Pues señor, érase que se era una princesita muy linda y muy buena que se llamaba la infanta Clara. Vivía en un alcázar que tenía siete torres, siete patios, siete puentes y siete jardines. Siete azafatas la servían y siete dueñas más la acompañaban en el estrado y en el parque. Siete lebreles la seguían, y siete pavos reales esplendían el iris de su plumaje cuando pasaba ella junto a cada una de las fontanas que había en el centro de cada uno de los siete pensiles. Y siete bufoncillos la precedían saltando.
Pero agobiando a la infanta Clara con su presencia más que las azafatas y que las dueñas, husmeándola más que los lebreles, pavoneándose ante ella más que los pavos reales, y apareciendo más grotescos que los enanos bufones, estaban siempre su aya doña Marlota y su mayordomo D. Farfán. Doña MarIota era una vieja presumida y ridícula que usaba unos pomposos vestidos llenos de colorines y unas pelucas extravagantes. Don Farfán era un hidalgo cenceño y enjuto, ceño adusto y voz campanuda. Iba embutido en una ropilla negra, y toda su grave portancia y su prosopopeya, servían, como en muchos figurones por el estilo, para encubrir la más completa vacuidad.
La infantina, siempre que hallaba ocasión, burlaba a su séquito, escapándose por cualquiera de los siete portillos del alcázar a corretear por el campo, cuyas flores le gustaban más que las de sus jardines, y donde mientras el aya y el mayordomo hacían grandes aspavientos al notar su falta, ella perseguía a las mariposas, alcanzaba endrinas y zarzamoras. Un día en que todavía su escapatoria no había sido advertida, pasaba por delante de las murallas del alcázar un muchachito mulato que llevaba en la mano como si fuese un azor, gerifalte o cualquier ave de cetrería, un bellísimo papagayo. Un papagayo tan hermoso que parecía el primero que Dios hubo de crear para el Paraíso, y al cual no han podido parecerse más que débilmente todos los demás papagayos que en el mundo han sido.
Don Farfán que lo había visto desde una ventana tuvo la siniestra idea de cazarle, y comenzó a lanzarle saetas con una ballestilla, sin reparar en el daño que, por su falta de precisión en la puntería, podía causar al mulatito que llevaba el pájaro maravilloso. Y el daño fue causado, porque una flecha fue a herir en un brazo al muchacho, quien dando gritos de dolor soltó al papagayo. Don Farfán comprendió que había hecho una barbaridad muy grande, pero como no quería cejar en su empeño de hacer caer al ave para mandar a un escudero que la recogiese, no hizo más que variar de arma y arrojar postas con una cerbatana al papagayo que revoloteaba cuanto se lo permitía su corto vuelo, y daba saltitos alrededor del mulatito herido.
Pero encontrose precisado a detenerse en su tarea, porque con gran asombro vio a la infanta Clara que saliendo del recinto del palacio se dirigía al muchacho, y llevándolo al lado de una fuente que manaba en el prado donde se hallaban, lavábale la herida, improvisando luego una venda con su finísimo pañuelo, y prodigando a la víctima del mayordomo consuelos y caricias. El papagayo se subió al hombro de la infantina, haciendo grandes extremos de alegría, y la gentil princesita que sabía quién había herido al pobre mulatito dirigió la vista a la ventana donde estaba malhumorado don Farfán, y le hacía con la mano el ademán de prometerle unos azotes.
Clara quiso conducir al muchacho con ella al interior del palacio, donde se quedaría hasta que quisiese. Pero el mulatito dijo que no podía porque venía desde Indias, y había desembarcado el día antes, poniéndose en seguida en camino, anda que te andarás, para ofrecer el papagayo aquel a un príncipe lejano que había de darle en cambio innumerables riquezas.
—Eso sí que no—dijo la infanta Clara—, porque con el papagayito me quedo yo.
El mulato quería suplicar que no se lo quitase, y ella le decía:
—Sabrás que estás ahora en el reino de mi padre, y que aquí mando yo, así es que me quedo con el pájaro.
