Soy un largo crujimiento de hojas.
El color favorito de mi vestuario es el amarillo y el oro viejo.
Y el Otoño, recostado lánguidamente sobre las hojas secas, escucha:
Pum... Pum.
— ¿Cuántas perdices has cazado?
— Veintisiete.
— Yo, catorce.
Y ve alejarse dos sombras en medio de la sombra y un perro flaco, de largas orejas caídas con abandono.
Los cazadores le ofrecen de comer al perro.
El perro siempre a todo lo que le ofrecen que más le gusta dice que no con el meneo de su cola. Es como los niños vergonzosos.
El Otoño es la estación más caritativa. Todo lo da.
Pero lo malo es que lo dice y hace gala de su caridad con un ruido sordo, con un crujimiento interminable, semejante al del pavo real, que arrastra sus plumas engreído.
— ¡Ay! Ella viene... No, ha sido una hoja.
Yo soy el amo de los vientos, exclama, y hace crujir las ventanas y las puertas.
— Cuidado, hija mía, no pongas los dedos en la puerta, mira que ahora las puertas se cierran de repente.
Y pasa el viento como una bandada de golondrinas por encima de las casas, por encima de las selvas y los mares y va a dormirse, haciendo un ángulo, en las faldas de los montes.
Y las hojas se caen interminablemente como alas que se despegaran de los pájaros cuando pasan jugando por el aire.
— Ay! Y ese gemido?... No, ha sido el viento entre las ramas.
Soy un largo crujimiento de hojas secas y de viento entre los árboles. Mi luna es fría y amarillenta.
Soy el precursor del despojo absoluto.
Soy un largo crujimiento.