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Vicente Huidobro

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El fuego

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¡Cuan maravilloso eres, Oh Padre Fuego! Eres un espíritu en tortura y tienes las intuiciones de un místico. Desprovisto de peso y burlador de toda medida, eres la fragilidad absoluta y sin embargo destruyes lo más fuerte. 

 Todas las vacilaciones están en tí y sin embargo eres la intención de ser montaña. 

 Eres el purificador de todo, pero tu espíritu está siempre en el momento de las grandes pasiones. 

 Tú, como los genios, iluminas consumiendo. Horadas el aire para embellecerlo. Y como un supremo artista sabes colocar tu jardín soberbiamente rojo en medio de la noche. 

 Tu silueta en constante movimiento hace harmónicos recortes en el fondo negro y a veces tus rápidas lengüetas que se elevan imitan los chorros de agua de un surtidor encantado. 

 Otras veces en medio de los campos haces una danza diabólica, danza de cuento de hadas, danza para ser vista al dar un reloj lejano la última campanada de las doce sobre la noche dormida. 

 La luz está en ti como el perfume en el rosal maravilloso. 

 Y tú la difundes por el aire y tu vigor enorme la hace llegar hasta mis ojos como si la empujara. 

 ¡Oh Padre Fuego! ¿por qué tienes esa constante inquietud de ola? 

 Infíltrate en mis venas, Oh Padre Fuego, y dame tu vigor. 

 Infíltrate en mi cerebro y dame tu luz destructora. 

 El Arte brota y crece grande solo sobre lo que ha destruido. 

 Mucho puede estudiarse en la vida, Padre Fuego, pero lo único que puede comprobarse es que la vida de los hombres es igual a la tuya. 

 Comienza con pequeñas llamitas que parecen extinguirse a cada instante. ¡Cuan frágil es la vida de los niños! Pronto la hoguera va tomando cuerpo y batalla triunfante de todos los obstáculos con un sordo rumor, hasta que repentinamente empieza a decrecer con increíble rapidez y se apaga como las vidas en un instante, después de unos cuantos estertores, vano intento de luchar. 

 Esto es lo único que puede comprobarse. Vinimos al mundo como tú y como tú hemos de irnos. 

 Pero también como tú debemos dejar una huella, una señal de nuestro paso. 

 Padre Fuego ¿por qué me conturba tanto la idea de la muerte? 

 Consúmeme a mi también, ¡oh Padre Fuego, aniquila mi tristeza, destruye la amargura de mis ojos, devora el amor de mi corazón! ¡Oh tú, que conoces el sabor de la carne de los hombres! 

 Destrúyeme, termina de una vez este anhelar eterno, este tanto pedir del corazón y que mi cuerpo se retuerza como tus llamas al sentir tus abrazos de serpiente. 

 Eres maravilloso, Padre Fuego. Eres todas las maravillas. Eres grande y sublime. Eres todas las grandezas y todas las sublimidades. 

 Eres glotón como un niño. 

 Y yo sé por qué tiemblan tus llamas. Porque aguardan un milagro de Jesús. La indecisión de tus llamas, ese eterno temblor proviene del tiempo de los mártires. Ahora no saben cuando deben consumir o deben apagarse. 

 Están siempre en esa pregunta. Están siempre aguardando una orden sin voz. 

 Padre Fuego, eres glotón como un niño. Eres la voluntad de todas las purificaciones. 

 Mira como tus llamas juntan las manos como en una oración y se elevan al cielo temblorosas como manos de madre que bendice. 

 Pero otras veces se elevan justicieras y solemnes como manos de padre que maldice. 

 Y otras veces tus llamas se elevan etéreas como espíritus de ascetas. 

 ¡Ah! Si tú  conocieras la voluptuosidad de mis ojos cuando tus llamas toman contornos de mujeres o semejan cabelleras sueltas ondulando al viento. 

 Si supieras el goce de mis oídos cuando crepitas con un sordo vibrar de palmas agitadas. 

 Padre Fuego, que esté mi cuerpo en ti como están ahora mis ojos que te miran. 

 Si no quieres consumirme, abrázame al menos como abrazas mis miradas. 

 Padre Fuego, eres glotón como una alimaña. Tu hambre es un hambre interminable. 

 Eres absorbente y dominador. Serías una virtud si no te mostraras tanto. 

 Yo te cantaré una noche en medio de los campos, una noche en que te vea de lejos brotar de la tierra a la duodécima campanada como una ronda de enanos rojos dispuestos a danzar.

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