Pero el mulatito le contestó muy bien:
—Si lo mandas como princesa no vas a conseguir nada. Dime más bien que quieres que te lo deje, porque has sido buena conmigo, curándome la herida.
Y la infanta Clara, como era buena, comprendió que aquello estaba mejor; pero aún lo arregló más bien, diciendo:
—No; porque yo no quiero que me pagues lo que no ha sido un favor, sino un deber. Te dejo ir porque, cuando yo no lo viese, te maltrataría don Farfán, y tendría que ponerme muy seria con él. Pero sí te acepto el papagayo si es un regalo que me quieres hacer.
—Te lo dejo porque eres tan linda como buena—replicó el mulato—, y lo que puedo hacer es seguir hasta el país del príncipe lejano para decirle dónde está el papagayo que le traía.
—Dile lo que quieras, porque el pájaro no ha de salir de aquí.
El mulatito se fue después de dedicar muchas bendiciones a la infantina, quien muy contenta con su papagayo entraba con él en el séptimo jardín cuando ya salía don Farfán con unos escuderos a buscarla. Y desde aquel momento la infanta Clara no tuvo más juguete ni mejor compañero que su papagayito.
El rey, padre de la infanta, vivía entretanto en su palacio de la Corte, entregado a los graves problemas de su cargo y al estudio y solución de magnas cuestiones harto transcendentales. Así, por ejemplo, ocupábase durante aquellos días de organizar una comisión mixta de matemáticos y de carpinteros para que dictaminasen si habría manera de cepillar las tablas de logaritmos.
En estas y otras atenciones empleaba su tiempo, y pasaba grandes temporadas sin ver a su hija, satisfecho con haber dispuesto que no careciese de nada la infantina, y con haberla puesto bajo la guarda y custodia de doña Marlota y don Farfán, en quienes tenía toda su confianza. Confianza indebida, porque ambos fantasmones estaban entregados en cuerpo y alma al príncipe Limón, soberano del vecino estado de Citronia, hombre tan agrio en su gesto y en su carácter como cumplía a su nombre y naturaleza. Iba constantemente vestido de amarillo, con lo que además simbolizaba la innoble pasión de la envidia que poseía su alma, y entre sus celos y amarguras figuraba el no poseer el reino feliz y opulento que había de heredar en su día la infantina Clara.
La infanta, a quien hastiaban los juegos de los bufones, cansaban las zalamerías de azafatas y de dueñas, y hartaban los rigores vigilantes y las sentencias absurdas del aya y del mayordomo, sólo se alegraba y divertía acariciando a los lebreles y dando de comer en su mano a los fastuosos pavos reales. Un día que hubo salido de paseo con todo su cortejo, vio que un hombre mal encarado golpeaba horriblemente con un palo a un pobre asno porque no caminaba todo lo deprisa que él quería con la carga que le abrumaba. Y la infanta, indignada por el mal trato que daba al pobre animal, después de imponerse con su presencia para que el bárbaro cesase en el brutal castigo, decidió que a aquel hombre se le diesen inmediatamente tantos palos como él había dado al burro, y que después fuese trasladada a sus espaldas la carga con que agobiaba al pobre rucio.
Doña Marlota y don Farfán, que gustaban de llevar siempre que podían la contraria a su augusta amita, se permitieron hacer algunas objeciones sobre el particular, diciendo que la infanta llevaba camino de emular a los tiranos. Pero esto sólo sirvió para que una vez que los bufones, que fueron los encargados de llevarla a cabo, hubiesen cumplido la sentencia en el hombre del pollino, recibiesen orden de dar con sus pretinas un par de cintarazos, respectivamente, en la parte central del reverso de doña Marlota y de don Farfán.
