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Ortega Munilla

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El niño dormilón

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En estrecha guardilla de la calle de Ministriles moraba una familia, compuesta de los padres y tres hijos. El mayor de ellos, de unos diez años de edad, se llamaba Juan Andrés. Era un mocico gentil y espigado, moreno, de bellos ojos negrísimos, de profusa cabellera rizada. Seguían en el orden cronólogico una niña llamada Rosario, y otra, Luisa. El jefe de aquella triste gente era Eduardo Campo Álvarez, y la esposa llevaba el nombre castizo de Pilar. 

Campo Álvarez era descendiente de una antigua familia de torcedores de seda, que había tenido siempre su taller y su tiendecita en un entresuelo de la calle de Ciudad Rodrigo. Allí se trabajaba en la elaboración de cordones, de cintas y adornos de pasamanería. El abuelo, que se llamó Isidro, había llevado este negocio a las más altas cumbres del esplendor y de la gloria. Él sirvió a la Reina Portuguesa, primera mujer de Don Fernando VII, para los paramentos y adornos de los tapices, colgaduras, doseles y lambrequines, que aún se ostentan en famosa capilla de la corte. Decayó la industria por las enfermedades y por otras desventuras de los que la ejercitaban, y así, un linaje antes próspero, llegó a la miseria. Eduardo Campo Álvarez se vió en la triste necesidad de traspasar el taller y la tienda, pasando de patrono a obrero. Grande sería la amargura del desventurado, cuando hubo de solicitar del nuevo dueño que le admitiese como operador. Allá, en la guardilla de la calle de Ministriles, montó él los husos y los telares. Cada sábado iba a entregar en la que había sido su tienda, el fruto del esfuerzo semanal, por el que recibía unas cuantas pesetas, apenas lo necesario para impedir que el hambre acabase con él y con su familia. 

Trabajaban juntos, febrilmente, ardorosamente todos los que en aquella guardilla moraban, quitándose horas del sueño, comiendo de prisa el pobre yantar, privándose de paseos y de descanso: esclavos dolorosos de la miseria. 

En el primogénito, Juan Andrés, quedaban los resabios de los tiempos de abundancia, aquellos en los que Campo Álvarez ganaba crecidas sumas, gastándolas en la dicha de los suyos. Entonces, la comida era abundante y escogida, y, en los días de fiesta, la familia salía de paseo e iba a merendar a los altozanos de la Pradera de San Isidro. Allí, sobre la tierra, se tendía el mantelillo, y la buena madre sacaba de una cesta, de que ella misma era conductora, manjares gratos que eran devorados con alegría. 

Juan Andrés iba a la escuela, a un pequeño colegio establecido en la calle de los Estudios, donde un clérigo humilde y culto le enseñó bien pronto a leer, escribir y contar. Cuando sobrevino la catástrofe, Campo Álvarez y Pilar aceptaron con resignación la prueba. En el pobrísimo taller reanudaron sus labores. Y los padres y los niños manejaban los husos para revestir los pulidos discos de madera que formaban luego el adorno de los cortinajes en las casas ricas. Juan Andrés, que había dejado de ir al colegio, porque los padres no podían pagarlo y porque era necesario que él cooperase en la obra familiar, ponía en ello el mejor espíritu. Pero restaban en él las costumbres de los días felices. Aquel niño era sobradamente dormilón, carecía de voluntad para sentarse en el lecho cuando su madre le llamaba, para saltar presto al suelo, para meter la cabeza en la jofaina, manera de ahogar el sueño y librarse de él. Causábale profunda pena a Pilar imponer al niño el sacrificio del descanso, y así le dejaba dormir largamente. El padre refunfuñaba. 

—¿Qué razón hay—decía—para que Juan Andrés siga durmiendo, mientras estas nenas, sus hermanas, que por ser de edad menor merecen más delicadas atenciones, se levantan con el alba y se deshacen los deditos meneando la devanadera? 

Y luego añadía el padre: 

—¡Quiera Dios que este hijo no nos salga un holgazán, de esos que son oruga de los linajes, vergüenza de sus familias y destrucción de ellas!... 

Estos juicios y estos temores llenaban de angustia a Pilar, porque ella también los sentía vivir en su mente. 

Bien es verdad que, cuando a las diez o las once de la mañana, ahíto de sueño, se despertaba Juan Andrés, vestíase rápidamente, tomaba en dos sorbos una taza de café con leche, devoraba en cuatro mordiscos un corrusco de pan y se sentaba delante de la devanadera máxima, y la hacía girar vertiginosamente, añadiendo al esfuerzo común de la familia laboriosa una nueva vehemencia, en la que podría adivinarse, acaso, el ímpetu y la continuación de un empeño heredado y perdurable, el que mantiene de abuelos a nietos el triunfo y la perfección de los oficios. 

Pero al llegar la noche el sueño volvía a los párpados de Juan Andrés, y aunque el trabajo fuera urgente y exigiera una prolongación dolorosa, se quedaba dormido en la silla. Las ágiles manos que movían las aspas, deteníanse primero, caían después a lo largo del cuerpo. La gentil cabecita del niño se doblaba sobre el hombro: el aparato permanecía estático después de haber girado lentamente en las últimas convulsiones que el empuje del operario le transmitiera. 

Campo Álvarez interrumpía también su labor, miraba a Juan Andrés, y una ola de amargura le invadía el alma. 

—Es que ha nacido para rico. 

