Iba Soledad a cerrar para siempre la casa, resto de su menguado patrimonio campesino. Quería que permaneciera silenciosa como una tumba, quieta y vacía como un corazón que ha perdido la última gota de su zumo.
Fue andando por las solitarias habitaciones, de puntillas, lo mismo que si alguien durmiese, y entornando
las ventanas con trémula solicitud, como quien cierra los ojos a un cadáver.
Después se sentó en la tarima que formaba una pequeña altura en la alcoba del niño, y quedóse escuchando la silente voz del misterio, acongojada por el desfile de las tremendas evocaciones: la muerte y la vida le dijeron en aquellos minutos una multitud de palabras crueles y agudas, cuyo sentido escapaba en parte a la conciencia entumecida de la pobre mujer.
Recordaba la terrible equivocación de su boda, la sorpresa lamentable con que volvió a la realidad desde el limbo de las ilusiones, casada con un hombre malvado, perdida para siempre la huella de un destino apacible.
Y ancho surco, lleno de luz, se abría luego en las trágicas memorias al recibir la imagen placentera del hijo soñado; el consuelo, la esperanza que florecían de pronto en la desolación de la ruta: dar al niño el jugo de la existencia y el calor del alma, fueron desde entonces para Soledad un supremo gozo.
La fuga cobarde del marido, dejándola únicamente los rezagos de la hacienda, mostró a la despojada un nuevo aspecto de la liberación: podía consagrarse al hijo con benigna tranquilidad, y no temía la escasez de los bienes en tanto que abrazase el tesoro de su amada criatura.
Se le hizo leve el peso de la cruz; un aura de entusiasmo le ciñó la frente como una corona, y comenzó a vivir con regocijo sereno, mientras Arcángel se criaba.
Llegó el nene a contar seis años; era hermoso y dulce; lucía la guedeja rubia y los ojos sombríos, la sonrisa pronta, el aire gentil; preguntaba todas las cosas con una profunda expresión de curiosidad, y tenía mucho empeño en conocer el camino invisible por donde las almas puras suben al cielo.
Una noche...
Soledad se irguió estremecida en la penumbra de la alcoba: el dardo punzante de aquel recuerdo la hería con espantoso dolor. Cerró los ojos huyendo de la tímida claridad que llegaba por el gabinete desde el balcón entornado... Y siguió viendo en toda su desgarradora pesadumbre la incurable dolencia del niño, su extenuación, su agonía, el roce helado de le muerte sobre la carne virgen, aquélla última hora en que las sienes de Arcángel se tiñeron con un vago resplandor azul, hasta que le tembló en los labios un soplo frío, se le apagó en los ojos la remota lumbre de una estrella y quedó yerto, mudo, sonriente, surcando en la sombra el camino de las almas puras que suben a Dios... La madre tiende alucinada los brazos al sitio donde estuvo el lecho. Aún cree percibir la fragancia de las rosas primaverales que se marchitaron sobre el inocente, ese olor inconfundible de cirios apagados y despojos de jardín, que trasciende de la estancia de los muertos como un perfume sepulcral.
Unos pasos importunos resuenan en el callizo silencioso, y temiendo que alguien turbe su despedida sagrada, la señora se apresura por el corredor, arrancándose del recinto familiar con dolida prontitud. Al impulso de su niano temblona, clama la cerradura con un largo sonido que parece una queja, y Soledad se detiene en el huerto y le atisba anhelante, bajo la nube amarga de su llanto, a la luz mortecina del crepúsculo.
Unos parientes de la dama, que han de guardar la menuda finca, esperan allí para recoger las llaves y acompañar a la viajera a la estación. Porque va Soledad a recluirse en un convento lejano, admitida fuera de la orden por un favor especial, y con propósito de permanecer siempre en el generoso refugio.
Vuelve la madre su turbia mirada al abandonado rincón. Todo yace muerto en él; se anegan ya en la sombra los desvaídos perfiles del jardín, acosados por las primeras ráfagas del otoño, huidas las flores de los planteles, rota la espesura de las lindes: los árboles, casi desnudos parecen más crecidos, y las hojas al caer semejan lágrimas de fuego.
La casita clarea un instante al través de las ramas oscuras.
