Tenía Rosa Luz dos pichones palomariegos, lindísimos y alegres, tan dóciles y mansos, que se le posaban en los hombros y le tomaban en la boca los granos partidos de maíz y las migajas de pan.
Lucían el plumaje de las alas, ceniciento y azul, el pecho morado, el pico amarillo, las patas rojas; eran de casta real, cruzada con la mensajera, domesticada y arrulladora, y la nena los prefería entre todo el bando con mimos especiales.
Doce años cuenta la zagala, doce años campesinos y puros, florecidos en la silvestre paz de un caserío montañés.
Se había quedado sola en el mundo con su madre, viuda y joven, muy arrestada para el trabajo, muy valiente en la bárbara puja labradora. Desde la temprana viudez, mereció por su belleza y su virtud reiteradas solicitudes matrimoniales; pero ella quiso vivir para su niña y renunció a nuevas nupcias con decidido tesón. En sus manos firmes y abnegadas, la hacienda mezquina se mantuvo sin menoscabo, mientras Rosa Luz fue creciendo risueña y gentil, mimada como los zuritos que hoy se arrullan en su palomar.
A gala tiene la chiquilla el imitar a su madre en lo hacendosa y pulcra. Así, desde que cumplió la docena de abriles, siembra el huerto con mucha disposición, lava y cose la ropa y se ocupa, con singular encanto, de cebar a los palomitos chiquitines y prodigar sus desvelos a las hembras ponedoras.
La prematura abnegación de la mujer aldeana se inicia en Rosa Luz con una impaciencia dolorosa: quiere ayudar mucho a su madre, levantarle de los hombros, en lo posible, la carga de la vida, remar a su lado con denuedo, en los temporales de la pobreza. Y se yergue con orgullo cada vez que le evita un trajín, un afán; se esponja y se estimula cuando sabe cuidarla un poco, devolverle, a fuerza de gracia y devoción, alguno de aquellos agasajos que de ella ha recibido a manos llenas.
Al calor de tan vivo interés, cree la niña observar que está su madre algo decaída: anda más triste que de costumbre, y mirándola mucho con ojos avizores, se le nota un esfuerzo más penoso en la diaria faena, y, en los breves momentos de descanso, una angustiosa expresión de languidez.
Antaño, cuando vivía la abuelita, ya estuvo así delicada y mustia Asunción, la moza ejemplar, y entonces su madre puso remedio a la amenazada salud con un gran elixir elaborado por los frailes de la villa.
Fue allá la anciana un día de mercado, con mucho sigilo, desde el cumbreño casal de Cintul y llevose dos palomas torcaces, bien cebadas, que le valieron precisamente el importe de una botella de licor.
Y un sorbo diario de la maravillosa bebida curó a la muchacha de la anémica endeblez que antes de conocerse tan eficaz composición hubiera exigido la asistencia del médico o el largo tratamiento aldeano de «las siete cosas».
No olvida estos antecedentes Rosa Luz: vive hace tiempo muy atisbadora y vigilante, como si se alzara en la punta de los pies para deletrear la vida.
Tanto deseo tiene de intervenir en ella igual que una mujer, que procura alargarse la falda, ceñirse el corpiño, recogerse las trenzas en un moño y empinarse con mucha gallardía sobre las abarcas de tarugos.
Así, con ávida penetración, fija en su madre los ojos, la persigue con solícito desvelo, y acaba por cerciorarse de que necesita una botella de elixir.
Es preciso comprarla sin que la enferma se entere, porque no lo consentiría; cuesta diez reales, y es demasiado precio para los pobres labradores de Cintul; los cultivos de un campo añojal y de una haza de mies no les permite remediarse con el excelente vino.
Pero Rosa Luz no se considera menos industriosa que la difunta abuelita. Acudirá también al averío arrullador, y no serán torcaces las que lleve a la feria, sino que ha de elegir lo mejor del bando, los pichones hermosos y preferidos, mediante los cuales se propone comprar hasta dos botellas de la reparadora medicina, porque los palomos tiernos se pagan muy bien, y sin duda, son los suyos un exquisito manjar.
Al pensarlo así, algo dulce y amable se le rompió en el corazón; un cariño tembloroso y amenazado le duele en él, llenando de lágrimas los ojos de la niña.
Pero sofrena al punto aquel dolor arrepentida de sentirlo, ofreciéndolo por su madre con entusiasmo fervoroso.
