En medio de la obscuridad de la noche se veía arder la sementera.
Las columnas de humo que se levantaban del suelo semejaban una selva de grandes árboles impenetrables.
El viejo labrador, dueño de aquella sementera contemplaba su destrucción con la cabeza inclinada y con los ojos llenos de dolor.
Me acerqué a él para consolarlo y exclamó trágicamente:
— Cómo quiere que no llore, patrón, si este es el pan de mis hijos destruidos por el fuego.
— Piense, amigo, le dije, que sus tierras quedarán abonadas por la ceniza y mañana le rendirán el doble.
— Y durante todo el tiempo que falta hasta la próxima cosecha ¿qué van a comer mis hijos?
Me quedé mudo contemplando aquella inmensa hoguera que ganaba terreno a cada soplo del viento y que iba quemando el corazón del pobre viejo.
¡Cuanto pan destruido y hecho cenizas!
Y el anciano labrador lleno de tristeza añadió:
— Es preferible tener algo siempre que no tener nada hoy y mucho mañana.