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20135

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González-Blanco

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El secreto de la felicidad

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I

«Muchos hombres corren en pos de la felicidad como una persona distraída que busca su sombrero teniéndolo en la cabeza o en la mano...» Tal era el adagio inglés más o menos libremente traducido o parafraseado, que Román Muro solía verternos a la hora del café.

Raro era el día en que no se renovaba en el melancólico Café de Méndez Núñez, la agria discusión acerca del adulterio, que nos apasionaba en verdad más ardorosamente que los actos, gestos y dichos de los políticos provinciales, rumia y desecho de los políticos centralistas que nos ahogan entre sus tentáculos...

Bien sabe Dios, sin embargo, que el señor Marqués de la Vegaflechosa, tan pulido, tan correcto, aunque tonto y simplón de remate, merecía más nuestra atención que la desdichada Palmira Morán, esposa de Severiano Escalera, el bárbaro galeno, y visitadora asidua de todas las casas de compromiso de la población... Y en verdad, que Romanín Castrillón, por mal nombre en la ciudad «Turrión», satélite del Marqués, era más digno de nuestro estudio que Angelines Pendás, la esposa del zafio comerciante de la calle de Wamba...

Casi siempre la conversación recaía sobre el adulterio.

Cuando se relataban lances personales, aventuras vividas, siempre la discreción cubría de un piadoso anónimo a la favorecida. A veces, bordeando el precipicio de la maledicencia, dábamos señas personales, el color del pelo, el modo de vestir... Pero siempre nos deteníamos a tiempo, como juiciosos muchachos que éramos...

Jamás el nombre de una mujer voló en nuestros labios para mancharlo con el vaho impuro de la calumnia; jamás nos sentimos más suaves y más misericordiosos que cuando dirigíamos ironías ligeras a los maridos burlados... Todas las mujeres eran unas santas; encontrábanse con un marido vulgar y zafio, ellas que habían soñado un Lohengrin gallardo y esforzado... ¿qué habían de hacerlas pobrecitas?... Debíamos compadecerlas más bien que vilipendiarlas... 

II

En este ambiente de ternura y de panfilismo, en que Román Muro daba la nota aguda del perdón y de la piedad suprema, era yo la única nota discordante con mis teorías calderonianas del honor y mi concepto un poco musulmán de la mujer dócil, sumisa y fiel como una esclava a su señor...

—¿Qué mayor derecho tiene el hombre que la mujer para faltar a la fidelidad conyugal?—gritaba él furioso.

—El derecho de ser hombre, el derecho de los perjuicios que derivan de la falta de una y de los pequeños daños que se originan de la falta de otro, y en último caso, el derecho del «nominorleo», el derecho del más fuerte—gritaba yo exaltado...

—Pero eso es una salvajada—replicaba Ronián—. Da modo que yo me permito ser infiel a mi mujer, y soy un hombre adorable, un don Juan irresistible, las demás mujeres me miran con ojos dulces, anhelando mi amor.. Y si mi mujer me faltase, se convierte de pronto en una adultera, ludibrio de la familia y desecho de la sociedad... Muy bonito... Claro está que hablo del todo hipotéticamente; bien sabe Dios cuan lejos está de mí ese pensamiento porque mi Carmen es una santa, una verdadera santa...

—No exageres, Romanín, respecto a lo del ludibrio... ¿Desde cuando acá se pone en la picota a la adultera?... No habría picotas suficientes si así fuese... En Ablanedo, por fortuna, no nay muchos casos—aunque no tan pocos como la gente cree—pero en otros sitios abundan que es un primor... Y nadie se asusta ni niega la entrada en casa a las mujeres que adornan la frente a sus maridos... Pero ¡coime! de eso a tomarlo con la estoica calma con que tú lo tomas, va un mundo...

Salíamos del café el día en que yo hablaba así en noche túrbida y borrascosa de Marzo, con viento y cellisca azotando los cristales, ya dada la una y media en el reloj de la Audiencia... Por la calle de San Juan abajo, yo proseguí mi exposición de motivos... 

—Yo soy soltero, Romanín, y practico el adagio inglés: «No tengas periódicos, ni queridas, ni casas de campo; siempre habrá imbéciles que les tengan por ti»

Pero tú que eres casado... ¿concedes a tu mujer toda la libertad que predicas?...

