La calle provinciana estaba llena de sol, hornagada por aquel calor seco, polvoriento, pastoso, del medio día, bajo el cielo de un azul tan intenso, tan brillante que parecía una chapa de acero caliente tendida sobre la ciudad.
Estaban cerradas las puertas, entornadas las ventanas, que dejaban entrever las amplias cortinas de lona morena, estremecidas, a veces, por el movimiento nervioso de la mano que las retiraba al oír los pasos de tal cual raro transeúnte. Tenían algo de los espiones de Bélgica y de los ajimeces moriscos, mezcla de recato y de espionaje, que hacía presentir detrás de cada una dos traviesos ojos de andaluza, parleros y curiosos. Me detuve un instante a contemplar el aspecto de la ciudad adormecida en aquella siesta febril, y vi aparecer, al extremo de la calle, la silueta de un hombre alto, al que hacía más alto aun la luz vivísima de aquel sol amarillo, que prolongaba su sombra sobre la reseca tierra. Al mismo tiempo, una muchacha chancletosa y mal vestida, con la cabeza artísticamente peinada, cubierta de blancas biznagas, de rostro moreno y mejillas tumefactas, con ese rojo vivo y opaco de sangre cuajada, salió cantando de la casa próxima, moviendo airosamente la regadera, que describía arabescos caprichosos, con sus mil hilitos de agua en la reseca acera, de la cual subía el polvillo acre y picante de la lluvia.
De pronto, en una de sus vueltas, la muchacha miró al hombre que se acercaba. La vi palidecer, vacilar, como sobrecogida de un súbito temor y, por fin, arrojar al suelo la regadera y huir a encerrarse en la casa con un estrepitoso portazo.
El hombre, indiferente, entró en el correo: pero antes de que se acercase al despacho de certificados, el empleado, con muestras de temor y desconcierto, miró el reloj y cerró de pronto la ventanilla.
El recién venido la batió violentamente con el puño.
—Abra usted.
—Es la hora.
—Faltan cinco minutos.
—Llevará usted el reloj mal.
—Bueno —dijo el hombre, transigiendo con cierta filosófica resignación;—volveré mañana el primero.
Como si aquellas palabras envolviesen una amenaza, el empleado se apresuró a responder:
—No, no, espere... Ahora es mejor... por la mañana, a primera hora no... ¿Por qué se molesta usted en venir, D. Juan? Bastaría que enviase un muchacho.
Y mientras apresuradamente extendía el recibo, que entregó sin mirar a D. Juan, observé que, su mano izquierda, oprimía con fuerza un manojo de llaves. Recordé que, entre las miles supersticiones andaluzas, está la de coger un pedazo de hierro para evitar el mal de ojo. Sin duda se trataba de un caso de jefatura.
Un momento después, yo había olvidado la extraña escena; pero aquella noche, a la hora del paseo, en medio de la animación que hacía vivir a la vieja ciudad, vi aparecer la figura del hombre alto, correctamente vestido, con una elegancia sencilla e irreprochable, en la que no había nada capaz de llamar la atención. No podía explicarme el revuelo que produjo su presencia.
Las muchachitas paseaban en grupos, cogidas del brazo, luciendo alegres trajes claros, recargados, con ese lujo provinciano, que no tiene salones donde lucir las toilettes y se ve obligado a vestir sin recato el traje de baile y el teagown a pie por medio de la calle. Las casas conventuales se habían abierto para aquella expansión veraniega diaria, y charlaban y reían alegremente, quizás demasiado alto y con demasiada teatralidad. con esa teatralidad de las mujeres que se sienten observadas, y con una especie de grata satisfacción de verse escoltadas por los jóvenes, que les daban su guardia de amor, lejos de las mamás, que las esperaban tomando sus clásicos refrescos de horchata, sentadas a lo largo del paseo, en sendas butacas de mimbre, ante las mesillas que sacaban de los cafés cercanos. Entre ellas estaban las jóvenes casaditas, que ya por serlo, no podían alternar con las muchachas y tomaban su parte de aburrimiento con el carácter de señoras formales.
Toda la atmósfera tenía algo de alegría, de melancolía, de ritmo y de pesantez a un tiempo mismo. Se respiraba Andalucía en aquella brisa marina, algo polvorienta y algo saturada de madreselva, magnolias y jazmines, bajo un cielo tan claro, con estrellas tan parpadeantes que dominaban la luminosidad de los focos eléctricos.
Y la presencia de D. Juan bastó a destruir toda la armonía. Las muchachas huyeron semejantes a una bandada de pájaros asustados, y los jóvenes las siguieron apresuradamente, como si se tratase de un peligro que no podían enfrentar. Observé que ellos sacaban manojitos de llaves del bolsillo y las ofrecían a sus compañeras.
Don Juan atravesó sin inmutarse, siempre solo y silencioso, y entró en el casino. Al cruzar la acera, un grupo de gente del pueblo prorrumpió en invectivas.
—Ahí va el mala sombra.
—Dios lo confunda.
—Algo nos va a suceder.
Y entre atemorizados y hostiles, se agarraban al hierro de los faroles cercanos.
No pasó mucho tiempo sin que empezaran a salir apresurados todos los socios del casino. Don Juan les había estropeado su partida de juego.
Me interesó tanto el asunto que, todos los demás días, me dediqué a inquirir datos sobre aquel hombre. Le veía siempre tranquilo, con una indiferencia algo triste y algo insatisfecha, como si tuviese el convencimiento de llevar en sí mismo el germen de su venganza o como si se resignara a sufrir un castigo.