Los dos castigados rugieron, más que de dolor, de rabia por la humillación que se les hacía pasar; pero no tuvieron más remedio que callarse y subir a la carroza con la infanta, pues ya era la hora de regresar a palacio. Por el mismo camino venía una pobre viejecita que andaba muy trabajosamente, y la infanta, al verla, hizo detener el carruaje, llamándola para que subiese. Este rasgo de bondad parecioles un insulto al aya y al mayordomo, que no concebían cómo podía hacer aquello; pero aunque se encendieron en ira sus ojos, ahogaron la protesta, recordando el reciente acto de soberanía con que la princesita había hecho uso del poder, administrando justicia a su manera. La ancianita agradeció enormemente a la infanta su buena acción, y cuando llegaron a las puertas de la ciudad despidiose de la amable princesa, besándole cariñosamente las manos y prometiendo que alguna vez si podía le haría presente su agradecimiento, aunque fuese de la manera más humilde, porque iba a ver a su hijo que estaba malo, y Clara, abreviando su viaje, le había hecho una grandísima merced.
Cuando la infanta llegó a palacio acudió, como era siempre lo primero que hacía, a saludar a su papagayo, que estaba en un cimbel de oro en la ventana del mismo aposento de su ama, quien le llevaba en su propia mano bizcochos y otras varias golosinas.
Doña Marlota y don Farfán reuniéronse entretanto a determinar lo que debieran hacer en vista de las actitudes enérgicas de la infantita. Habían pensado en disponer los acontecimientos de manera que el príncipe Limón llegase ocultamente al alcázar y pusiera al monarca en el trance de desposarlo con su hija, con lo que ellos habrían triunfado, y disponiendo de la voluntad del marido anularían la de la mujer. Pero la respuesta del príncipe Limón era categórica. Ni él quería a la infanta Clara, ni nada que significase recuerdo del poder de su padre. Por otra parte, él tenía dispuesta su boda con la princesa Panderetina, hija de la reina Panderetona, y necesitaba para ellos solos el trono del padre de la infanta Clara, quien debía desaparecer. Así, a la muerte del monarca, Limón invocaría su parentesco, aunque lejano, con el rey muerto y se apoderaría del cetro, premiando magníficamente a doña Marlota y don Farfán.
En vista de eso, y como si se tratase de la cosa más natural del mundo, el aya y el mayordomo decidieron dar jicarazo a la infantina.
—Démosle un bocado—propuso don Farfán.
—Por Dios—exclamó socarronamente doña Marlota—, ¿es que ya muerde usted?
—No, señora, entiéndame usted—replicó amoscado don Farfán—. Lo que quiero decir es que podemos proporcionarle una especie de tósigo, ponzoña o bebedizo con que librarnos de ella.
Tenía don Farfán ciertas hierbas y recetas misteriosas heredadas de su padre, que había sido boticario de afición, y en poco estuvo que no le quemaran vivo por achaque de brujería. Convínose en que para no perder el tiempo, aquella misma tarde se diese a la infanta el veneno en el chocolate que solía tomar a la hora de la merienda. Y con una tranquilidad asombrosa así lo hicieron, poniéndose muy serios cuando una azafata, inocente de lo que llevaba entre las manos, presentaba a su alteza el cuenco chinesco lleno del humeante soconusco.
Era instante decisivo. La infanta se disponía a mojar en el tazón el primer bizcocho, cuando la hizo detenerse una voz extraña que decía así:
Señora, es un disparate probar ese chocolate.
La infanta y todos los presentes dirigieron la vista hacia el lugar de donde habían salido esas palabras. Y vieron que era el papagayo desde su cimbel de oro quien las había pronunciado y las repetía con la mayor claridad.
Doña Marlota y don Farfán se miraron confundidos, pero aún hicieron un esfuerzo para intentar convencer a la princesa de que no debía hacer caso de aquel aviso, que no procedía sin duda más que de un raro capricho del pájaro. Pero la infanta Clara dijo que cuando su papagayito le avisaba, su razón tendría, y que el chocolate aquel se lo tomasen ellos si querían. El aya y el mayordomo declinaron la generosa invitación, y para alejar toda prueba contra ellos, ya que su infame propósito había fracasado, se apresuraron a ordenar que aquella bebida fuese al punto arrojada por la ventana con tazón y todo.