—¡Vaya si le doy libertad!... Que lo diga ella... Mi Carmen entra y sale de casa cuando quiere .. No la tengo encerrada jamás ni puede quejarse de un mal trato mío... Es una santa, una mártir, ¡qué bien me paga esta confianza que le otorgo!... Tú ya sabes que yo tengo por ahí mis devaneos y jamás me pide cuentas ni me atormenta con celos .. Realmente mi Carmen es demasiado buena... Otra mujer, con la libertad de que ella disfruta, se hubiera vengado de mis flirteos con Lolita Acuña... Todo Ablanedo lo supo ¿verdad?... ¡Vaya, vaya, que otra mujer en su caso ya me habría faltado y yo sin derecho a la protesta!... Hasta creo que debe de tener encanto la conciliación después de una falta así... Pero mi Carmen es una santa, una verdadera santa... 

Indignado de aquella sangre fría de varón débil, que casi se complacía en la perspectiva del pecado de la hembra, atajé a Román Muro:

—Bien, bien, tú eres feliz con tus teorías... te va bien con tu esposa... A mí me va bien con las mías, porque no tengo esposa de quien preocuparme...

Un rebaño de carneros venía tintineando por la calle de San Juan arriba. De súbito se me ocurrió una imagen diabólica...

—Mira, Román, son la legión de los maridos burlados, que te saludan por la enardecida defensa... 

Y no advertí entonces como los carneros acorralaron a Román, pareciendo señalarle un puesto entre ellos... 

III

Pasaron varios meses sin que yo viera a Román Muro que andaba de negocios por los pueblos de la provincia. Era su profesión correr por la comarca diversos productos agrícolas e industriales.

Sólo pensaba en amasar un capitalito modesto—cinco o seis mil «pesetinas» de renta asegurada—para retirarse a su casita de la calle de Campomanes y allí descansar, en la paz de sus libros y de su mujer... la buena, la abnegada, la adorable Carmen. 

Mientras él andaba en viaje por la provincia, fui yo una tarde a visitar a mi amiga Conchita Acosta, esa mujer equívoca y sutil que tiene una casa de tolerancia en las proximidades de la Silla del Rey...

Aquella tarde encontré a Concha en el salón sin parroquianos ni visitantas de la cascara amarga. Sólo la acompañaba Consuelito, que pasaba por sobrina suya, en realidad siendo hija, que tenía fama de honradita y a quien deseaban mucho los clientes más expertos de la casa, los «connaisseurs»...

Consuelo, que me tenía un verdadero afecto de amiga, de amiga sincera y leal, sin otras miras, acaso por ser yo el único que no le hacía el amor entre los «habituados» de la casa, me comenzó a preguntar chismorreos y noticiejas de la población, de las cuales siempre estaba ávida, pesarosa acaso de vivir al margen de la sociedad de Ablanedo y envidiosa de las muchachas de su edad y de su clase, modistas alegres o corseteras elegantes que asistían a los bailes del Casino y a las funciones de gala en el Teatro Campomanes...

No sé cómo fue... Incidentalmente, en medio de la conversación, vino a mi boca el nombre de Román Muro, acaso aludiendo a las largas partidas de billar con que entreteníamos las fatigosas y lentas tardes en el café de Méndez Núñez.

Súbitamente Consuelo se detuvo, me miró con mucha fijeza y con voz un poco trémula, me interrogó:

—¿Es muy amigo tuyo ese Román Muro?...

Me chocó la pregunta lanzada así con brusquedad y con cierta inquietud.. Sospeché vagos indicios de un amor nacido en aquella muchachita; flor delicada crecida en el fango, en el ambiente vicioso de esta casa equívoca... ¡Tal vez Román, en sus escapatorias de casado veleidoso, frecuentaría la casa de Concha y habría enamorado a Consuelito, merced a sus bellos bigotes borgoñones y a su apostura fachendosa!... 

Un poco desconcertado, contesté con naturalidad:

—Sí, es muy amigo mío... Cuando él está aquí, nos vemos todos los días en el Café de Méndez Núñez... Ahora anda por los pueblos de la provincia...

—Ya sé, ya sé...—contestó enigmática Consuelito...

Luego, vacilando, como aquel que va a dar una mala noticia, prosiguió diciendo:

—¿Y a su mujer?... ¿La conoces mucho?...

—Apenas si de vista, Consuelito... La vi dos o tres veces acompañada de Román; ¡ese herejote a quien llevaba por la fuerza a misa de doce en San Tirso!... Me pareció una buena moza, alta, fuerte, con unos grandes ojos que le comían toda la cara...

-Sí , sí, es guapa; algo machuchita, pero guapetona...

—Sí, me pareció mujer algo madura, pero apetitosa aún... El no se la presenta a nadie aunque le aspen... no sé porqué...

