Franqueó Marta resueltamente la verja del jardín y dio en él algunos pasos precipitados, como si quisiera hacer lo más breve posible aquel momento penoso...
Cinco años hacía que había salido de aquella casa, dejando junto al cadáver de su padre todas las alegrías de niña mimada y feliz.
Sola en la tierra, Marta había llorado mucho, y había peregrinado tristemente en hospedajes distintos, forastera en hogares que no dieron calor a su alma, rodeada de seres y cosas que no prestaron compañía a su corazón abandonado.
Fatigada de una existencia errante, la chiquilla, convertida en mujer de veinte años, con su espíritu fortalecido en rudo vaivén de penas, decidió regresar a su pueblo, a buscar hospitalidad más generosa y benigna en las memorias de su infancia, al abrigo del solar propio.
En ausencia suya habitaron la finca diversos inquilinos, y sabía Marta que su casa y su jardín habían sufrido los rigores del más completo descuido, hasta el punto de que la muchacha temía el aspecto desolado de cuanto dejó lindo y primoroso.
No iba sola en la triste exploración: la acompañaba una antigua sirvienta de la familia que generosamente le había ofrecido su ayuda para emprender la nueva existencia.
Pero viviendo entre personas indiferentes a su desgracia, Marta se acostumbró a ocultar sus pesares para no lastimar con ellos los goces extraños; había hecho de su resignación un motivo de orgullo, y temblando delante de aquella puerta, manifestó su deseo terminante de hacer sola la trágica visita, poblada de visiones amadas y de dolorosas impresiones.
Quería a todo trance evitar el espectáculo de su propia emoción, que ya nublaba sus ojos de lágrimas y estremecía su voz con inflexiones de angustia.
Pisando, sin mirarle, un camino cegado por la hierba, Marta se dirigió a la entrada principal.
— ¿Y los dos escalones de losa?— pensó, buscándolos con el pie.
Allí estaban, debajo de una alfombra de maleza...
La puerta, sin llave, la dejó pasar, con un prolongado chirrido lastimero de sus bisagras enmohecidas.
Tras una ligera vacilación, penetró habitaciones adentro, asomándose a unas y a otras con impaciencia y temor, como si a un tiempo las quisiera ver todas y no quisiera ver ninguna.
Fue aquélla una prueba terrible para su valeroso corazón.
La casa, desocupada, sucia, con paredes y techos agrietados, con el empapelado hecho jirones, los cristales rotos y los balcones cerrados, le pareció el esqueleto de aquella pulcra y alegre cuya memoria acariciaba con los suspiros de su triste soledad.
Fue doblando postigos para que la luz la dejase apreciar en toda su crudeza aquel semblante desolador, y embargada por amarguísima pena iba pensando:
— ¡No, no podré vivir aquí, imposible!... ¡Me moriría de tristeza !
Quiso huir de las estancias invadidas por todos los quebrantos del desaliño y el abandono, y cuando, asustada de sus mismos pasos y de sus propios gemidor, buscaba vacilante la salida, clavó los ojos sobre la puerta cerrada del cuarto de su madre.
¡Su madre, tan bella, tan joven, había muerto allí hacía doce años!...
La dulce imagen de aquella mujer, evocada ansiosamente, poseyó todo el pensamiento de la niña, que, tranquilizada de pronto, abrió la puerta con respeto, con cuidado, como si alguien durmiese o rezase dentro de la pieza vacía.
Y entonces se ofreció a las pupilas llorosas una inesperada escena.
La ventana, abierta de par en par, permitía al sol de la tarde extenderse en el suelo de la habitación, y en un extremo de ésta, donde estuvo la cama en otro tiempo, sobre el brazo de un aparato de luz, una gentil paloma se arrullaba a sí misma suavemente, alisándose con el pico las alas blanquísimas.
Ante la aparición de Marta, la paloma tendió un claro vuelo, sin grandes muestras de prisa ni de susto, casi rozando la frente de la joven, que, encantada del hallazgo, sintió agitarse, con súbita alegría, los latidos de su corazón, al compás de las alas del ave.
¿Estaría aquella paloma esperándola allí por orden de Dios para retenerla con la imagen de una belleza candorosa y pura?...
¡En qué imaginación de mujer no tiende su vuelo suave una esperanza vestida de paloma!...
Pisó Marta con delicia la pieza de sol tendida en el cuarto de su madre, y avanzó hasta la ventana, que la dejó ver un hermoso cielo azul, unos árboles lozanos y erguidos, una mies extensa, un monte lejano, el pueblo acomodado en el valle, y sobre el pueblo, protectora, la torre de la iglesia parroquial.
Una, grata sensación de consuelo se dilató en el alma de la niña, que bajó los ojos, ya secos de lágrimas, a su jardín, asolado, sin arbustos, sin trepadoras, sin rosales.
Pero ya Marta se rebelaba. Ahora la palomita, motivo inocente de aquella reacción bienhechora que la muchacha sentía en todo su ser, se paseaba por el huerto, muy despacito, con aire coquetón.
Marta, mirándola, sonreía sin saberlo, y mientras sonreía continuaba sintiendo en su corazón las alas de unas consoladoras ilusiones, el cándido arrullo de una alegría insinuante, que ella lloraba ausente hacía ya mucho tiempo.
Y pensaba: "Plantaré allá abajo violetas y claveles; otra glicinia, otra pasionaria...; haré arreglar mi pobre casita; dormiré en esta habitación y pondré aquí el retrato de mi madre, su piano, sus libros de oraciones; dejaré que el sol entre cuando quiera por mi ventana; ¡y acaso vendrá a posarse en este alar la blanca palomita que con un solo vuelo de sus alas me ha infundido esperanzas y valor!...
La buena mujer que esperaba impaciente y temerosa por la tardanza de la joven, cruzó el huertecillo, entró en el portal, y asomándose al hueco de la escalera, gritó :
— Señorita, ¿baja usted?
Con sencilla franqueza contestó Marta:
— Puedes tú subir..., que ya no lloro...