Chuang-Tsen, natural de Sung, era un letrado que llevaba su amor a la ciencia al extremo de despreciar profundamente las cosas de este mundo; buen chino como era, le faltaba la fe en las recónditas cuestiones de orden metafísico, y sólo tenía, para consuelo de su espíritu, la conciencia de poder sustraerse a la influencia de los errores vulgares de la humanidad, que se esfuerza y agita para adquirir riquezas inútiles u honores vanos y ridículos. Por eso, después de su muerte, fue considerado feliz y digno de envidia.
Durante el tiempo que los genios desconocidos del mundo le habían permitido hacer una vida al parecer regalada, en la que disfrutaba de todas las dichas que la naturaleza ofrece a sus elegidos, Chuang-Tsen tenía la inveterada costumbre de hacer largos paseos por las bellas y admirables campiñas de la comarca en que vivía, sin saber cómo ni por qué.
Cierta mañana que vagaba a la ventura por las floridas faldas de la montaña de Nen-Hoa, se halló de pronto, por mera casualidad, al pie de los cipreses de un cementerio en el que, de acuerdo con la costumbre del país, los muertos descansaban bajo cuidados montículos de tierra gruesa y apisonada. Impresionado por el triste espectáculo que tenía entonces por delante, el letrado meditó profundamente sobre el destino de la humanidad.
-¡Ay! ¡ay!-se dijo- He aquí la encrucijada a donde vienen a parar todos los caminos de la vida. En cuanto toma uno su lugar en la mansión de los muertos, queda aniquilado por completo el modo de ser de nuestra existencia.
Esta teoría no era particular. Se resumía en ella la filosofía de Chuang-Tsen y la de los chinos que no conocen más vida que la vida material. A éstos la igualdad de los hombres en la tumba los consuela o los desespera, según se inclinen a la serenidad o a la melancolía. Tienen, además, para que los distraigan, una multitud de dioses verdes o colorados, que a veces resucitan a los muertos y hacen hechicerías divertidas. Chuang-Tsen, que pertenecía a la secta orgullosa de los filósofos, no pedía consuelo a los dragones de porcelana. Vivía a su manera.
En esos momentos, pues, en que explanaba su pensamiento a través de las tumbas, vio de improviso a una joven, vestida de luto riguroso, que estaba sentada junto a una sepultura agitando su abanico blanco sobre la tierra húmeda aún, de aquella fosa. Lleno de curiosidad por conocer los motivos de un hecho tan extraordinario, Chuang-Tsen saludó cortésmente a la la dama y le dijo:
-¿Me permitís, señora, que os pregunte quién es la persona que duerme en esta tumba, y por qué estáis entregada a la tarea de secar con vuestro abanico la tierra que la cubre? Soy un filósofo que procura saber siempre la razón de todas las cosas y este es un caso que escapa a mi penetración.
La joven, sin dejar de agitar su abanico, se sonrojó, bajó la cabeza y balbució unas palabras que el sabio no alcanzó a oír. Chuang-Tsen renovó su demanda, pero en vano. La dama no le atendía; no parecía sino que toda su alma se hubiera concentrado en la mano que agitaba el abanico con un movimiento desordenado, loco.
Chuang-Tsen se apartó de ella apesadumbrado. Reconocía que en este mundo todo es vanidad, pero su naturaleza lo llevaba a indagar el móvil de las acciones humanas, particularmente las de las las mujeres, que siempre le habían inspirado vivo interés.
Prosegía su paseo, volviendo de tiempo en tiempo la cabeza para ver más el abanico que rasgaba el aire como las alas de una enorme mariposa, cuando una mujer muy vieja le cerró el paso, haciéndole señas para que la siguiese. La anciana lo llevó a la sombra de una aya corpulenta y le dijo:
-He oído la pregunta que habéis hecho a mi ama, y a la cual ella no se ha dignado responder. Voy a satisfacer vuestra curiosidad, esperando obtener la debida recompensa.
Chuang-Tsen sacó de su bolsa una moneda y la entregó a la anciana, que habló de esta manera:
-La dama que habéis visto sobre la tumba es la señora Lu, viuda de un letrado que se llamaba Tao, muerto hace quince días, después de largos sufrimientos. Esa tumba es la de él. Los dos se amaban locamente y, al espirar, Tao se desesperaba, pensando que iba a dejar sola en el mundo a su esposa en la flor de la edad y de la belleza. Llorando, Lu protestaba a los dioses que no podría sobrevivir a su esposo. Pero Tao le dijo: "No hagas ese juramento señora" -"Entonces"-replicó ella- si estuviera condenada por los genios a sobreviviros, sabed que nunca consentiré en ser esposa de otro, que sólo tendré en mi vida un esposo, como sólo tengo un alma." Pero Tao le dijo: "No hagas ese juramento, señora."-¡Oh, Tao! déjame jurar al menos que durante cinco años he de seros fiel." Pero Tao le dijo: "No hagas ese juramento, señora. Jura solamente que serás fiel a mi memoria hasta que la tierra se haya secado sobre mi tumba." Y Lu juró esto sinceramente, y el buen Tao cerró los ojos para siempre. La desesperación de Lu no tuvo entonces límites. La asaltó una verdadera locura, causada por la pena más intensa. Pero todo pasa, y esa situación tuvo su término. A los tres días de la muerte de Tao, la tristeza de Lu se había hecho más humana. Supo que un discípulo de su finado esposo deseaba presentarle sus sentimientos de condolencia. Lo recibió. Ese joven era un hombre elegante. Le habló un poco de Tao y mucho de ella. Le confesó su amor. Y Lu lo oyó. Entonces, el joven prometió volver. Y ahora, esperándolo, Lu pasa todo el día donde la habéis visto, sentada junto a la tumba de su esposo, haciendo secar la tierra que lo cubre, blanda todavía, con el soplo continuo de su abanico, al que no suelta ni por un momento.
Cuando la anciana terminó su relato el sabio Chuang-Tsen pensó:
-La Juventud es breve y el aguijón del deseo le da alma. Sin embargo, la señora Lu es una mujer digna que no quiere faltar a su juramento.
He ahí una lección preciosa para el corazón amante de las mujeres lindas.