La infanta comenzó a hacer grandes fiestas a su papagayo y se quedó con sus bufones y sus lebreles, mientras doña Marlota y don Farfán, retirados a otro aposento apartado del palacio, hablaban de cómo se habían frustrado sus intentos y de la necesidad que había de deshacerse, ante todo, de aquel avechucho tan oportuno. Al fin se convino en que aquella misma noche le pondrían unas ramas de perejil en el comedero para que probase de ellas y reventase cuanto antes.
Pero con estupefacción del aya y del mayordomo, no bien habían terminado de formular el siniestro acuerdo, cuando escucharon decir a sus espaldas:
No hay bastante perejil en tu huerto y otros mil.
Aquello picaba en demasiada historia. Era también el papagayo, que al terminar sus frases prorrumpía en un sonido gutural como el de una carcajada, y a vuelos y a saltitos de mueble en mueble salía de la habitación donde ellos habían creído tan seguros.
No les quedaba más remedio que jugarse el todo por el todo, y comunicando su fracaso al príncipe Limón hacerle ver que no le quedaba más recurso que el de la violencia y venir en son de guerra a apoderarse del reino, desde dentro del cual ellos le ayudarían en toda la medida de sus fuerzas. Aplazaban para una próxima reunión el convenir el modo de dirigirse al soberano de Citronia sin despertar sospechas, cuando les hizo suspender bruscamente las negociaciones el griterío de azafatas y dueñas que, alocadas, penetraban en todas las estancias diciendo a voces que se había perdido la infanta y no se la encontraba por parte alguna. Doña Mariota y don Farfán se acordaron de que por de pronto a quien debían rendir cuentas de la persona de la infantina era al rey, su padre, y pusieronse a la cabeza de toda la servidumbre, que en vano seguía la busca por todos los aposentos, y por las siete torres, los siete patios, los siete puentes y los siete jardines.
No había que dudar. La infanta Clara se había perdido, y al mismo tiempo el papagayo. Con lo que empezó a atribuirse a la intervención extraordinaria de aquel pájaro lo que estaba pasando. Pero fue mayor la maravilla del aya y del mayordomo, que ya estaban viendo sus cabezas bajo del hacha del verdugo, cuando esa misma noche, en el momento en que se disponían a marchar a la corte del príncipe Limón para escapar del castigo que les esperaba en la de su monarca, recibieron un mensajero de éste que les invitaba a acudir sin pérdida de momento a la capital del reino para asistir a la boda de la infanta Clara con el príncipe Sol. Y la ceremonia había de verificarse a la siguiente mañana.
Más aturdidos todavía pusiéronse en camino, sin lograr darse cuenta de lo que ocurría. Y preguntándose quién podría ser aquel príncipe Sol, que sin saber ellos una palabra era el novio e iba a ser tan pronto el esposo de la infantina. La infantina, en cambio, lo sabía perfectamente, porque todos los días se lo decía su papagayo, que era conducido a ese príncipe por el mulatito a quien hirió don Farfán. Y el príncipe Sol ya no quiso luego tan sólo el ave prodigiosa, sino con él a la princesa. Así la habían pedido sus embajadores al padre de ella, quien no podía soñar mejor esposo para su hija y heredero para su trono que aquel príncipe Sol, que llenaba el mundo con los más varios y nobles prestigios de su fama.
Llegaron doña Marlota y don Farfán a la corte a punto de verificarse la boda, y los muy hipocritones se deshacían en zalemas a los novios. Eran grandes las fiestas dispuestas, y ya iba a comenzar un espléndido festín que había de ser seguido de un gran baile. Pasaban los recién casados seguidos del aya y del mayordomo por una terraza del jardín de palacio, cuando por la parte de afuera pasaba un esclavo negro pregonando:
¿Quién compra la fruta de oro?
Son naranjas de la huerta del Rey Moro.
