El amigo místico, entornando sus ojos verdes de ensueño como una agua pura exclamó así:
¡Oh qué suave tristeza la de mi alma cuando pasan ante mis ojos las mujeres desconocidas cuyo espíritu siempre ha de ser un misterio para mí, cuyo modo de pensar jamás conoceré!
No me importan sus rostros, ni sus cuerpos, ni su gallardía, ni su hermosura.
Yo daría mi vida por saber qué piensan esas almas ante cada acontecimiento humano.
¿Qué semejanza habrá entre las ideas que en mí despierta cada cosa y las que esas mismas cosas despiertan en ellas?
Quisiera que mis ojos penetraran hasta lo más hondo de sus corazones y descubrieran toda su sicología.
¿Serán buenas? ¿Estarán predestinadas a enmarañarse en todos los vicios?
Las veo pasar y siento que mi alma se alarga como un manto que quisiera cobijarlas inmensamente.
Y siento odio a los hombres que las miran con ojos impuros y llenos los labios de lascivia.
Pero vuestros pensamientos están vedados para mí.
Para mí que sólo quisiera ser el amigo de vuestras almas, para mí que sólo quisiera preservaros de los hombres libidinosos.
Pero vosotras no creeréis en mí y os veré pasar indiferentes; sorprendiendo en vuestros ojos una historia que se insinúa.