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Unamuno

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Beatriz

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Era un muchacho enclenque y soñador, apenas entrado, entre angustias y sofocos, en la pubertad. Casi siempre apartado de sus compañeros, entre los que pasaba por algo excéntrico (aburrido era la palabra), vivía en un mundo incoherente de ideas embrionarias. Forjaba en su mente vastas escenas, viéndose ya general en jefe de numerosos ejércitos y dirigiendo la batalla, ya santo ermitaño sumido en la penitencia y la pertinaz meditación de las eternas verdades. En el templo, la voz del órgano le sumía en un mundo de fantasmas que acababan fundiéndose en vaguísima nebulosa imaginativa provocadora de las hondas ternuras de su alma. Y, una vez penetrado de ternura sin objeto, corría en busca de este su espíritu, espoleándose la imaginación con toda clase de incentivos sugestionadores, hasta que descargaba la tensión interna en lágrimas que disipaban la imagen misma sugestiva, hallándose así, en fin de cuenta, con que lloraba sin saber de que.

A medida que su cuerpo se vigorizaba, enderezábanse sus anhelos, y sus imágenes cobraban siluetas y perfiles definidos. Una fe sin dogma, fe en la fe misma, llevábale a burilar en su mente los objetos todos y a desear desentrañarlos con ojo seguro y frío. Diole por leer filósofos y dar vueltas en su magín a los conceptos más abstractos, el ser y la nada, la materia y el espíritu, el espacio y el tiempo, la substancia y la causa. Complacíase en barajarlos y combinarlos de mil diversos modos, en sutilizarlos verbalmente. Más de una vez, arrebujado en las sábanas, se preguntaba: la nada ¿es algo?, y poco a poco, nada y algo iban perdiendo sus contornos verbales, sus sílabas se licuaban, fundíanse una y otra palabra y se derretían, con la conciencia misma que las soportaba, en un sueño profundo.

Amaba el campo; enajenábase en él, disipando su espíritu en cuanto le rodeaba, mecido pasivamente por el vivo flujo de las impresiones fugitivas, sin pensar en nada, ocupada su conciencia por la creación que le rodeaba. Servíale de sedativo.

Nunca olvidó aquel día de gloria: era una mañana de primavera en que se fue solo a la alameda del río, sosegado y limpidísimo. El aire le aliviaba todo peso y parecía rellenarle por entero, difundiéndole hasta las más recónditas entrañas fervor primaveral y aromáticos efluvios de flores en sus días de boda. Se echó sobre la yerba a ver correr el agua y cómo titilaban en ella los reflejos de los álamos. De tal modo reflejaba el cristal del río al cielo azul, que la faja de árboles de la opuesta orilla parecía suspendida en el cielo mismo, como una zona en él burilada. Hormigueábale el cuerpo todo, y aquellos conceptos que le obsesionaron de continuo, difuminados y a la vez candentes, chocaban y rechocaban entre sí, cual enjambre atacado. Era en su mente como el remolino caótico de donde se condensa un mundo. Perdió la sensación del contacto de la tierra y, olvidado de sí, hallábase como suspendido en el cielo, frente al friso de los álamos de la opuesta orilla.

De pronto sintió un nudo en la garganta y que el corazón le llamaba con grandes latidos; unos pasos quedos habíanle sorprendido y arrancado del ensimismamiento. Volvió la cabeza e invadió su alma una visión potente que se le eternizó en ella y se sustanció allí. Sobre el fondo del campo fragante se destacaba la figura pura y limpia de una muchacha vestida de rosa. Sus ojos le miraron como nos mira el cielo, serenos y sin intención alguna y cual partiendo su mirada de una profundidad infinita. Paró y dos trenzas rubias le caían sobre el fondo rosado de la espalda. Pareciole, sin darse de ello cuenta, que la visión había surgido del ámbito mismo, que era condensación misteriosa de la verdura primaveral del campo, del aroma nupcial de las flores, del frescor del aire, de la castidad del cielo. Sintió un calor derretido por los abismos todos de su ser y, levantándose de la tierra, se fue apresurado a su casa, mientras el remolino caótico de sus ideas iba cuajando en un mundo.

«Voy a inventar un nuevo sistema filosófico», se decía con cándida petulancia.

Aquella noche la pasó en vela, llenando cuartillas de definiciones, y cuadros sinópticos, y procesionales deducciones esquemáticas.

Han pasado algunos años desde la escena de la alameda del río. A partir de aquel nuevo sistema filosófico que surgió en su mente del caótico remolino de las ideas de su pubertad, fue repensando el mundo y organizando sus concepciones. Cuando hoy, en días de contemplación ideal, sube su espíritu a la altísima región de las ideas madres, ve en el fondo de ella dibujarse la imagen de la doncella de rosa, con sus trenzas rubias, cual condensación de la verdura eterna del universo, del aroma nupcial de la vida, del frescor del espíritu, de la castidad de la idea. Y la ideal doncella le mira como nos mira el cielo, con ojos serenos y sin intención alguna y cual partiendo su mirada de una profundidad infinita. Esa mirada le renueva el alma en la juventud eterna.

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