A doña Marlota se le antojaron, porque hacía mucho calor y se había sofocado en la capilla, con que don Farfán apresurose a llamar al negro para comprarle unas naranjas con que obsequiar a su pareja. Así lo hizo, y la infanta Clara, atraída por la belleza de aquellas frutas, iba a decir a su marido que le comprase algunas, cuando oyó que éste le dijo que dejase a los fantasmones que las comiesen, pero que no las probase ella. Y aunque hubiese querido llamar al vendedor no habría podido hacerlo, porque había desaparecido como por encanto.
—¿Tú te acuerdas—dijo el príncipe a su mujer—de una viejecita a quien un día diste asiento en tu coche con gran escándalo de tu aya y de tu mayordomo?
—Vaya si me acuerdo de la pobrecita mujer—respondió la infanta Clara.
—Pues mira—siguió él—, la viejecita llegó a tiempo de ver morir a su hijo porque tu abreviaste su camino, que si no habría quedado sin ese consuelo en un momento tan angustioso. Y es ella la que ha hecho venir a ese negro, no sólo para que la informe de nuestra felicidad, sino precisamente para que doña Marlota y don Farfán coman de esas naranjas que están comiendo ya.
Poco después, al organizarse para entrar en la sala de fiestas la solemne comitiva presidida por el rey, y en la que figuraba toda la corte, doña Marlota y don Farfán, que iban como siempre juntos, el uno miró a la otra y la otra al uno y se contemplaron con horror.
—Doña Marlota—decía él—, que le ha salido a usted un rabo como el de una mona.
Y ella, sin hacerle caso, le respondía:
—A usted si que le han salido unas grandes orejas de burro.
Y así era verdad. Por maleficio de las naranjas del negro, al aya la había nacido de repente una enorme cola, que saliéndole por debajo del pompillo se le retorcía graciosamente, y el mayordomo ostentaba unas descomunales orejas de pollino.
Ante un espejo comprobaron su desgracia y se horrorizaron. Pero por el momento no quisieron que fuera notada su ausencia en la fiesta, y don Farfán corrió por un manto que cubriese el apéndice de doña Marlota, y él encasquetose un gran sombrero que le tapase las orejas, pensando hacer valer su hidalga condición para permanecer cubierto dentro de palacio.
De esa manera entraron en el salón donde estaba la corte reunida. Pero no contaban con un pajecillo mulato que disimuladamente no hacía más que pisar por encima del manto que ella arrastraba el rabo de doña Marlota, lo cual le hacía ver las estrellas, pero se aguantaba por no quejarse. Hasta que cuando ya pasaban por delante del rey y de los recién casados, el paje mulato dijo:
—Yo he de ser portacola de tan gran señora.
Y diciendo y haciendo cogió la punta del manto del aya, con lo que un enorme clamor de la concurrencia hizo comprender a la poseedora del incómodo adorno que su incomprensible desventura había sido sorprendida. Y no paró en ello la desgracia, sino que el papagayo de la princesa llegose de un vuelo a la peluca de la misma doña Marlota y volviendo a volar llevósela entre las garras, descubriendo el mondo casco de la infeliz, y derribando al pasar el sombrerote de don Farfán, quien en aquel momento lució las grandes orejas borricales que había tratado de ocultar.
Ambos huyeron como pudieron, mientras todos los cortesanos y la infanta Clara, más que nadie, reían de la grotesca aventura. Es fama que doña MarIota y don Farfán no pararon de correr hasta que llegaron a refugiarse en los estados del príncipe Limón, donde se ignora si encontraron un contrahechizo que les librara de sus ominosos aditamentos.
Y mientras en extraña tierra recapacitaban una vez más sobre la inutilidad de las guardas rigurosas, y en su propia corte el padre de la infantina reflexionaba en lo demasiado bien que había salido del abandono personal en que tuvo a su hija, la infanta Clara, muy contenta de haber sido y de seguir siendo buena y limpia de corazón, era feliz con su papagayo y con su príncipe, y seguirá recibiendo como el mejor besamanos el homenaje cariñoso de sus siete lebreles.