La novia era de familia ilustre, el novio un negociante rico y la madre de este señor una viejecita aldeana, muy humilde.
En vano el hijo había deseado encumbrarla; ella no quiso nunca abandonar su cocina negra de humo, con el llar en el suelo, ni su portalito abierto sobre el cortil, donde las gallinas picoteaban en las hiendas calientes.
Le dijo a esta mujer su futura nuera:
— Tiene usted que asistir al casamiento.
— Vivo muy distante; ya no estoy para nada — se había disculpado la viejuca llena de timidez.
— Es preciso que usted asista; le mandaremos el coche.
— ¿El coche?... ¡No, hija, por Dios!
Estaba inquieta la pobre labradora, que sólo conocía los trenes de lujo por el polvo que levantaban en los caminos.
Pero la familia insigne quiso dar un público testimonio de su condescendencia presentando en la fiesta a la anciana con todos los honores, y el día señalado la buena mujer se apresuró a acudir a la invitación, temerosa de que le enviaran el carruaje.
Fue inútil que en el templo pretendiera oscurecerse entre los invitados, porque la hicieron llegar hasta los novios y, menuda como era, frágil y temblorosa, quedose confundida en la blanca nube que cubría a la desposada nimbando las flores de azahar.
Después, en el banquete de la boda, también la obligaron a colocarse junto a la niña blanca, y también la infeliz estuvo muy cohibida, con miedo de pisar la cola inmensa y floreciente, con inquietud por cada palabra incomprensible, por cada extraño semblante, por cada desconocido manjar.
No hablaba, no comía, y según las viandas iban recorriendo el filo adamascado del mantel, le decía la nuera, muy amable:
— ¿No toma usted?... ¿No quiere de esto o de lo otro?
— Es que no tengo apetito — respondía cobarde y recelosa.
Hasta que sirvieron los helados. Aquella espuma leve y alba le llenó de admiración: parecía hecha con el velo de la novia, con los capullos del cidro y del limonero. Sirviose una pequeña cantidad en el borde del plato, lo probó apenas, y sorprendida, asustada, lanzó un grito: era cosa de muertos aquel copo frío y sutil; era comida terrible, como de sepultura, bocado hiriente y doloroso para la pobre aldeana.
Enrojeció el novio; los comensales disimularon la risa, compasivos, y la vieja se echó a llorar.
La llevaron a su casa en un coche, mareada y pesarosa; sentía fatiga y hambre; tenía ante los ojos turbios, cansados de mirar, la obsesión de una cosa blanca y yerta, que lo mismo podía ser un velo que un manjar o una flor, pero que le causaba un asombro lleno de ansiedades...
Y ya nunca más volvió a aparecer en fiestas de señores...