Era un espectáculo triste y repugnante de superstición, el de todo un pueblo acosando a aquel hombre. Me quise explicar como efecto de aquella persecución el aire sombrío que parecía rodearle, algo de siniestro, de atemorizante, a lo que yo misma no podía sustraerme.
Se le acosaba, se le acorralaba como a una fiera; sólo el nombrarlo hacía palidecer a las señoras, que se apresuraban a tocar un pedazo de hierro para preservarse de la influencia nefasta.
—¿Pero es posible—dije un día en la tertulia de una amiga, donde se reunía la mejor sociedad de la provincia—que se pueda llevar a tal punto la superstición, no sólo contra ese buen señor (me guardé bien de pronunciar su nombre, temerosa de la protesta) sino contra su esposa y sus hijas, las cuales viven aisladas y hasta perseguidas?
—No es superstición—me contestó, muy seria, la dueña de la casa;—esta probada su influencia.
—Yo lo vi la mañana que murió mi hermanito —dijo una señorita;—estaba bueno y sano, se asomó conmigo a la ventana, lo miró y a la noche estaba de cuerpo presente.
—Y yo lo encontré el día que mi esposo cayó del caballo y se rompió la pierna—añadió otra señora.
—Pero adviertan ustedes—me atreví á objetar - que es muy fácil ver a una persona en un círculo tan reducido y que no siempre que la ven hay que lamentar una desgracia.
Mi incredulidad exasperó al auditorio y todos a porfía me contaban hechos terroríficos.
Don Juan iba á ser la ruina de los propietarios de las casas cercanas a la suya. Me iban haciendo la relación de los sucesos ocurridos en todas ellas. Los de la derecha se habían arruinado; los de la izquierda se divorciaron después de grandes escándalos; en la casa de enfrente había muerto toda la familia; en la de más allá se había puesto tísica la hija mayor; el vecino de la esquina se había quedado paralítico, y al de la espalda, que lindaba con el jardín, le habían tenido que cortar un brazo.
Se contaba que una vez que había ido D. Juan a visitar un trasatlántico, y dejó olvidado el bastón, ocurrió el naufragio del barco, sin salivarse nadie de la tripulación.
El miedo se había traducido en odio, en repulsión. No se les invitaba a nada, no se le recibía en ninguna parte. Su presencia en el teatro era acogida con murmullos de descontento y todos veían la función sin abandonar el amuleto. Si entraba en el casino los socios empezaban a desfilar inmediatamente. Si se aproximaba a la mesa de juego lo dejaban sólo con el banquero; una señora aseguró haber tenido un cólico una noche que pasó cerca de ella, y otra que padeció dolores reumáticos por haber estado en un palco próximo al suyo, y precisamente del lado que él se encontraba. La superstición llegaba a tal punto que no se le recibía a bordo de ningún barco y los cocheros se negaban a conducirlo en sus vehículos.
—¿Pero este hombre por qué no se marcha de aquí?—me pregunté asustada de aquella atroz persecución.
—Es lo que debía hacer—me respondió un caballero que había escuchado el comentario.-Se le ha creado una situación insoportable; ahora el pueblo empieza a enterarse, le gritan y le maldicen a distancia; si no le han agredido ya es por el miedo que tienen de acercársele.
—Pero son ustedes—le dije—los que deben destruir ese absurdo; los que son responsables de lo que pueda ocurrir. La mayor parte de los crímenes en Andalucía tienen lugar a consecuencia del fanatismo: mujeres que dan filtros amatorios, enfermos que beben sangre de niño asesinado para curarse una enfermedad crónica. Todo esto hay que combatirlo. Me he indignado a veces cuando en la prensa, al dar cuenta del crimen, se ha hecho notar que el remedio había surtido efecto.
—Todo eso es verdad—me respondió mi interlocutor;— pero, amiga mía, los sentimientos se sienten, no se razonan. Yo, que pienso igual que usted, no puedo menos de echar por otro lado cuando me encuentro a D. Juan en la calle, pero no juzgue usted a nuestra ciudad demasiado severamente. Yo creo que no es un sentimiento supersticioso, sino de repulsión el que ha creado este estado justiciero de la vindicta pública.
— ¡Cómo!
—Sí. ese hombre, al que usted compadece, y yo también, ha abusado del sagrado de su ministerio, para cometer un abuso de confianza; que si la ley no califica de crimen lo califica la conciencia.
Le rogué que me explicara el enigma, y entonces, con voz opaca, solemne, emocionada, se expresó con breves palabras:
-Don Juan es abogado, amiga mía: no hace muchos anos tuvo que intervenir, como acusador, en una causa de asesinato. No había pruebas bastantes para condenar a la última pena a los reos; aunque sí las suficientes para que el delito no quedase impune. D. Juan sorprendió la buena fe de aquellos miserables, fingiéndose su abogado defensor y obtuvo una confesión plena, de horribles detalles, que reveló en su informe... y el cadalso se alzó en nuestro sueloo para una familia entera... La reprobación general ha castigado a ese hombre, creando la superstición de que le hace víctima.
Un enorme silencio siguió a las últimas palabras; estábamos todos impresionados, pálidos, descontentos; la sombría evocación de la traición y del cadalso habían hecho pasar sobre nosotros el soplo misterioso de una verdadera y terrible jefatura...
La Esfera, Madrid-1914, 20-6-1914,-Nº25