Y sube al desván, donde anidan las aves libres que vuelan en el cielo, las criaturas superiores, gracia del éter, sonrisa del aire, que conocen la ciencia de las curvas y de los arcos, y se mecen en el viento y viven en la luz. Goza la chiquilla con ellas, rodeada de aleteos y arrullos, bajo una aureola de candidez, como San Francisco de Asís, y luego prende los palomos destinados a la inmolación; les acaricia mucho, les pone blanda y fina la ligadura de las patas, y un lazo de adorno sobre el albo collar.
Con un fácil pretexto dispone así el viaje la víspera del día feriado; hay que mercar hilo y agujas; hay que vender una dorada manteca y medio celemín de nueces escogidas. Puede ella fácilmente con la carga y se brinda con mucha solicitud; saldrá tempranito para ir despacio; volverá al anochecer y en el fondo de su banasta pondrá la frugal comida de las doce.
Asunción la deja ir no sin alguna resistencia; le parecen el camino largo y el día corto para que la rapaza marche sola; pero ella asegura que encontrará compañía, y oculta su tesoro con mucha habilidad.
Desde el amanecer estuvo escuchando los rumores nacientes. Oyó el rústico «¡Acá!» del pastor que junta la rehala para conducir el ganado a travesío; la voz nómada es aún el eco de las tribus paganas que construyeron en la región los dólmenes y menhires; en cada aurora resuena el grito formidable como trasunto de la primera civilización, y sirve de alerta a los vecinos para emprender la lucha de una nueva jornada.
Al resonante aviso comenzó Rosa Luz a vestirse aquel día con muchas precauciones para no despertar a su madre; la dejó bien arropada bajo el centón de colorines, y salió muy diligente al campo silencioso.
Turbio estaba el cielo, pálida y tardía fue llegando la mañana; soplaron vientos con rápidas virazones, que alzaban en el ejido tolvaneras y arrastraban por la colina la voz querellosa de los arroyos.
No encontró Rosa Luz a ningún feriante del poblado, ni vio con recelo las nubes agachadas y ceñudas: iba pensando en su madre, sonriendo a la certidumbre de confortarla con el magnífico licor.
Dos leguas de trocha hacia el valle, entre lindes de zarzamora y macizos de helecho, bajo el toldo sombrío del celaje, dieron con la serrana en el mercado.
Acomodada allí, después de curiosear ligeramente los tendejones y los soportales de la plaza bulliciosa, no le costó mucho vender la manteca y las nueces; pero nadie le ofrecía por los pichones las cinco pesetas que deseaba.
Ya iba desconfiando de realizar su propósito: las horas corrían; los vendedores forasteros levantaban sus reales; arreciaba el frío con augurios de temporal, y los vientos volubles todo el día, se cuajaban en un fuerte aquilón.
Tenía Rosa Luz en el enfaldo los pichones, recogidos con suave ademán, y en los ojos las lágrimas contenidas por el despecho. Los últimos mercantes la miraban curiosos, y una niña, que pasaba de la mano de una señora, se detuvo a contemplar con fascinación las aves de Cintul.
—¿Cuánto pides por ellas?
—Un duro.
—Son caras.
—Necesito ese dinero para mi madre, que está enferma.
—¿Es verdad?
—¡Señora!
De las anubladas pupilas desbordose el llanto con tan elocuente reproche ante la duda, que la compradora, llena de piedad, abrió su bolsillo y puso delicadamente la gran moneda de plata entre los dedos tímidos de la campesina.
Quedose después mirándola con deleite: era ojizarca y trigueña, de tostado cabello y angélico perfil; tenía en la boca una dulzura triste, una gracia exquisita en la expresión. Al agradecer la fineza de la desconocida, presentaba los palomos con apresuramiento conmovido, besándoles con ternura una y otra vez.
La niña y la señora adivinaron todo el poema de aquel humilde sacrificio y una lástima creciente les ganó el corazón.
—Para ti, ¡guárdalos para ti!—dijo la diminuta señorita, rechazando la compra con viveza a punto de llorar.
—Sí; te los regalamos—añadió la madre inmutada.
—¿Y el dinero también?—murmuró incrédula Rosa Luz.
—También.
—Dios se lo pague...
Ya iban lejos las señoras, huyendo de la penetrante emoción, mientras la zagala se erguía, abrazando a sus avezuelas con un gesto feliz.
