una cucharada sobre la boca al par que separaba los labios. El agua corrió por la cara, yendo a mojar el embozo. Entonces, desalentado, dejó la taza en el velador, arrimó un piso al catre y se sentó, con la pena agudizada por lo vano de sus esfuerzos.
Transcurrió un largo rato. Don Florisondo pensaba que al amanecer tal vez bajaría la fiebre, y entonces podría llegarse de una carrera hasta el villorrio en busca de doña Manuela, la meica. Aunque tal vez sería mejor aperar la carreta y llevarse a la mujer acostada en un colchón para Curacautín, a la casa de los padres de ella. ¡Pero era tan malo el camino de montaña que tendrían que hacer! No se fuera a empeorar con los barquinazos. Era preferible ir en busca de doña Manuela. Faltaba una hora para que amaneciera. Ya los gallos empezaban a cantar. En un rato más podría ponerse en camino. Cierto que le sería duro dejar a la mujer y al niño solos en la puebla. Al pasar por los galpones, en el aserradero, a medio camino del villorrio, podría rogarle a la mujer de don Sepúlveda que viniera a acompañar a la enferma. Era muy comedida la mujer de don Sepúlveda.
Pascuala ya no articulaba las sílabas de su nombre: daba una especie de gruñido gutural que era una queja.
Un lloro leve salió de la cuna, parecía mayar de gato nuevo. Don Florisondo se puso en pie para llegarse a mecer a la criatura. Pero al lloro y al movimiento los ojos de la mujer cobraron expresión, y con gesto enloquecido se echó sobre don Florisondo, tomándolo fuertemente de la chaqueta.
—No —gritaba—; a él no, que de na tiene la culpa. No me lo mate a m’hijito precioso, a mi niñito di’oro. Soy yo la culpable, yo, que no supe defenderme...
Y como don Florisondo la rechazara vigorosamente, se aferró a él gritando frenética:
—M’hijo es mío, y naiden me lo quitará. Pa matarlo, me tendrá que matar a mí. A mí, a la Fascuala, a la Pascuala, a la Pascuala... Soy la Pascuala... Soy la Pascuala...
Volvió a su cantinela, y como los músculos fueran perdiendo rigidez, pudo el viejo acostarla. La arropaba, cuando, de un brusco salto, se aferró de nuevo a su cuello, gritando las palabras muy largas, con las vocales repetidas hasta perder el aliento.
—Joooooseeeee Maaaaanueeeeel... Veeeeeniiii...
—¿José Manuel? —preguntó don Florisondo.
—Veeeeeniiiii...
—¿Qué José Manuel? —volvió a preguntar, sacudiéndola rudamente.
Se quedó pensando, juntas las cejas, contraída toda por el esfuerzo, como si el sacudón le hubiera dado algo de conciencia.
—¿Qué José Manuel? ¿El fuerino?
—Sí, el mesmo —y sonriendo estúpidamente agregó—: ¿No sabe qu’el chiquillo es d’él?
—¿Qué chiquillo?
—Este, el mío, el que vos querís matar, asesino, bandío, can denao...
—¿Tu hijo? ¿Entonces no es ná hijo mío?
Miraba idiotizado a la mujer. ¿Era aquello locura de fiebre o verdad que al fin se revelaba? Le pareció que rodaba abismo abajo y que no podía ubicar el sitio donde sentía mayor dolor. Lo único que sabía era que la garganta se le apretaba, que no podía respirar, que abría la boca buscando aire, porque se ahogaba .
Y con la ola de amargura que le vino en seguida, una idea se le clavó en el cerebro, dolorosa y tenaz: saber:
—¿Tú lo querés a José Manuel? —y recordaba al mozo fuerte, simpático y conquistador, cínico y matón de oficio, que pasara por la hacienda tiempo atrás.
—-No; —y una luz de ira brilló en las pupilas de Pascuala.
—Y entonces, ¿cómo tenis un hijo d’él?
—Porque me pilló a la descuidá, una vez qu’estaba sola en la puebla, —y de repente, recelosa, dijo, mirando con atención al viejo—: ¿Quén me está preduntando estas cosas? ¿Pa qué se mete a preduntar lo que no le importa? Oiga: no le vaiga a icir palabra a Florisondo; el pobre viejo se moría e pena si supiera algo d’esta historia.
Se calló como agotada y al poco empezó a murmurar el estribillo:
—Soy la Pascuala... Soy la Pascuala...
—¿Y no viste más a José Manuel? Cuéntalo, cuéntalo too, cuéntalo, pué.
—No lo vide más. No supe más d’él. ¡Qué cansera más grande este secreto! Pero el chiquillo es d’él.
—¿Entonces no es hijo mío, es d’otro? ¡Ah, perra mentirosa que m’engañaste! Bribona, sinvergüenza...
La sacudía iracundo. Y la mujer canturreaba a cada sacudón:
—Soy la Pascuala... Soy la Pascuala...
Alcanzó a darle un puñete en la boca. Y cayó de rodillas, llorando amargamente, con una pena que parecía licuarle la vida, echársela toda por los ojos en lágrimas sollamadoras... El hijo no era suyo, era de otro, era el resultado de una violación, no era su niño de él, de Florisondo, que se había pasado la vida soñándolo. Era el hijo de cualquiera, de cualquier cobarde que ve una mujer indefensa y se sacia en ella. Y de eso nacía un hijo, de eso...
Lloraba. Lo sacudió un ramalo de ira. Apretó los puños y los dientes y se alzó con la cara endurecida, animalizada. Era el macho que encuentra en su cría la cría ajena y de un zarpazo la mata. Avanzó.
Pascuala proseguía moviendo de uno a otro lado la cabeza:
—Soy la Pascuala... Soy la Pascuala...
El viejo llegaba a la cuna, ya sus manos engarabitadas alzaban la ropa, ya tocaban el cuellecito tibio, ya se apretaban cerrando el dogal asesino. Ya.
Pero no apretó. Se quedó con los dedos como garras en el aire. ¿Matar? ¿Matar? ¿Por qué? Criatura engendrada sin quererlo, ¿qué culpa tenía ella? Pobre cosita de nada, tan blanca, tan endeble, tan sin amparo en el mundo. La madre, como loca, con la fiebre mala. El padre rodando por ahí, hasta parar cualquier día en la cárcel. ¡Pobre! ¡Pobre! De no existir Don Florisondo para protegerla, ¿qué sería de ella? ¿Matarla? No, pobrecita, pobrecita criatura...
Lloraba el viejo, deshecha toda la avalancha de sentimientos encontrados por la ternura al hijo, que desde ese momento era su hijo por voluntaria adopción.
La mujer rompió su queja con otro grito agudo. Volvía a caer al pozo. Se helaba. ¡Oh, el agua ahogándola! Un sapo se le metía en la boca. ¡No! ¡No! Le mordía la lengua. Brotaba sangre. Manaba hasta llenar el pozo. Y ella subía con las aguas rojas. Llegaba otro sapo. El sapo crecía. Era tan grande como la puebla. Abría la boca y se la tragaba. Le dolían los huesos. Tenía calor. Calor. Calor. ¿Quién era ella? Ella era la Pascuala, la Pascuala...
Y mientras la mujer glosaba su delirio, don Florisondo pensó que tal vez se moriría y entonces el niño no sería sino suyo, de él solo, sin que nadie en el mundo supiera que no era en realidad su hijo. En esa esperanza, transido de terneza, empezó a canturrear acunando a la criatura:
—¡Hace tuto, guagua!...