Soledad posa los ojos en el ciego camino, y la noche sin la luna se queda velando junto a la cerrada pared.
Pasan los años y la madre, olvidada por el mundo, vive en su voluntario retiro conformándose a las leyes de Dios, recreándose con morbosa tristeza en el pensamiento egoísta de la casa y el jardín clausurados para siempre en homenaje a un recuerdo; fríos y silenciosos como uno tumba.
Va a cumplirse un nuevo aniversario de la muerte de Arcángel, y a la dama le seduce con tenaz obsesión el deseo de volver al paraje de su amor y su desventura, de llorar, otra vez, en la alcoba solitaria y en el huerto asolado.
Hasta que un día se pone en camino. Quiere presentarse de incógnito en la aldea y cumplir su visita dolorosa con solemne recogimiento, como quien rinde peregrinación a un santo lugar.
Llega al anochecer, y desde la estación del ferrocarril necesita andar un largo trayecto, cruzar un río, atravesar un bosque, subir una loma, vencer un alcor.
Nada la detiene: ya enardecida al contacto de los ambajes conocidos, se impacienta por hundir la mirada aquella misma noche en los contornos del triste hogar.
Y camina bajo la dulzura de Mayo, a esa hora extraña en que la brisa se apodera de los versos divinos cerca de las nubes y los va cantando por el mundo sin saber lo que hace.
Desborda la vida su densidad en todos los senderos; estallan los capullos en el corazón inflamado de las rosas; jadea el bosque, loco de inquietud: sobre cada nido hay un ave con las alas abiertas, y la sombra se inclina sobre el cielo en las mudas cumbres del espacio.
Soledad recorre, estremecida de asombro, el valle amigo que le parece nuevo; cruza, sobre una pontezuela temblorosa, la corriente de las aguas febriles, y arriba a los lindazos de su antiguo vergel.
Se queda inmóvil de estupor: la casa resplandece con los balcones iluminados y abiertos; la casa vive y suena ceñida por la corona odorante del jardín; surten dentro la voz de un hombre, la risa de un niño, el cantar de una mujer.
Los guardianes de la vivienda la han arrendado, creyendo que su propietaria no volvería nunca. Y Soledad, ahora, descubre de improviso que habitan allí la juventud y el amor.
Empuja la cancela del huerto y se adelanta, bruscamente herida en sus más entrañables memorias.
Un rapaz sale a recibirla, hermoso y rubio lo mismo que Arcángel.
—¿Quién es usted?—pregunta con ardiente curiosidad.
—¿Quién eres tú?—balbucea como en sueños la viajera.
—Soy Querubín.
Ella le abraza con ansioso trasporte, le contempla con enloquecida expresión, y descubre en los ojos candidos de la criatura el ascua remota de una estrella, el fulgor de una mirada inolvidable, mientras oye cómo el murmullo de lo infinito palpita en la oscuridad.
La madre de Querubín se asoma solícita a buscarle, y al ver al niño entre el manto de luto de una desconocida, acude con los brazos abiertos como alas.
— No le hago ningún daño— murmura Soledad—. Se lo entrega a la mujer feliz, y añade con ferviente actitud:
— ¡Que os bendiga Dios!
— ¿Quién es usted?
Pero la viajera no atiende a la nueva pregunta; sube la mirada a la ceniza luminosa de los astros, traspone el huerto, le cierra con un respeto humilde, y se aleja pensando que al día siguiente otorgará la casa en propiedad a Querubín, para que la memoria de su hijo quede más encendida que nunca en el aldeano rincón. Porque sabe, entonces, de una manera conmovedora y providencial, que jamás se extinguen los luminares del Señor en las cimas oscuras de las nubes ni en los ojos muertos de los niños; que ninguna huella humana perdura con tan fuerte virtud como la que lleva consigo el eterno influjo de la caridad. Le parece oir cómo el fino rodaje de las cunas levanta en los campos de la existencia un eco augusto de esperanzas, por encima de las fosas: la vida y la muerte dicen a la pobre mujer, en aquella hora rara de comprensión, muchos graves secretos consoladores.
Y emprende su camino de retorno con tranquila mansedumbre, bajo las alas abiertas de los cielos....
Voluntad (Madrid. 1919)12/10/1919 n.º 1