— Óyeme, Sebastián, ¿por qué pusiste cara de extrañeza cuando te dije que la belleza de las cosas no está en ellas mismas sino en el amor que ponen los ojos al mirarlas?
— Si, ya me habéis dicho que el amor es el único que agrega encanto hasta a los objetos más insignificantes.
— Pero quizás no me has creído. Escucha esta parábola y busca siempre el sentido de las cosas.
Dos amigos estudiantes habitaban muchos años en la misma alcoba. Con el dinero que les sobraba habían comprado muchos objetos para adornar su retiro y habían aumentado sus muebles.
Ellos entraban y salían de la habitación sin reparar jamás en esas almas pequeñitas que parecían mirarlos en un silencio lleno de tristeza.
Nunca se habían puesto en contacto con sus cosas porque pasaban indiferentes al lado de ellas.
Por fin llegó un día en que uno de los amigos debía partir por largo tiempo a un país lejano. Se despidió del otro y en el momento de partir en el umbral de la puerta de su alcoba se volvió sin saber por qué, como si innumerables vocecillas lo llamaran y al enviar una ultima mirada a sus objetos le pareció que se despedían de él con un gesto lleno de dolor.
Entonces comprendió que cada uno de esos objetos era algo suyo, algo que había vivido su propia vida y que al separarse de ellos cada uno le producía un desgarramiento en su alma. Se quedó mirándolos un rato lleno de amor, sus ojos se llenaron de lágrimas y fueron besándolos uno por uno.
Sólo en aquel instante descubrió en ellos mundos infinitos, que nunca antes había percibido porque siempre pasaba entre ellos indiferente.
El otro amigo se quedó observándole y le dijo, por qué lloras? ¿estás loco?
Por nada respondió él, pensando que su amigo no le entendería si se explicaba. Le dio un abrazo y partió.
El otro amigo pensó varias veces en esto, pero como nunca salió de allí se sonreía murmurando: sentimentalismos.
Hasta que al cabo de algunos años cuando se encontraba en su lecho de muerte, próximo a expirar, mirando todas esas mismas cosas que lo habían acompañado durante toda su vida exclamó lleno de ternura: Ahora comprendo.
Querido Sebastián, si quieres encontrar el verdadero sentido de las cosas y gustar toda su belleza, míralas con un amor doloroso, como si fueras a despedirte de ellas.