—No sé tampoco... Porque de desconfiado no tiene nada... Si lo tuviera...

Sorprendido del lenguaje ambiguo que empleaba, la atajé:

—Bueno, Consuelito; pero ¿de qué la conoces tú?...

—Yo, pues muy sencillo—contestó decidida—. De que es muy amiga de casa... 

Di un salto en la silla, sin poderme contener... ¡Aquello era demasiado!... Carmencita, la mujer virtuosa, la esposa intachable, ¿amiga y frecuentadora de casa de la Concha?...

Consuelito, sin inmutarse por mi semblante demudado y lívido, añadió:

—Tía Concha y ella fueron compañeras de colegio...Creo que ya allí se distinguía por su mala cabeza... Como que las monjas tuvieron que expulsarla por no sé qué líos que se susurraron entre ella y el jardinero del colegio, un gañán fornido y barbarote. Luego siempre ha cultivado la amistad de mi tía... De soltera veíase casi diariamente con las mejores personas de Ablanedo, con los señores graves... El Presidente de la Diputación la conoce bien a fondo... y que pregunten a Romanín Castrillón por las voluptuosidades de Carmen... Era y es una mujer siempre apreciada y bien pagada... porque se prodiga poco, eso sí... Ha dejado grandes rendimientos a la casa, según dice mi tía... Por eso la aprecia tanto...

No pude menos de decir, irreprimiblemente, estupefacto de tanta desconsoladora revelación:

—Pero, mujer ¿no te confundirás con otra?...

—¡Cómo confundirme!—replicó vivamente- Consuelito—. Mejor que a ti la conozco... Carmen Ríos, buena moza, de unos treinta y cinco años... esposa de Román Muro... ¡Vaya, si conoceré yo a las clientes de tía Concha, que luego pasean por ahí. con la cabeza muy alta, emperifolladas y vanidosas, los domingos en el Bombé, del brazo de los maridos o al lado de los novios!...

Acongojado, aturdido, pregunté aún:

—Pero, ¿es posible? ¿Con la seguridad que en ella tiene Romanín?...

—¡Bah, bah, bah!... Tontainas... eso de la confianza y de la fidelidad—arguyó Consuelito—. A los hombres se os engaña fácilmente... En el fondo sois todos unos niños, unos tontos de remate, mucho más nobles e ingenuos que las mujeres.

Iba a levantarme y salir con un gran tedio de la vida y un fuerte dolor en el alma... 

Al darme la mano, muy efusivamente, Consuelito me dijo cariñosa:

—Ya sabes, si algún día te apetece, avísame y te mandaré traer a Carmen Ríos... Ahora que Román está fuera...

Ya iba a doblar el descansillo cuando Consuelito me agarró de la mano, diciéndome: 

-Espera un momento, que no te vean... Alguien sube...

Se había oído en ese momento el ruido de un coche a la puerta de la casa y el fru-fru de unas faldas de mujer en el portal.

Nos escondimos tras la mirilla y al pasar, entre la penumbra de la escalera aun no iluminada, atisbamos las figuras... Eran un hombre y una mujer los que subían; ¡era el libertino de Ronán Castrillón, con su pata coja y su calva luciente, y la abnegada esposa, la virtuosísima cónyuge de Román Muro, la adorable Carmen Ríos, que subía hacia el piso segundo, abrazada a Román y diciéndole voluptuosidades de alquiler al oído!...

Y Román Castrillón, el viejo cotorrón político, experto en todas las artimañas electorales, sonreía embobado y baboso, no atisbaba todo el fondo de ironía y de perversidad que había en aquellas palabras falsas...

—¿Lo ves?... ¿Lo ves?...—me argüía Consuelito. triunfal.

Salí de la casa equívoca con una impresión de tedio horrible y de asco de la vida impura...

Llovía cada vez más con un resonar fúnebre de los canalones echando su chorro sobre las aceras... Ya casi había cerrado la noche y los reflejos de los faroles municipales lucían sobre los charcos de las calles...

Me encaminé hacia mi hórrida fonda de «La Perla»; con una sensación de hastío brutal... Por el camino iba pensando: 

—Acaso la felicidad de Román Muro, como la de tantos hombres, consista precisamente en la ignorancia... Y acaso haya cierta voluptuosidad en andar investigándoles a los demás el encanto de los cuernos cuando se llevan en la propia frente... como «un hombre distraído! que busca su sombrero y lo tiene puesto en la cabeza»...

Flirt (Madrid). 6/7/1922, n.º 22

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