Se entretuvo después un poco comprando la medicina, y emprendió, muy anhelante, el regreso a Cintul.
Ya descendía de las cumbres la niebla de la noche; silbaba el viento, cortante como un puñal, y algunos copos blancos empezaban a caer.
Pronto las mariposas de la nieve se espesaron, convertidas en inmenso cendal, y la niña sola, en medio de la tormenta, pensó con espanto en retroceder.
Pero no supo hacia donde: la villa oculta por el velo de la nevasca había escondido sus contornos, ya muy vagos en la alumbración del crepúsculo.
Siguió andando maquinalmente Rosa Luz: sobrazaba el canasto de listones donde las botellas de elixir, abrigadas en sus cobijas, daban albergue mullido a los palomariegos.
Miraban las aves a su dueña con desmesurada inquietud, gimientes y azoradas, lívida la ceroma del pico, despeinado el plumaje tricolor. Y la niña las mira también con los ojos azules engrandecidos por el miedo, perdida en la terrible soledad.
Tarde marcina, de vientos inseguros que rolan a cada instante con distinta virazón.
Ya cesó de nevar; el aire está quieto, descansando sin duda, para emprender otra carrera tempestuosa.
Pero Rosa Luz no encuentra su rumbo; anda sin tino, pierde el huello debajo de los pies, borradas todas las rutas en una sola blanca y glacial.
No se distinguen los lindones ni los acirates; no se ven los confines; la noche se detiene aclarada en la albura infinita de la tierra, y la niña oye, de pronto, un alto rumor, único y elocuente en la sorda quietud de los campos: es el venaje del río que cunde ancho y turbio, partiendo la vega desde el monte, como una herida abierta en un cándido corazón.
Y acaba de aturdirse la pobre caminante porque las aguas arrumban lejos del camino que ella debe seguir.
Avanza todavía, a impulsos del instinto, subiendo siempre, mirando sin ver, hacia la altura donde se posa la aldea cismontana de Cintul, lo mismo que los árabes vuelven el rostro a la alquibia para rezar.
También la niña reza: va diciendo fervorines en alta voz, asustada de su propio lamento:
Ángel de mi guarda,
dulce compañía,
no me desampares
ni de noche ni de día:
¡no me dejes sola,
que me perdería!
Se aleja del río, tiende a la cumbre, se cansa y vacila. Y al perder los ánimos piensa en dar libertad a los palomos para que se salven: ellos llevarán al caserío el último adiós de la infeliz.
Quebranta la frágil ligadura de los prisioneros y siente bajo las manos muertas el columbino temblor como una postrera caricia de la vida que huye, del amor que tiende las alas.
Cae en el silencio un largo arrullo, los pichones, libres y sacudidos, levantan sobre la niña un vuelo corto, abren toda la envergadura, cernidos en el aire sin moverse, como si aguardaran, y Rosa Luz corre detrás de ellos ansiosa de alcanzarlos otra vez, bajo la fascinación de lo imposible: ¡quisiera volar; quisiera vivir!
Cuando alarga los brazos codiciosos, cerca de sus amigos, las alas se mueven, tendidas las penas con empuje en el frío de la tarde, y otro vuelo se extiende en el espacio.
Repiten los palomos la espera arrulladora y la niña vuelve a correr; la senda inmaculada queda rota en el aire por un manso zureo y en la tierra por un paso fugaz; la sombra de la noche sigue detenida por el claror de la nieve y el fulgor de la luna; el cielo está luminoso, lejano y azul...
Asunción aguarda a su hija con loca incertidumbre: cien veces ha salido al portal, oteando los senderos y los horizontes, sin alejarse, por si la niña llega necesitada de auxilio mientras su madre la busca.
Pero ya no puede contenerse más; baja al camino sin perder de vista su ventana, encesa como un faro salvador, y dice al viento el nombre amado, con un grito de avidez:
—¡Rosa Luz... Rosa Luz!
Como una respuesta, como un anuncio, dos aves llegan del fondo de la noche y se posan alegres en los brazos de Asunción. Ella reconoce a los palomariegos preferidos de su hija, los recibe con ardiente esperanza y vuelve a gritar:
—¡Rosa Luz!
—¡Aquí estoy!
Una silueta amada se yergue en el lindero, y la niña, guiada hasta allí por los palomos al través de la ruta blanca, se refugia también en el regazo de la madre, con su ofrenda de salud y de amor...
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