De los ojos del arruinado industrial partían lágrimas. Sin duda eran formas de un inmerecido remordimiento el que él sentía al ver cómo habíale faltado el acierto para conservar el caudal de los suyos, el bienestar de los hijos, el modo de que su heredero pudiese gozarse en el reposo. 

Una vez Campo Álvarez recibió un encargo urgente de la tienda que había sido suya. Era necesario concluir en pocos días los adornos de unas colgaduras que iban a lucirse en una casa oficial, con motivo de no sé qué fiesta brillantísima, a la que acudirían los Reyes y el Gobierno. Comprometiose el fatigado trabajador para entregarlo cuando se le indicaba. Fue una semana terriblemente afanosa para los Campo Álvarez. Era de ver cómo padres e hijos movían husillos, trenzaban los hilos de la seda, formaban los madroños multicolores que iban a pender de las guardamalletas. También Juan Andrés ponía su empeño en aquel esfuerzo, pero no le era posible librarse de su enemigo. El sueño le había esclavizado, la pereza amortiguaba la vibración de sus músculos. Cuando en el momento crítico de la labor, el decisivo para que ésta quedara conclusa oportunamente, Campo Álvarez vió a su hijo dormido, exclamó: 

—Pilar. Somos muy desgraciados. Juan Andrés está ausente de nosotros, no se interesa ni aun por el compromiso que yo he contraído. Hoy se levantó a las doce. Son las seis de la tarde, y se ha vuelto a dormir. Si fuera un imbécil no tendría responsabilidad alguna. Pero no lo es, sino que, por el contrario, Dios le ha otorgado suficiente inteligencia. Lo que le falta es la voluntad. Lo que no tiene es el querer, el ansia de ayudarnos, el espíritu de sacrificio... Tendremos que prescindir de él. Buscaré un aprendiz a sueldo. Eso disminuirá nuestras pequeñas ganancias, pero nos permitirá cumplir los compromisos contraídos. Ya sabes lo que es el amo, cuán exigente. Además, él ha de corresponder asimismo con sus obligaciones... ¡Qué tristeza!... 

Pilar, emocionada por las palabras de su marido, se acercó a él, le oprimió entre sus brazos, y dijo: 

—No, Eduardo, no. Nuestro niño es muy bueno. En la edad en que se halla no es posible que comprenda adónde ha de llegar su sacrificio. El cansancio le rinde; y no sabe defenderse de él... Espera, espera. 

Las dos niñitas, que movían sin cesar sus manos, torciendo los hilos polícromos, miraron con miedo y dolor a sus padres. 

Entonces, Juan Andrés despertó bruscamente; hubo en sus nervios y en sus músculos una agitación violentísima. Se puso en pie. Lo había oído todo, se había enterado de todo. Una inmensa amargura le invadió. Por vez primera se daba cuenta de que el niño pobre, hijo de pobres, no tenía derecho al reposo. Sintió sobre su cuello un dogal que le aprisionaba. Comprendió que era una bestia destinada a la servidumbre. Todo el pasado de los míseros, todas las desdichas de su familia, todas las intranquilidades paternas, acudieron a la mente del desgraciado, revelándole un deber, declarándole una sentencia, imponiéndole el castigo. 

Acercose Juan Andrés a Campo Álvarez, postrose de rodillas y exclamó entre lágrimas: 

—Perdonad, padres míos. He sido un haragán, he sido un dormilón. Ya veréis como eso no se repite. No quiero que se repita... Yo debo trabajar más que todos en esta casa, y asi lo haré. Desde ahora quedaré separado para siempre del sueño. 

Y deshaciéndose Juan Andrés de los brazos de Campo Álvarez y de Pilar, volvió a menear el mecanismo que le estaba confiado. Fue un frenesí, un girar loco, un pasar raudo de las madejas de seda. Y así una hora y otra hora. Y así siempre... Era preciso que Pilar sujetara con sus débiles brazos los de Juan Andrés para que él suspendiera la obra. Mucho antes de que los demás se alzaran de la cama, estaba cada día en el cuartucho que servía de obrador. Y allí permanecía indefinidamente. No sólo había acudido a Juan Andrés el ansia laboriosa; sino que la maestría aumentaba rápidamente. Pronto se vió que el niño era más hábil que el padre en la humilde y vistosa industria con que los opulentos embellecen sus palacios. Él descubrió maneras de que lo lento fuera rápido; él supo cómo podrían enlazarse cuatro hebras de diferente matiz sobre los husillos, conservando cada una su sitio, como las notas musicales en el sabio pentágrama. 

El padre, que había nacido para el dolor y que sentía la amargura de no haber hecho a sus descendientes ricos, o dueños, a lo menos, de un suave bienestar, creyó que, con sus quejas injustas, había destruido la felicidad de Juan Andrés. 

Este adivinó en el gesto del padre lo que le ocurría, y una noche, habiendo avanzado mucho la velada, ordenó a todos que se acostaran, obligó a los viejos a que entraran en su estancia, llevó en brazos a las hermanitas a sus cunas. Y volviendo al telar, les dijo: 

—Descansad todos, yo trabajaré por vosotros. 

Pronto se oyó el rodar de las máquinas, el silbido ténue de los múltiples hilos sedeños que, atravesando el espacio, se juntaban para formar las cintas luminosas. 

Juan Andrés escuchó en la cercana alcoba de los padres, llantos y rezos. Abandonó el trabajo, acudió rápido al lado de los tristes ancianos. Sonaron besos. La guardilla de la calle de Ministriles se convirtió en un templo de amor y de heroísmo. El niño dormilón había despertado, una familia iba a renacer.


"Los más bellos cuentos infantiles" Colecciones Infancia. 

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